En 1968 amábamos menos a los animales, desde luego en España, donde no se reconocían sus derechos a una vida digna ni se veían las actuales y coquetísimas residencias para mascotas, siendo poco común asimismo el prêt-à-porter canino que hoy se vende en boutiques especializadas. Tampoco se tenía conocimiento directo de la especie simia, pues el único lugar de la península donde había monos en abundancia era Gibraltar, reñida plaza británica en suelo español. De ese modo, recuerdo el formidable impacto del estreno de El planeta de los simios de Franklin J. Schaffner, un éxito a nivel internacional y, como este verano se comprueba, una leyenda viva. Tras haberse realizado en los primeros años de los setenta cuatro secuelas fílmicas y dos adaptaciones televisivas, una de ellas en dibujos animados, se estrenó un remake firmado –en el augural año 2001– nada menos que por Tim Burton, y ahora mismo triunfa en las pantallas El origen del planeta de los simios, que trata de alumbrar los puntos oscuros de la saga.
En un principio estaba, naturalmente, la novela homónima del francés Pierre Boulle (que no he leído) y el guión por lo visto fiel que hicieron dos pesos pesados de la industria como Michael Wilson (guionista de Lawrence de Arabia, El puente sobre el río Kwai y algunos de los primeros jamesbonds) y Rod Serling, el creador de la mítica serie Dimensión desconocida (The Twilight Zone). La película, otra emanación, sin duda casual, del mirífico 1968, era una fábula progresista algo ñoña, dotada de escenas y diálogos de gran encanto y potente en su iconografía; el mensaje (el término cuadra en este caso) predicaba no ya la buena conciencia animalista entonces poco más que tenue sino una proposición panhumanista a modo de parábola inversa: a la inveterada crueldad del hombre con los seres inferiores le sucede un mundo cambiado en el que los dominantes primates son elocuentes y belicosos mandatarios que ejercen su despotismo sobre unos desastrados humanoides que ni siquiera tienen el don del habla.
En la película de Schaffner los monos tardan treinta minutos en aparecer, contando mucho en ella el prolegómeno futurista de la nave perdida, la exhibición varonil del personaje de Taylor, interpretado por un fornido Charlton Heston (aunque antes que él rechazaron el papel Marlon Brando, Paul Newman y John Wayne), y la minuciosidad de los efectos de maquillaje, que en su día asombraron al mundo (y premió la Academia de Hollywood) y cuarenta años después nos parecen tan rudimentarios como los de las figuras de cuento infantil de El mago de Oz. Los simios de aquel filme fundacional eran arbitrarios y despiadados según el modelo humano, exterminan y cazan a los pobladores originales de sus territorios, los llevan enjaulados o colgados de palos a su poblado (un decorado de estudio que se asemeja bastante a las urbanizaciones que por aquel entonces construía en la costa mediterránea Ricardo Bofill), y se hacen fotos jactanciosas ante las piezas cobradas como los cazadores en las monterías.
Pero en el seno de esa sociedad avanzada y brutal crece, como en todas, la semilla del progreso, representada por una pareja de monos ilustrados y benéficos, la doctora Kira y el doctor Cornelius. Sensacional en la época que dos grandes actores como Kim Hunter y Roddy McDowall, irreconocibles bajo la pelambrera y la nariz chata y hendida, se prestaran a hacer de chimpancés, así como el audaz beso intergenérico que se dan al final la doctora simia y el hombre blanco, hoy, al revisar la película, tanto los personajes como la carga aleccionadora que les marca (y hace tan tediosa la larga escena del juicio de los monos a los hombres), resultan ingenuos y trillados en comparación con el moderno cine de apocalipsis y utopías. Tim Burton, que más de treinta años después tuvo no diré que mejores maquilladores pero si más malicia, convirtió a la doctora, ahí llamada Ari (y portentosamente encarnada por la que a partir de ese rodaje sería su esposa, Helena Bonham Carter), en una intelectual de izquierdas, un tanto rive gauche hasta en el atuendo, y muy lasciva desde que pone sus ojos en los pectorales del explorador caído del cielo, encarnado en el remakepor el supremo boy next door del cine americano, Mark Wahlberg. También alcanzan momentos de sarcástica brillantez en el filme de Burton los enfrentamientos con el malvado Thade, el siempre inquietante Tim Roth, capaz de trasmitir su espíritu esquizoide y sus tendencias sadianas aun bajo las capas de afeite y látex.
La recién estrenada El origen del planeta de los simios, segunda película de un tal Rupert Wyatt, es, si cabe, más avanzada en la ética y en la técnica, logrando sobre todo en las escenas de la prisión-refugio de los cuadrumanos (¿Guantánamo?) un vertiginoso ímpetu narrativo gracias al uso de las cámaras de precisión llamadas “cabezas calientes” y los efectos digitales en posproducción. El avance del progreso también se nota en los animales, humanizados en la fusión de actores especialistas y novísimos procedimientos de motion capture; el simio principal, Caesar, tiene en sus ojos verdes más expresión que los actores enteramente humanos, tanto los buenos (James Franco, Freida Pinto) como los malvados (John Lithgow, Brian Cox, malgastados por la sobreactuación). La media hora final de la huida y la toma del Golden Gate es trepidante, aunque su colofón no se hará tan célebre como el de Schaffner, con la ruina de la Estatua de la Libertad en la playa, o el procazmente genial de Burton mostrando la efigie de Abraham Lincoln metamorfoseado en orangután en lo alto de las escalinatas de un Capitolio controlado por la hordas simias. En el desenlace de esta nueva entrega de la serie, que bien puede no ser la última, los monos otean el horizonte de San Francisco subidos a los árboles de donde fueron desplazados, esperando tal vez el reencuentro con su naturaleza. Es un final que refuerza el vínculo de la saga con la más grande película simiesca jamás realizada, King Kong (1933), que confirió a su gorila la rudeza, la ternura no exenta de deseo y el signo del oprimido, por descomunal que fuera la criatura traída de la selva. ~
Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).