Escena de La muerte de Stalin.

Las muertes de Stalin

Dirigida por Armando Ianucci, La muerte de Stalin podría presumir de tener el más violento y escatológico slaptick que se haya visto. Pero tal distinción se la disputa Khrustalyov, my car!, una cinta de Alexei German que se sitúa en el mismo momento histórico.
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Hacia el final de La muerte de Stalin, tardío segundo largometraje del cineasta y realizador televisivo británico Armando Ianucci (que dirigió In the loop, su primer filme, en 2009 y ha sido guionista de las exitosas teleseries satíricas The thick of it y Veep), un personaje suspira ruidosamente y murmura, para sí y para quienes lo rodean: “Estoy deshecho. Esta ha sido una semana terrible”. No se trata de un ejecutivo abrumado por las muchas responsabilidades que ha enfrentado en esos días, sino un miembro del Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética, circa 1953, que musita esta línea después de ver cómo uno de sus más poderosos camaradas acaba de ser detenido, golpeado, humillado, ejecutado y, finalmente, incinerado. Ni modo, hay días así cuando se forma parte del Politburó en la URSS de Stalin.

Sobre una novela gráfica homónima de Thierry Robin y Fabien Nury adaptada por este último, La muerte de Stalin –disponible en México en los servicios digitales de Google Play y Microsoft– es una feroz sátira política aderezada por el más violento y escatológico slapstick que se haya visto. Los hechos retratados –las circunstancias del fallecimiento del dictador, la lucha por el poder que inició en el preciso instante de su muerte, cierta anécdota musical con la que inicia el filme– son fieles a la demencial realidad de la Unión Soviética estalinista, por más que resulten, a veces, difíciles de creer.

Después de haber pasado una típica noche de tragos, comida y cine hollywoodense en la dacha de Stalin (Adrian McLoughlin), sus más cercanos lugartenientes reciben, a la mañana siguiente, la noticia de que el Padre de la Patria ha sufrido un derrame cerebral. El Insustituible permanece en el interior de su estudio, inconsciente y postrado en un charco de sus propios orines, mientras los más ambiciosos (y aduladores) apparatchiks –entre ellos el siniestro Beria (Simon Russell Beale), el pusilánime Malenkov (Jeffrey Tambor), el untuoso Molotov (Michael Palin, reaparecido), el grisáceo Bulganin (Paul Chahidi) y el bufonesco Khruschev (Steve Buscemi)– lo rodean, entre consternados, temerosos y emocionados.

Se abre ante ellos un universo de posibilidades –siempre y cuando el Líder muera, claro está–. Pero mientras siga vivo hay que demostrar la fidelidad más inquebrantable e ignominiosa posible. Así pues, no habrá indignidad en la que los personajes no estén dispuesto a caer, sea arrodillarse para mojarse los pantalones de unos muy patrióticos orines, sea renegar una y otra vez de la esposa que el propio Gran Padre mandó detener hace tiempo.

Ianucci ha creado una devastadora y brutal comedia sobre el poder y los límites que se cruzan con tal de alcanzarlo. Cuando, unos días después, Stalin finamente muere, la carrera para sucederlo se volverá más que urgente: no se trata solo de sentarse en Su silla, sino de salvar el pellejo.

Y es que la vida o la muerte en la Unión Soviética de Stalin pueden ser no el resultado de la caprichosa decisión del Padre de la Patria, sino el efecto del más puro azar. Un cable en el que se informa que Él ha muerto detiene una cadena de ejecuciones: vives si, milagrosamente, quien trae el telegrama llega un par de segundos antes de que el verdugo apriete el gatillo. Mueres si tu trabajo –ser doble del Líder, por ejemplo– se vuelve obsoleto. Mueres también si no pudiste salvarlo en agonía –aunque seguramente morirías de todas formas si lo hubieras hecho.

A lo largo de la cinta de Ianucci, la carcajada se confunde con el horror, y el horror con el caos. Estas mismas palabras podrían ser las etiquetas para el quinto largometraje de Alexei German (1938-2013), Khrustalyov, mashinu! (Rusia-Francia, 1998), el antecedente más directo de La muerte de Stalin.

Al inicio anoté que el filme de Ianucci presumía “el más violento y escatológico slaptick que se haya visto”. En efecto, así es, pero solo porque es muy probable que el lector no conozca la mencionada cinta maldita de German, presentada con más pena que gloria en Cannes en 1999, exhibida después en algún otro festival (Nueva York, Tesalónica, Mar de Plata) y estrenada en la propia Rusia postsoviética para luego ser condenada al olvido (permanece inédita en México, aunque se puede encontrar en el infaltable DVD de importación).

Khrustalyov, my car! –ese fue su título internacional– se ubica en la misma época de La muerte de Stalin. El médico militar y neurocirujano Yuri Klensky (Yurili Tsurilo), amo y señor de sus dominios hospitalarios, siente pasos en la azotea, pues nadie está seguro en el reino de “Nerón”. No está equivocado: estamos en los días previos a la muerte del dictador, cuando los más importantes médicos rusos fueron detenidos, enviados al Gulag y/o ejecutados, acusados de planear el envenenamiento del Padre de la Patria.

Lo que en el filme de Ianucci se menciona casi de pasada, como uno de tantos molestos problemas logísticos a resolver –¿quién podrá atenderlo a Él si no queda un solo buen médico en Moscú?–, es aquí el centro mismo de una larga, excesiva y a veces impenetrable cinta que, esa sí, presume el slapstick más violento y escatológico visto.

Al igual que en su siguiente y postrer cinta, Duro ser un Dios (que sí fue exhibida en México), en Khrustalyov, my car! a German le interesa muy poco narrar una historia de forma convencional. Lo suyo es crear atmósferas, y la prevaleciente en el Moscú de febrero de 1953 es una en la que dominan la paranoia, el miedo, la suciedad y la muerte. Ah, y los escupitajos: todos los personajes, sin excepción, incluyendo al protagonista, el estrambótico general Klensky, escupen al demostrar alegría, al dejarse llevar por el coraje, como última forma de argumentación y hasta como tinta para firmar algún trámite dizque urgente.

La puesta en imágenes de German, apoyada en la prodigiosa cámara de Vladimir Ilin, es tan fluida –abundan las tomas extendidas de varios minutos– como atiborrada: llega un momento en que pareciera que el cineasta no colocó dentro del encuadre un objeto más, un actor más, no porque no haya querido, sino porque ya no cabían. Del lente mismo de la cámara salen un té que será engullido más que tomado, un gato empapado de una bañera, un tipo haciendo el batido para un pastel, la espalda de un personaje, la calva del protagonista…

Es muy fácil perderse en este maremágnum de excesos, de tal forma que cuando llegamos a la última parte del filme, cuando el defenestrado Klensky, que en el camino hacia el Gulag ha sido humillado, asaltado, golpeado y hasta sodomizado, es llevado a una dacha para atender a cierto personaje agonizante, lo más natural es que uno ya no recuerde de qué trata la película. No importa: es obvio que a German no le podría haber importado menos.

Los desenlaces (spoilers a continuación) de La muerte de Stalin y Khrustalyov, my car! son muy diferentes y, al mismo tiempo, idénticos. En la cinta de Ianucci, Kruschev, el supuesto bufón de palacio, se ha revelado como un implacable y calculador político, capaz de imponerse sobre el detestado Beria, aunque en la foto del triunfo, con su nuevo Politburó, uno puede avistar que el futuro sucesor, Leonid Brézhnev, ya está esperando su turno. Toda victoria en política es pasajera: el victorioso de hoy será el alimento para los buitres del mañana.

Por su parte, en el filme de German, Klensky ha salvado, hacia el final, su pellejo. Beria no tiene tiempo para él (“Khrustalyov, ¡mi carro!”, le grita el jefe de la siniestra NKVD a su chofer), así que lo deja libre. Pero Klensky no regresa a su casa, ni a su familia, ni a su trabajo. Ha entendido que vive en el caos y ahí seguirá viviendo. 

En una entrevista que German le otorgó a J. Hoberman en Film Comment, el cineasta le confesó al crítico estadounidense que su película no trataba de algo que pasó en 1953, sino de algo que ha sucedido y sucede todo el tiempo en su país. Que su cinta trata, en realidad, de cómo son los rusos.

Ianucci puede decir algo simiar: La muerte de Stalin no trata de Stalin ni de lo que sucedió en 1953, sino del rostro más oscuro del poder y de quienes lo ejercen. Por algo la película se prohibió en la Rusia de Putin, en enero de 2018. Y por algo, sospecho, no le gustaría tampoco al Calígula de la Casa Blanca.

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(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.


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