“Qué curioso es que lo que se conoce como experimental se considere más inaccesible que las obras más convencionales”, fue de lo poco que pensé mientras asistía a la proyección, o más bien a la puesta en escena, de Skin Film, de Deneb Martos, que clausuró el festival Proyector en la galería Nadie Nunca Nada No de Madrid.
En Skin Film, que es un ejemplo de cine expandido, participan Deneb, que ha hecho la película del modo que contaré a continuación, la bailarina Cecilia Gala y Wade Matthews, artista sonoro dedicado a la improvisación. Lo que se proyecta es el celuloide de 16 mm que Martos aplicó, hace meses, sobre el cuerpo de Cecilia Gala para dejar que se imprimiese mediante la técnica del quimigrama. La bailarina se untó de los pies a la cabeza en vaselina, y luego fue envuelta como una momia egipcia en las tiras de película, en las que quedó marcada la huella de su cuerpo: los pliegues, las arrugas, los dibujos de la piel. El revelador posterior solo penetraba en las partes de la película en que no había vaselina, de modo que lo que quedaba era la imagen positiva. Al retirar la vaselina y aplicarle el fijador a la película, esta se queda estable.
De esa película analógica se sacó una copia digital. Durante la puesta en escena, que en este caso diríamos que coincide con la proyección de la película y no con su registro, Deneb Martos manipula en directo la velocidad de proyección digital. Entonces empieza a funcionar también el proyector de 16 mm, que admite dos velocidades: a 18 fotogramas por segundo o a 24, que es “lo que dura un cuerpo”. Ahí está el resumen, entre Spinoza (“lo que puede un cuerpo”) y Godard (“la verdad 24 veces por segundo”). Esa duración, ese metraje, resulta de la proyección, uno tras otro, de todos los fotogramas que envolvieron el cuerpo de la bailarina, cada dedo, los muslos, la cara, los labios, la cintura. La imagen resultante, en blanco y negro, deja adivinar a veces los dibujos de la piel como cuando nos la miramos de cerca, pero otras veces recuerda a estrellas fugaces, o a manchas de leopardo, o a la sombra de las hojas temblando en el claro del bosque.
Durante la proyección, Cecilia Gala bailaba desnuda entre el proyector y la pantalla, acercándose y alejándose, a veces retorcida sobre el suelo y a veces de pie. Sobre su piel como superficie se estaba proyectando su piel como impresión. En función de la distancia se le veía el cuerpo negro o cubierto de manchas móviles, y la silueta en la pantalla como cuando alguien llega tarde al cine, pero también llegaba a dejar completamente en negro la pantalla o a arrojar una sombra que podría ser de cualquier otra cosa. A menudo parecía una colina detrás de la cual llovían estrellas.
El paso de la película por el proyector analógico genera un ritmo constante, que es uno de los sonidos que utiliza a su vez Wade Matthews, sentado con un ordenador (y tocado con un sombrero Panamá) junto al aparato. Otro de los sonidos en que basa su improvisación es el sonido óptico que sale, a su paso por la lente, del propio celuloide, que en este caso tiene el espacio reservado a la banda sonora ocupado por la huella de la piel, ya que esta se imprimió sobre toda su superficie. Como el cine analógico está preparado para reproducir el sonido a partir de unas ondas impresas en la película, que luego se interpretan como sonido, el proyector puede leer cualquier forma, aunque esta sea irregular como las marcas de la piel que se han impreso sin control. De esa manera, ahí donde a veces en las ondas se esconden frases como “Si me necesitas, silba”, o “Nadie es perfecto”, aquí lo que reproduce es el ruido irregular que guardamos en la piel.
Y en tercer lugar Matthews utiliza los sonidos que grabó durante el empalme de los rollos de película con que se cubrió el cuerpo de Gala. En este caso se trata de sonidos secos, como fabriles, porque lo que pretendía era partir de la mecánica del proceso y no acompañar la proyección con sonidos más o menos adecuados pero más o menos arbitrarios. Con estas tres fuentes sonoras (el paso del proyector, el sonido óptico y la grabación de los empalmes) armó la base sobre la que iba improvisando, en función de las distintas velocidades de proyección y de los movimientos de la bailarina. De este modo cada participante bebía de una fuente que a la vez alimentaba, como en un antiguo símbolo circular y danzarín.
Lo que he contado hasta aquí es la técnica que había detrás del espectáculo, aunque también es precisamente su misterio. Pero lo que se veía me hizo sentir que viajaba hasta un momento muy temprano de la historia del planeta y que podía advertir el entorno como lo haría un humano sin lenguaje, por mucho que se diga que entonces no sería humano. A veces lo que se veía era un paisaje muy elemental, en formación, apenas cielo y tierra, colinas y estrellas como he dicho, y se oían los sonidos de un mundo aún formándose. Las sensaciones eran de asombro abrumador, de una mezcla de rendición y pugna por no rendirse, de haber emergido de algo inabarcable y a partir de eso estar buscando a tientas el propio ser, y los sentidos las transmitían sin necesidad de pasar por la articulación cultural que me permite a mí estar escribiendo esto ahora. Gracias a ese espectáculo intuí dentro de mí un canal no del todo obstruido, que los fogonazos de luz y los sonidos cambiantes conseguían despejar. Y por eso digo que una película como esta, por muy sofisticada que parezca, me parece más accesible que otras más comerciales que están basadas en códigos complejísimos; me parece que a un hombre primitivo le podría maravillar, la podría comprender, y ahí nos encontramos. Y señala la existencia de algo que no es lo cerebral ni es tampoco lo emocional, y que puede transmitirnos algo muy valioso. También tendrá su truco, pero me pareció muy deseable estar viendo películas así los próximos meses, para descansar de todas las interpretaciones y artefactos que nos rodean y que empiezo a no entender ya.
Y cuando volví a casa una amiga me mandó un fragmento de Bertrand Russell que me pareció que venía al pelo: “Una vez vi a un niño de dos años, criado en Londres, salir por primera vez a pasear por el campo verde. Estábamos en invierno, y todo se encontraba mojado y embarrado. A los ojos de un adulto aquello no tenía nada de agradable, pero al niño le provocó un extraño éxtasis; se arrodilló en el suelo mojado y apoyó la cara en la yerba, dejando escapar gritos semiarticulados de placer. La alegría que experimentaba era primitiva, simple y enorme. La necesidad orgánica que estaba satisfaciendo era tan profunda que los que se ven privados de ella nunca están completamente cuerdos”. Se puede leer entero en La conquista de la felicidad.
Y ahora que ha empezado a haber relámpagos y ha sonado un trueno dejo de escribir.
Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).