A fines de marzo pasado un video subido a YouTube causó indignación. Mostraba a cinco chicos vestidos de traje seleccionando mujeres para acompañarlos a su graduación. Guapas, apenas vestidas y desesperadas por gustar, las chicas desfilaban y hacían poses para ellos. Acompañados de sus mascotas –un jaguar y dos meseros– estos las descartaban con un simple pulgar hacia abajo. Eran alumnos del Instituto Cumbres, en el video y en la realidad.
Acusados de misoginia y clasismo, los estudiantes pidieron disculpas. Sonaban falsas –y con razón–. ¿Por qué habrían de retractarse? Era claro que no había distancia entre ellos y sus álter egos, como pronto lo confirmó un reportaje publicado en Newsweek en español sobre los entretelones de la grabación. Una de las modelos contratadas para actuar de groupie contó que ninguno les dirigió la palabra. Solo ellos contaban con sillas: durante toda la filmación las chicas tuvieron que sentarse en el piso.
El video era honesto y en apenas dos minutos condensaba una forma de vida. Pero no revelaba nada nuevo. Lo que despertó la ira de muchos fue que careciera de un tercer acto redentor. Era un relato sin apologías ni actos de contrición.
Se espera que la ficción corrija los desequilibrios del mundo: que enmiende errores, imparta lecciones e imponga justicia. Que mienta por partida doble. De ahí la poca popularidad de los relatos desesperanzados, y lo que explica la escasez de películas mexicanas que muestren –sin enmiendas– las ínfulas de grandeza de algunos jóvenes privilegiados de la última generación.
Nosotros los Nobles (2013) no cuenta. Sus diálogos eran ágiles y las caracterizaciones ingeniosas, pero era una fábula rosa. Su historia de ricos prepotentes que aprendían sus lecciones era una fantasía de venganza que apelaba al resentimiento social. La actualización que hizo Gary Alazraki de El gran calavera (1949) eliminaba la sátira de la “pobreza noble” que sí hacía Luis Buñuel. Gracias a sus mentiras piadosas, Nosotros los Nobles se convirtió en la segunda película más taquillera del cine mexicano.
Esa no será la suerte de Los muertos, de Santiago Mohar ni de Me quedo contigo de Artemio Narro, películas que retratan a los cachorros sobreprotegidos de la oligarquía mexicana. No propiamente mirreyes, cuya manía por exhibir símbolos de riqueza los vuelve blanco de parodia fácil. Son su propia caricatura y esto pone al espectador en posición de superioridad moral. En cambio, los personajes de Los muertos y Me quedo contigo no son ridículos en esencia. No exhiben su rango e incluso juegan a ser amigos y amantes de los de abajo. Su sorna es más filosa que el despotismo de cualquier mirrey.
Y se aburren hasta lo indecible. De ahí el título de la cinta de Mohar, cuyos protagonistas –apáticos, inexpresivos y vacuos– contagian al espectador su malestar existencial. Los muertos narra un fin de semana en la vida de cinco amigos: dos parejas intercambiables y el hermano de una de las chicas. Se reúnen primero en la casona vieja en la que vive uno de ellos, propiedad de sus abuelos. Cuando su novia le pregunta por qué tienen tanto dinero, este le responde que su abuelo “trajo la chapata a México”. Ella duda y él agrega: “También fue gobernador de Guanajuato.”
El bosquejo de clase surge de sus lamentos por vivir en México, en el miedo constante de ser secuestrados/asaltados/detenidos por una patrulla, en la falta de entusiasmo y planes. Las escenas más incómodas muestran sus roces con el mundo de afuera: cuando encuentran un auto con cadáveres dentro (y toman fotos), cuando los rebasa una pick up cargada de “morenos” (apuran el paso) o cuando uno conversa con una mujer taxista de estrato claramente inferior, fingiendo cuatitud y sobrado de condescendencia. La noche de la reunión, uno de sus choferes es baleado por un asaltante. Al día siguiente solo se comenta el robo de la camioneta. La fiesta debe seguir.
La atmósfera de Los muertos es rancia y estancada. Mohar obliga al espectador a padecer a sus personajes sin hacerlo partícipe de sus privilegios ni volviendo atractivas sus nociones de diversión (tirar muebles por la ventana). Si entretuviera al espectador caería un doble discurso: quizá vendería más boletos pero traicionaría la intención. Después de todo, Mohar ha declarado que su película describe un mundo que conoce bien y que los hechos se basan en experiencias cercanas. El tono no es sentencioso, pero mucho menos es celebratorio. Y nada apunta a epifanías ni vidas que se transforman.
Estridente y provocadora, Me quedo contigo es la incursión en cine del artista plástico Artemio Narro, quien ya desde los noventa exploraba las aberraciones de las dinámicas de clase en México. Me quedo contigo lleva al espectador a un lugar infernal de la mano de una española modosa, que llega al D. F. para reunirse con su novio, un hombre siempre ausente. Aburrida, acepta pasar el fin de semana con amigas de este: tres mujeres sin límites, lideradas por el personaje femenino más transgresor e irritante del cine mexicano reciente (Ximena González-Rubio, en una actuación brillante). Hija de un poderoso, es un demonio dominante que deslumbra a sus amigas con historias de un clasismo brutal que no tarda en poner en práctica. Convence a sus acompañantes de seducir a un vaquero galán y con pistola al cinto, para luego someterlo, humillarlo y torturarlo. La formación de Narro influye en una puesta en escena que “viola” las convenciones, aumentando su potencial para incomodar. Una y otra vez, Me quedo contigo ha sido rechazada de festivales que la consideran obscena. Nadie ha querido encargarse de su distribución.
La idea de Me quedo contigo surgió durante una estancia de Narro en Ciudad Juárez, tras discutir con otros artistas el tema de los feminicidios. Pensó que si invertía los géneros del verdugo y la víctima, la historia sugeriría que, por encima de la misoginia, el resorte de la violencia era la satisfacción de apoderarse de vidas ajenas sin temor a la sanción. Lo que parecería una desviación del tema de los jóvenes adinerados tiranos termina por ser un atajo. En Me quedo contigo el comportamiento cruel de la hembra alfa solo se sustenta en el poder y la impunidad. No es víctima, solo abusiva. Sin atenuantes de ningún tipo, el espectáculo de su prepotencia es casi imposible de ver. ~
es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.