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La guerra es el mismo mundo pero acelerado. Revolucionado. La guerra es una enzima y su signo es la exageración, la desproporción, y no la muerte o el dolor –esos siempre existen, pero la guerra los apura y multiplica. Parte de la misión de La delgada línea roja (Terrence Malick, 1998) es narrar ese desgaste. Presenta un grupo de motivos que se desenvuelven poco a poco hasta conformar un pequeño sistema de ecos y elementos que se iluminan o hacen sombra entre ellos. Luego, a su catálogo de belleza, le contrapone uno de destrucción pero, sobre todo, de exacerbación. El método es sencillo (tesis – antítesis – conclusión); el orden de sus elementos, no tanto.
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El pequeño ecosistema de La delgada línea roja comienza con la mirada. En el código de gestos en solitario que la película establece, la mirada fija es quizá a la que más importancia se le otorga. Los ojos de esta historia son ojos quietos que sirven como pequeños paréntesis insistentes en el drama. La mirada fija sucede a pesar del objeto que se tiene enfrente –la cámara siempre se detiene sobre la mirada, pero no siempre sobre el objeto que mira.
Malick y sus editores extienden la duración de sus miradas. A su historia le parece necesario que nos detengamos con ellas (o en ellas) desde los primeros minutos. “There’s always someone watching, like a hawk”. Es el caso de Witt (Jim Caviezel), cuyos ojos están atentísimos desde su primera aparición:
Su mirada, dirían algunos, transparenta lo que ve. Las alianzas entre el gesto y las palabras no tardan en aparecer: Witt, así lo admite en su primer diálogo con el sargento Welsh (Sean Penn), ha visto “otro mundo. A veces pienso que se trata solo de mi imaginación”. Nadie podría estar en desacuerdo: a menudo, cuando miramos ese “otro mundo”, nuestra mirada se detiene. Podríamos decir que el principio de La delgada línea roja es la emulación: del gesto humano, de la ensoñación. La idea de una mirada que se detiene mientras sueña no nos es ajena porque así es como sucede en la vida real, pero a menudo la sintaxis abreviada de las películas de mediana duración (de, digamos, 120 minutos*) obvian estos lapsos.
La promesa de esa ensoñación aparece una y otra vez a lo largo de la película. No extrañamente, la mirada es un medio de escape, o la mirada busca escapar, y lo logra de distintas formas. Con Witt, apandado en una celda en medio del Pacífico, la mirada escapa hacia (o “con”, o “a través de”) la memoria. Su gesto, antes de recordar la infancia en un trigal, es éste:
Con Quintard (John Travolta), la mirada está puesta en el mar:
Con el guía del pelotón en Guadalcanal no lo sabemos, pero definitivamente mira algo que no está ahí:
Incluso la mirada de un ave rapaz:
Y los soldados utilizan la última rendija de su cárcel para mirar algo que desconocemos:
Si los ojos sirven para algo, es para eso: para solazarse en un trigal, en el horizonte marino, en pensamientos que no revelamos. Eso es el ser humano de La delgada línea roja.
Por supuesto, las miradas de La delgada línea roja sirven para otras cosas. Para enamorarse, por ejemplo: “A glance from your eyes”, dice la voz en off del raso Bell, “and my life will be yours”. Y tiene razón: