Norteado, de Rigoberto Perezcano

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Una persona cualquiera se entera del estreno de una película mexicana. Oye que se llama Norteado, y se entera vagamente del tema: las andanzas en Tijuana de un hombre que quiere –y no puede– cruzar la frontera hacia Estados Unidos. Esa persona (que, aclaremos, vive en México) piensa: es una película más. Una recreación como ya ha visto otras sobre el drama del inmigrante ilegal. Y decide: no quiere ver esa película, no ese día en particular. No importa si le dijeron que ha ganado una decena premios en festivales alrededor del mundo, o si en los pasados Arieles estuvo nominada en diez categorías. (Esto último le importa menos: no sabe qué es un Ariel.) No quiere verla porque teme sentirse impotente, frustrado y todavía más deprimido ante esa cosa espeluznante que se entiende como realidad social. Más específicamente, su realidad social. En un país en que la otrora nota roja ya es tema de primeras planas, quién puede culpar a otro de entrar a una sala de cine con la esperanza de, digamos, olvidar.

Sería una lástima que prejuicios y malas experiencias previas provocaran que Norteado, de Rigoberto Perezcano, fuera ignorada durante su exhibición comercial. En su primer largo de ficción, el director oaxaqueño se impuso uno de los retos más trasgresores del cine mexicano reciente: prescindir del tono épico que se asocia con la denuncia social. Norteado habla de personajes con atributos en apariencia invisibles, a pesar de que –lo sabemos– son protagonistas de historias que exigen a priori voluntades de hierro y muestran una resistencia casi sobrenatural.

Las primeras secuencias de esta película atípica narran el trayecto de un hombre desde la sierra de Oaxaca hasta la frontera con California. El lenguaje es telegráfico y ágil: simples referencias visuales que terminan con una vista área del muro de la tortilla, la tripa de asbesto que obsesiona a los inmigrantes y que, con ayuda de un pollero, el protagonista de esta película consigue atravesar. No tarda en darse el encuentro con la mítica border patrol. La escena es desafectada: el policía lo ve llegar como quien espera un paquete a una hora y a un lugar precisos, y lo lleva, junto con otros, a un centro de detención. Bancas y sillas raquíticas, hombres deshilachados por el cansancio y la insolación, y los retratos sonrientes de Bush Jr. y el gobernador Schwarzenegger bastan para caracterizar el lugar. Es el infierno en la tierra. Nadie lo puede dudar.

Y, sin embargo, en esta película es sólo la antesala de la historia que a Perezcano le interesa contar: la de la estancia del hombre una vez que es “devuelto” a Tijuana, su relación con dos mujeres que lo acogen y lo codician y con otro hombre que las merodea y busca deshacerse de él. Hasta ese punto de la narración el inmigrante no tenía nombre. “Andrés García”, contesta, cuando una de las mujeres empieza a interesarse en él. (“¿Cómo el artista?”, le pregunta burlona. “No lo conozco”, contesta él. Se hace un silencio breve, y queda claro que hay un abismo entre “los Méxicos” de ella y de él.) Ela, Cata y Asensio son a la vez huéspedes y patrones de Andrés. No se explica la relación entre ellos ni el porqué de tanta tensión. Andrés se limita a observar y no hace preguntas de más. Nota silencios eternos a la hora de las comidas y siente miradas pesadas que parecen reclamarle algo. Las intenciones se van revelando a través de muy pocas palabras, gestos casi invisibles y acciones insignificantes que tienen mucho sentido para quien sepa observar. Las claves sobre sus vidas emergen en las “horas muertas” que el cine de héroes y víctimas prefiere eliminar. El guión recurre a simetrías y a una estructura espiral. Cada vuelta a una cierta escena revela lo que en la anterior sólo se podía especular. En un punto de la película, la historia deja de ser la de Andrés y se vuelve la de Cata y Ela: mujeres abandonadas por hombres que sí cruzaron. Su forma de lidiar con eso da pie al tema de Norteado, y que hace que un espectador cualquiera pueda verse reflejado en el retrato de la migración: la complicidad entre desconocidos, los encuentros que cambian destinos y las breves vidas vividas entre estación y estación.

Andrés halla una manera nueva de cruzar de Tijuana a San Diego. La imagen es a la vez divertida, conmovedora y brutal. Subraya la tragicomedia presente en toda la historia, y marca la diferencia entre un tipo de dirección que busca despertar empatía en su público y otro que simplemente busca provocar lástima. Norteado mira a su protagonista sin condescendencia alguna y devuelve dignidad a personajes por lo general exhibidos en sus momentos de mayor miseria y vulnerabilidad. Como si la culpa infligida al público contribuyera a solucionar el problema. Como si esa distancia impuesta no fuera, a la larga, parte de ese problema: el de la indiferencia ante situaciones que nos parecen inmanejables, y ante existencias que –se nos dice– son tan distintas a las nuestras que ni vale la pena indagar. ~

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es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.


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