Hay películas que, entre otros elementos, valen la pena por llegar a su imagen final; como si se tratara del sonido de un clic, la última imagen cierra el artilugio que despliega el filme cuando inicia. No es una imagen didáctica, que explica la historia, sino una que la contiene. Pienso, por ejemplo, en el desenlace de Largo viaje hacia la noche (2018) de Bi Gan donde una bengala antes encendida sigue ardiendo, imagen del tiempo relativo, detenimiento, ensayo de la prolongación de la realidad en la fantasía del director chino.
La imagen final de El diablo fuma (y guarda las cabezas de los cerillos quemados en la misma caja) (México, 2025) también contiene lo que el director Ernesto Martínez Bucio ha mostrado en hora y media de película, que sigue a cinco hermanos de entre siete y catorce años encerrados a piedra y lodo en su casa.
Para llegar a la última imagen, que además es la coda fantástica del diabólico título del filme, premio a Mejor ópera prima de la sección Perspectivas de la Berlinale 2025, el director desarrolla una propuesta visual en la que las imágenes no ilustran sino que participan en la ambigüedad misteriosa y deliberada de la historia. Influidos por su abuela esquizofrénica, los niños viven el desamparo del abandono inexplicable de sus padres. Parece que antes del inicio de la película, la madre, que trabaja como enfermera, ya ha salido de la dinámica familiar; el padre, por su lado, no tardará en hacerlo para ir a buscarla. Sus razones son desconocidas.
Sin papás, la casa familiar no se convierte en un escenario estrambótico como en las películas de Hollywood, es decir que no hay libertades inusuales, juegos extravagantes ni horarios disipados. En la película de Martínez Bucio, la casa se vuelve una especie de fortaleza que protege a sus habitantes de los peligros no enunciados del exterior, según la desconfiada abuela; en un espacio que contiene y también constriñe su existencia.
En su reclusión hay ecos de El castillo de la pureza (1973) de Ripstein e incluso de su versión contemporánea, Canino (2009) de Yorgos Lanthimos. Sin embargo, El diablo fuma se distingue de estas por el enfoque y la nitidez de sus imágenes, que dan cuenta de un mundo encerrado en sí mismo, un espacio no aireado donde los límites intentan restringir el flujo del tiempo y la movilidad. Como un deseo o una promesa que se lanza al viento, una de las niñas desmonta los tabiques de un muro y echa fuera uno de sus dientes.
La profundidad de campo de las imágenes de Martínez Bucio y el cinefotógrafo Odei Zabaleta es muy corta. Al ver a los personajes y seguir sus desplazamientos por la casa, se restringe la mirada del espectador que no puede ver más allá, no puede observar con claridad lo que está a los lados o detrás de la figura en primer plano, simplemente intuye el fondo. Las tomas, además, son muy cerradas, se acercan mucho a los rostros de los niños y la abuela. La puesta de cámara no necesita explicación en la historia, prácticamente se contienen la una a la otra. Los hermanos, que por órdenes de su abuela tapan ventanas con papel y atrancan las puertas, están encerrados, no hay distancia ni horizonte.
La leve sensación de asfixia de la película, donde abundan colores más bien claros, funciona bien a partir de esta sutileza ambivalente e indeterminada que incluso se traduce en una reflexión menor para clasificar la cinta –¿es un drama, una película con elementos de terror, un filme psicológico?– y también alude a una época concreta que corresponde a los años noventa.
Apenas un par de trazos como el vestuario (pants y camisetas deportivas, suéteres de combinaciones excéntricas) y la presencia de la televisión indican la recreación de un momento particular en México en el que la infancia estaba articulada a partir del entretenimiento, frente al televisor, con su ruido de fondo como compañía. Tanto los programas de televisión como la publicidad y la propaganda influyeron notoria e involuntariamente en quienes la consumieron, especialmente los niños. La televisión fue una verdadera crianza.
En El diablo fuma aparece Juan Pablo II en la pantalla del televisor de la sala. El papa visitó México tres veces en aquella década; los niños imitaban sus gestos y palabras pronunciadas en un español lánguido, una de las niñas pequeñas del filme dice que cuando sea grande quiere ser papa y no maestra. Para muchos es un recuerdo desbloqueado oír de nuevo las campañas de la Secretaría de Salud contra el cólera de 1993 e incluso una palabra clave del salinismo que se cuela por ahí, “solidaridad”. Todo esto sirve a Martínez Bucio como macguffin para hacer avanzar la historia y permitir la visita de unas enfermeras que rompen momentáneamente las barreras de la reclusión.
Este clima de sospecha e incertidumbre, de miedo social por enfermedades y otros fabricados –¿alguien se acuerda del Chupacabras?– y del advenimiento de cambios que fueron los años noventa, es favorable en la propuesta de El diablo fuma, que recoge el miedo mayúsculo de cualquier menor, las fantasías terroríficas infantiles de abandono, como le pasa a Hansel y Gretel o la Cenicienta y otros personajes de los cuentos de hadas milenarios, a merced del vaivén de la caridad o las garras del infortunio.
Echando mano de la óptica infantil, en El diablo fuma no hay explicaciones y ni siquiera indicios que justifiquen la ausencia de los padres, quizá solamente una vaga instrucción que deja el padre al hijo mayor que, por supuesto, quiere irse con él. “Te toca”, dice el progenitor de forma oblicua al hijo, que cree entender que su deber es cuidar la casa, a sus hermanos y a abuela convencida de las visitas nocturnas del diablo.
Escrito en colaboración con Karen Plata, el guion de El diablo fuma da múltiples pistas sobre quién narra la historia, que intercala grabaciones de la madre ausente. En sus filmes caseros, la mamá registró con su cámara a sus hijos y cantó con ellos los viejos éxitos de Massiel, escritos por Napoleón, que también condensan la historia: “eres por tu forma de ser lo que más quiero / eres mi timón, mi vela, mi barca, mi mar, mi remo / eres el regreso que cada vez más y más deseo / eso y más, esas cosas que compartimos como un secreto / para andar entregándonos sin temores lo que tenemos”.
Menos que quien elabora el árbol genealógico con recortes de fotografías y dibujos, que tiene como cabeza de generación al diablo, es un misterio quién manipula y rebobina las cintas y grabaciones, elaboradas con una estética similar a las de La eterna adolescente (2024), otra obra sobre una familia que voltea al pasado inmediato. En la película de Martínez Bucio, también ganadora del premio de mejor guion de largometraje de ficción en la reciente edición del Festival de Morelia, el pasado vuelve al espectador como una evocación familiar, conocida, y también misteriosa, reservada, enigmática como una plegaria que se pide al amparo de la luz de una vela. Una última imagen, no revelada aquí, que no esclarece el misterio, lo retiene. ~