Nada que objetar a Tolstói: “todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera”. Ay, la familia, ese grupo de personas que directa o indirectamente se afectan entre sí para bien y para mal, a veces incapaces de distinguir hasta dónde perjudican la vida de quienes la integran. En el cine mexicano hay familias célebres. Los García, que a pesar de su cómica rivalidad se tienen estima recíproca; los Nobles, sí, con la ese que marca el plural, hermanados en la pobreza inventada por el padre; o la familia extendida que viaja en el Volkswagenamarillo de Los insólitos peces gato (2013). Al conjunto de ilustres familias cinematográficas se suma la de La eterna adolescente (2025), película del director tapatío Eduardo Esquivel que es parte de la edición XV del Festival Internacional de Cine de la UNAM (FICUNAM).
La infelicidad de esta familia es agridulce, pop y vintage. Integrada esencialmente por mujeres, la familia de La eterna adolescente lleva mucho tiempo sin verse. Como siempre ocurre, un evento inesperado y aciago permite el reencuentro y saca a la luz los problemas añejos. Cuando Gema –la madre de Cristina, Sony y Bruno, el hermano menor, el único varón de la familia– intenta suicidarse, la reunión de sus hijos es inevitable en la víspera de una Navidad atípicamente fría en Guadalajara. El cuadro lo completan Tati, la hija de Cristina, y la tía Ceci. El ensamble actoral tiene cohesión, realmente conforma una familia que a leguas se quiere, pero también se recrimina con la mirada.
La eterna adolescente es también la historia de una casa, la de Gema (Magdalena Caraballo), donde tiene lugar la reunión. El diseño de arte de Marianne Cebrián acierta en componer espacios donde la acumulación de objetos y muebles empolvados remiten a la memoria ya saturada de la madre y también a la cantidad de historias y eventos que han sido demasiado para la familia. En la casa, Tati (Ruth Ramos) encuentra en la videocasetera en uso unas cintas VHS con grabaciones caseras de viajes familiares, momentos cotidianos y otros extraordinarios, por ejemplo la vez que nevó en Guadalajara unos días antes de Navidad en los años noventa –algunos tapatíos dicen que no fue hielo sino aguanieve, dato que matiza el funcionamiento de la memoria, algo que hace muy bien Esquivel con su película–, que grabó Mónica, la hermana menor.
“¿Qué pasó con mi tía Moni?”, pregunta con insistencia Tati. “A tu abuela no le gusta que le esculquen sus cosas. Guarda esos videos”, le responde Cristina (Emma Dib) para zanjar la cuestión. “De eso no se habla en esta familia”, dice resignado, a su vez, Bruno (Andrés David), que con empatía promete que después le va a contar todo sobre Mónica. La que se atreve a tocar tangencialmente el tema durante la accidentada cena es la entrañable tía Ceci (Yosi Lugo), que recuerda la alegría que caracterizaba a la muchacha. Sony (Teresa Sánchez), la hermana que se alejó definitivamente de la familia luego del funeral de Mónica, menciona lo que se ha estado viendo de forma intercalada en la película, pues los filmaba todo el tiempo.
De Mónica, la hermana que todo lo registraba con su cámara, está prohibido hablar, es un tema doloroso e intocable para la familia. Sucede, como diría Carmen Salinas, hasta en las mejores familias. Ya sea por dolor, pena, pudor, franco arrepentimiento o vergüenza, hay historias vedadas en las sobremesas y en las celebraciones. En algunas familias, por ejemplo la mía, es todavía un secreto a voces el origen de mi madre, también el fraude que cometió mi abuelo, por el que estuvo preso. Basta con ahondar un poco en las historias no contadas de cada familia para identificar sus abismos. La eterna adolescente se basa en ciertos pasajes de la familia de la madre del realizador y el archivo familiar como rompecabezas para construir, reconstruir e inventar la memoria.
Lo notable del filme, para volver a Tolstói, es que la infelicidad familiar aquí se muestra de forma original. Por un lado, se constata a través de videos caseros que dan cuenta de la dicha anterior, que contrasta con el amargo presente donde se acumulan el estado de la madre, la historia de Mónica, la huida de Sony y los reclamos de Cristina, que tuvo que hacerse cargo de la familia. No importa que en los registros haya escenas terribles –como el incendio de un árbol de Navidad en medio de un arrebato familiar entre cuñados–, todo o casi todo visto a la distancia se impregna de un brillo nostálgico.
Los videos son un mecanismo muy efectivo que evita los flashbacks como muletilla narrativa y dan pistas de lo que la familia rehúsa hablar y también del estado psíquico y emocional de Gema, la madre sumida en la melancolía insuperable de los ojos marinos de Magdalena Caraballo. La eterna adolescente, sin embargo, no es una película de archivo. Las grabaciones fueron hechas por el equipo de producción con la estética del formato VHS y al estilo de los años noventa, tomando como inspiración archivos familiares en video y fotografía. Los videotapes son una película dentro de la película, realizada ex profeso para ésta, casi como un juego que remite a los pininos de niños o muchachos que soñaban con ser cineastas o reporteros. Es decir, la película inventa una arqueología de la memoria a partir de sus propias herramientas de ficción, atrapa lo vintage y lo despoja de la frivolidad de la moda para sugerir y mostrar las amarguras de una familia. También por ahí suena una canción gozosa, inconfundible, viejita, “Las pequeñas cosas” de Amanda Miguel, signo pop y vintage, eternamente feliz.
Imposible no destacar de la pléyade de actrices a Emma Dib, gran figura del teatro mexicano que ha actuado poco en cine. Su composición de Cristina es admirable: áspera y al mismo tiempo sensible, de semblante serio y severo, pero de risa fácil. El público ríe con ella al reconocer la imagen de la matriarca categórica que no admite objeciones, pero que denota arrepentimiento en los ojos. El trabajo de Teresa Sánchez, rostro inconfundible del mejor cine mexicano –por ejemplo, en Tótem (2023)–, también es notable, es la hermana que vuelve con mucho miedo de encontrarse con una familia a la que reconoce como suya, a pesar de los reclamos, el tiempo y la distancia.
La eterna adolescente es una grata sorpresa en la programación de FICUNAM, un festival importante que en los últimos años ha perdido músculo por la repetición de creadores y propuestas tanto nacionales como internacionales, a medio camino entre lo emergente y lo experimental, que no han dado signos de vitalidad o evolución, reflejo de un dilatado aletargamiento. La inclusión en el programa de La eterna adolescente representa una posibilidad para el festival universitario: abrirse a horizontes narrativos potentes y refrescantes, lo que el público se merece. ~