La película fue presentada en agosto en el Festival de Venecia. Con Polanski ausente por su restricción de movimientos, la productora distribuyó un dossier de prensa que incluía una entrevista al cineasta a cargo del escritor Pascal Bruckner. Es una conversación muy cómoda, con un pacto previo de no agresión que resulta evidente al leer algunas de las preguntas de Bruckner: “Como judío perseguido durante la guerra y cineasta acosado por los estalinistas en Polonia, ¿sobrevive usted al maccarthismo neofeminista contemporáneo?” Polanski responde: “En la historia de Dreyfus he encontrado momentos que yo mismo he vivido en mi vida. Puedo ver la misma determinación para negar los hechos y condenarme por cosas que jamás he hecho. La mayoría de las personas que me hostigan no me conocen y no saben nada de mi caso”. La respuesta era ambigua. Por “momentos que yo mismo he vivido en mi vida” el director podía estar hablando de la reacción hostil, mencionada en la pregunta, de las autoridades de la Polonia comunista ante El cuchillo en el agua, su ópera prima. Siendo El oficial y el espía una película que aborda con tanta determinación el antisemitismo, podría estar hablando también de la persecución que sufrió su propia familia, encerrada por los nazis en el gueto de Cracovia cuando él era un niño. Podía incluso referirse a las semanas de 1969 en que la prensa lo acusó de haber orquestado el asesinato de su mujer, antes de que la policía identificara a la “familia” de Charles Manson. Esta última era de hecho una asociación bastante oportuna y plausible para los periodistas acreditados en el Festival de Venecia, toda vez que la película de moda el pasado verano imaginaba a Brad Pitt y Leonardo Di Caprio como invitados inesperados a la noche fatídica en que una banda de asesinos asaltó la casa de Roman Polanski.
El director no especificaba a qué se refería exactamente en esa entrevista, pero deslizaba en la segunda parte de su respuesta una referencia directa al hecho de su biografía que monopoliza desde hace décadas todo acercamiento a su persona. Las corrientes actuales de opinión tienden a ser unívocas, la realidad solo se nutre del relato ya instalado y las bifurcaciones de la trama son enemigas de la mente literal. Por eso la prensa que buscaba cierta narrativa encontró el molde perfecto para denunciar que el cineasta, de manera absolutamente desvergonzada, cínica y deplorable, comparaba su célebre juicio por haber mantenido relaciones sexuales con una menor con la injusta condena a Alfred Dreyfus. En la rueda de prensa de presentación de la película, la actriz Emmanuelle Seigner, esposa del cineasta, indicó: “No puedo hablar en su lugar, pero creo que el sentimiento de persecución de Roman es fácil de entender, basta ver su vida”. Varios periodistas interpretaron la frase como la corroboración de su argumento. En los tiempos que corren, los desmentidos posteriores son material extra, escenas eliminadas que ya no importan a nadie: hace unas semanas Polanski concedió otra entrevista en la que decía “es aberrante y estúpido decir que me creo Dreyfus”, pero de poco ha servido.
El pasado noviembre la película se estrenó en Francia. Esa misma semana una mujer acusó públicamente al director de haberla violado en 1975, cuando tenía dieciocho años. Varios medios recordaron entonces el goteo de acusaciones similares al cineasta surgidas a raíz del movimiento MeToo por hechos que se remontarían a los años setenta y ochenta. En una decisión de comunicación bastante discutible, el equipo de la película reaccionó interrumpiendo la promoción. El dossier de prensa presentaba además una versión editada de la entrevista con Bruckner que suprimía el pasaje que tanto revuelo suscitó en Venecia. Los actores principales cancelaron todas sus entrevistas en medios franceses, incluso la emisión de algunas ya grabadas anteriormente. Como suele suceder, muchos interpretaron el silencio autoimpuesto como una prueba de culpabilidad ante las nuevas acusaciones. Si hablar no vale, el silencio tampoco. Como un agorero irónico y malicioso de la polémica por venir, El oficial y el espía presenta una paradoja similar en una escena en que Dreyfus pone de manifiesto que haber escrito un documento incriminatorio y no haberlo escrito son para el tribunal, al mismo tiempo y conjuntamente, pruebas irrefutables de su culpabilidad.
La denuncia y el ruido en torno a la presunta analogía personal que Polanski buscaría con Dreyfus en su última película contiene ya lo absurdo de dicha comparación. Dreyfus no vendió secretos militares a los alemanes; Polanski pidió perdón a Samantha Geimer en 2009 porque sí mantuvo relaciones sexuales con ella cuando tenía trece años, y solo entonces (al menos públicamente) el cineasta afirmó que comprendía las terribles consecuencias que ello tuvo para Geimer. Denunciar que se compara con el protagonista de su última película es delirante porque la propia comparación lo es. Y sin embargo, se da la paradoja de que el mismo clima moral que denuncia esa comparación se vale en ocasiones de herramientas que pueden verse llevadas al extremo en la película.
La tormenta en torno al estreno de El oficial y el espía ha revelado otro aspecto sociológico interesante. Vivimos la era del victimismo convenientemente socializado y amoldado a las guerras culturales, en el que un juicio o una condena que se ejerce sobre un ciudadano individual se extrapola interesadamente como un ataque a un colectivo entero: la pena de prisión a un político se extiende mágicamente a sus votantes. En paralelo, las formas de agresión viven de la hipérbole: no poder pagar una hipoteca es ser víctima del “terrorismo bancario”. Se identifican y proscriben las “microagresiones” y “dar voz a las víctimas” es uno de tantos manoseados sintagmas contemporáneos. Y sin embargo en ese mismo mundo el testimonio de una víctima del Holocausto, hijo de una mujer gaseada en Auschwitz y marido de una asesinada por la familia Manson ya no es pertinente, a esa víctima no conviene darle voz por haber sido a su vez victimario de una menor de edad: la bipolaridad contemporánea solo admite electrones neutros inmutables, categorías excluyentes separadas por una zona intermedia de matices que ya es tierra baldía, territorio que no se puede transitar sin riesgo, pura zona desmilitarizada. Lucrecia Martel, presidenta del jurado del pasado Festival de Venecia, se ausentó de la proyección de El oficial y el espía porque entendía que al acudir estaba homenajeando a su director. Los tiempos exigen a las figuras de autoridad un posicionamiento inmediato en el tablero antes de cualquier discusión, aunque ya ni siquiera hay discusión. Y sin embargo hace veinte años nadie alzó la voz en la proyección en Cannes de El pianista, seguramente porque orquestar un desplante ante una película sobre el Holocausto dirigida por un superviviente del gueto de Cracovia y hacerlo en nombre del feminismo obliga a tener dos ideas contradictorias en el cerebro, y en los tiempos que corren eso es mucho para según qué cabezas.
Lo que queda por debajo del ruido del célebre caso Polanski no es el debate de si mantuvo o no mantuvo relaciones con una menor (sí lo hizo) ni el de si tuvo un juicio justo en Estados Unidos antes de su famosa espantada, pues no fue el caso: después de que Polanski tomara aquel vuelo a Europa de solo ida, abogado y fiscal estuvieron de acuerdo en apartar al juez del proceso por su errático, arbitrario y escandaloso proceder desde el principio de la causa. Es muy probable que el cineasta se refiriera a eso en su respuesta a Bruckner, de hecho. El debate moral en torno al caso Polanski (el jurídico, extremadamente complejo, es otro) es si ha pagado lo suficiente con los cuarenta y dos días de cárcel que cumplió en California en 1978, su estancia de dos meses en una cárcel suiza en 2009 (interrumpidos tras pagar una fianza de 4,5 millones de dólares) un arresto domiciliario posterior de varios meses, una restricción de movimientos cada vez más extrema (limitada a Francia, donde reside, y Polonia por sentencia judicial reciente) y un desprecio muy extendido a su persona que dura más de cuarenta años, y cuyo último capítulo es su reciente expulsión de la Academia de Hollywood. ¿Ha pagado lo suficiente Roman Polanski o debe aún resarcirse? Samantha Geimer lleva años pidiendo que se archive el caso porque el daño ya se hizo, arruinó su juventud y su frecuente tratamiento en la prensa solo sirve para despertarle el trauma y reactivar su insomnio y sus ataques de pánico. ¿Ante quién debe resarcirse Polanski, por tanto? ¿Debe hacerlo ante la sociedad en su conjunto? ¿Nos debe a los demás el ponerse a disposición de la justicia americana para reabrir el proceso, por más que este haya quedado contaminado para los restos por las irregularidades del juez? ¿O ha pagado lo suficiente? Este debate rara vez es abordado en profundidad hoy en día, seguramente porque es interesante, estimulante y enriquecedor. Mucho menos recomendable es el debate vigente sobre la pertinencia de seguir viendo sus películas, como si privarse de una obra artística excelsa que se ha acercado como pocas a los abismos del ser humano pudiera tener algo que ver con la moral.
En una escena de El oficial y el espía el coronel Picquart, valedor de la inocencia de Dreyfus, debe aclarar que su opinión sobre la no culpabilidad del acusado no va pareja a su simpatía por él, que sigue siendo escasa. Es un recurso que recuerda al que puede verse hoy en muchos artículos elogiosos sobre la impresionante obra de Roman Polanski, que se obligan a incluir un párrafo reprobatorio que convenza al lector de que el redactor es pese a todo una buena persona. Pero la película, una vez más, es mucho más irónica y maliciosa: Picquart parece tranquilizar a su interlocutor insinuando que su antisemitismo sigue convenientemente intacto.
Porque tormentas promocionales aparte, El oficial y el espía es una película deslumbrante, impropia de un hombre de ochenta y seis años, inteligente, luminosa y mordaz, con una ambientación parisina de finales del XIX prodigiosa y un reparto con la flor y nata de la Comédie Française que regala dicciones perfectas y diálogos musicales. Una de sus bondades es negarnos el final feliz que la historia pediría a gritos en un filme de época al uso, no vayamos a creer que la razón, cuando triunfa, lo hace para siempre. La película recuerda que con el cambio de siglo el antisemitismo seguía enormemente arraigado en varios estamentos del estado francés, con consecuencias bien conocidas al cabo de tres o cuatro décadas. Roman Polanski nació en París en 1933, y tres años después su familia, hostigada por la aversión creciente a los judíos que percibían en su entorno, tomó la peor de las decisiones posibles: mudarse a Cracovia por su tradición hebrea. Por eso, cuando Polanski habla de un capítulo crucial de la historia del antisemitismo en el que se adivinan los perfiles del totalitarismo exterminador que le siguió, conviene recordar que el cineasta es voz más que autorizada. Su memoria del horror trasciende sobradamente nuestras guerras culturales contemporáneas.
Iker Zabala es crítico cultural.