La competencia del Festival Internacional de Cine en Guadalajara llega a su fin y tristemente el pronóstico se cumplió. Es oficial: lo peor de la Sección Oficial de ficción fue cortesía del cine nacional. Si acaso se salva una de las tres películas (Tercera llamada), pero tampoco es una obra maestra. No obstante, gracias a las cintas de los otros países iberoamericanos el balance de esta edición es positivo. Es lo que puede constatarse luego de hacer una rápida revisión:
Tercera llamada (2012) es el segundo largometraje de Francisco Franco, responsable de Quemar las naves (2007). El guión, coescrito por el cineasta y María Renée Prudencio, narra los contratiempos de una compañía teatral que está en el proceso de montaje de Calígula de Albert Camus: entre los arrebatos de la diva, los cambios de la directora y las lagunas mentales del actor de mayor edad, el proyecto parece destinado al fracaso. Franco hace un homenaje al teatro y, por medio de él, muestra cómo los esfuerzos colectivos pueden superar el egoísmo. Lo mejor de la cinta está en el verosímil trabajo del ecléctico reparto (conformado por actores maduros como Ricardo Blume, Silvia Pinal y Fernando Luján, y gente joven, como Irene Azuela, Cecilia Suárez y Alfonso Dosal). No obstante, hay algunas dispersiones, con historias y personajes secundarios (como unos emos golpeadores, o las apariciones de Silvia Pinal como lideresa sindical), que son más anecdóticas que sustanciales. El resultado es bueno. Pero hasta ahí.
El niño con olor a pez (The Boy Who Smells Like Fish, 2012) es una coproducción de México y Canadá y fue lo más flojo de toda la sección. Es la ópera prima de la capitalina Analeine Cal y Mayor, quien estudió en el Centro de Capacitación Cinematográfica. El argumento da cuenta de las contrariedades de un joven que, como el título anticipa, nació con una enfermedad que lo hace oler a pez. Vive en un museo en Canadá dedicado a una gloria de la canción mexicana (sic) y de su mal olor huyen todos excepto su madre y una chica. Da la impresión que la cinta quisiera ser una comedia romántica, pero la debutante no consigue progresión alguna y encadena una serie de chistes más bien malos. La relación afectiva no marcha mejor: el hecho de reunir a dos actores “bonitos” o forzadamente singulares, que se sonríen y se procuran, no hace surgir en automático el romance ni contagia emoción (como en Besos de azúcar de Carlos Cuarón, por cierto). No hay, así, manera de creerse lo propuesto y menos de involucrarse. Al final este pez huele a pescado descompuesto: mal, muy mal.
Ciudadano Buelna (2012), la más reciente entrega de Felipe Cazals, se exhibió fuera de concurso y ofrece buenas cuentas. El protagonista, Rafael Buelna, es un sinaloense que se suma a la Revolución mexicana desde sus inicios. No está de acuerdo con la estrategia maderista y se niega a fortalecer las causas de los diversos caudillos. En la ruta tiene la oportunidad de fusilar a Álvaro Obregón y respeta la vida de Lázaro Cárdenas; al único que realmente respeta es a Emiliano Zapata. Fiel a su costumbre, Cazals ilumina pasajes poco conocidos de la historia patria, y encuentra en Buelna un revolucionario a carta cabal, incorruptible e infatigable. El veterano cineasta no se salva de imprimir solemnidad a lo que registra (los diálogos suenan a aforismos; la actuación de Sebastián Zurita, quien da vida al personaje principal, es de una rigidez poco provechosa), no obstante, consigue dar fluidez al relato mediante un trabajo de cámara notable. Al final Buelna y su discurso son de una vigencia constatable y valiosa: sus apreciaciones sobre el manejo del poder y el rol de los ciudadanos -que no civiles, como bien aclara- son aplicables al presente (queda claro que, un siglo después, en México no ha habido cambios sustanciales).
La película española Invasor (2012) es un thriller con todas las de la ley del español Daniel Calparsoro. Éste se inspira en una novela de Fernando Marías y regresa al 2004 y a Irak. Por allá un médico militar protagoniza un encontronazo con civiles que le dejará pesadillas morales. La cinta es una crítica sin ambages a la guerra contra el terrorismo en general y la participación de España en particular, y alcanza para emprender una reflexión sobre la responsabilidad de los involucrados que con el pretexto de proteger sus familias acaban con familias enteras en Irak.
Como otras películas en competencia, Las mariposas de Sadourní (2012) apuesta por una estética añeja. En este caso, el argentino Dario Nardi retoma las características del expresionismo alemán: filma en blanco y negro, con luces contrastadas y escenografías que contribuyen al dramatismo. Ahí ubica a Sadourní, un enano que luego de purgar la mayor parte de la condena que lo tiene en prisión, comienza a salir diariamente. Pero necesita encontrar un trabajo, y afuera no hay lugar para él. Nardi saca buen provecho del montaje: crea paralelismos entre situaciones y personajes por medio de la alternancia e inserta flashbacks que incrementan el drama del protagonista. La forma aporta dosis de extrañeza a un discurso que sigue caminos naturalistas (el hombre, como otras especies, es depredador y recurre a salvajes estrategias de sobrevivencia) y explora la discriminación.
La pasión de Michelangelo (2012) es el segundo largo de ficción del chileno Esteban Larrain, quien ubica su relato en 1983, cuando las protestas callejeras contra el gobierno pinochetista cobraban fuerza. Entonces aparece en un paraje rural un joven que afirma que la Virgen le habla. Su popularidad va progresivamente en aumento, y pronto tiene un enorme auditorio. Comienza entonces a hacer sospechosos viajes a Santiago y a dar mensajes no menos sospechosos a favor del régimen. Mientras tanto un sacerdote realiza una investigación. Larrain exhibe las triquiñuelas del gobierno militar para distraer la atención y utilizar a su favor el fervor religioso. Pero también muestra cómo todos buscan sacar algún provecho de ello: la mezquindad es un fenómeno social que lleva al sacerdote investigador a confesar que ya no le es posible encontrar a Dios entre los hombres.
El limpiador (2012) es la ópera prima de Adrián Saba, quien nació en España y creció en Perú. El argumento recoge una epidemia que deja en Lima una gran cantidad de cadáveres, particularmente varones adultos. Como Eusebio, un hombre maduro que trabaja limpiando los espacios donde fallecen los infectados, y un día encuentra a un niño que recién ha quedado huérfano. Mientras ubica a sus familiares se hace cargo de él. Y su vida hasta parece adquirir un propósito. Saba propone una cinta contemplativa que alberga una metáfora sobre la grisura en masculino: el abúlico Eusebio es un hombre sin vida que al hacerse cargo de otra vida descubre algo cercano al bien-estar (hablar de felicidad sería el tipo de exceso que sólo Hollywood se permite sin remordimientos).
En los años cuarenta el gobierno brasileño apoyó una expedición para explorar el centro del país. A ella se suman los hermanos Villas Boas (Claudio, Orlando y Leonardo), quienes descubren que los territorios visitados están habitados por indios. Al principio éstos son hostiles, mas luego los hermanos hacen amistad con ellos, lo que permite continuar con la misión. Pero los planes del gobierno son otros, por lo que ellos deben asumir el papel de defensores de los pobladores y proponen un parque nacional para protegerlos. De todo esto da cuenta Xingu (2012), tercer largometraje de ficción del paulista Cao Hamburger. Éste se inspira libremente en hechos reales y entrega una afortunada cinta de aventuras antropológicas… y morales. Los Villas Boas pronto caen en la cuenta del mal que su presencia ocasiona, comenzando con las enfermedades que transmiten y terminando con la amenaza a los territorios indios. La defensa supone, así, ir contra la ola del progreso y la voracidad de los blancos. Hamburger ilustra cómo la civilización occidental es una especie de virus que no sólo atenta contra las civilizaciones indígenas, sino contra todos los hombres.