The Deuce: capitalismo porno

Un análisis sobre The Deuce, la nueva serie de David Simon que critica el capitalismo salvaje a partir de la consolidación de la industria pornográfica en los setenta.
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Abramos barra con una reflexión sobre géneros cinematográficos: ¿en qué pensamos cuando escuchamos la palabra western? En un lugar y época específicos: el oeste estadounidense de la segunda mitad del siglo XIX. Pensamos, también, en una obra ambientada en territorios inexplorados e indómitos; en fronteras pobladas por peregrinos deseosos de construir una sociedad capaz de prosperar en una nación. El ansia fundacional no estará carente de desafíos: embates de criminales que explotarán la vulnerabilidad de los exploradores; la resistencia de los nativos cuyo exterminio será justificado por el hombre blanco como una legítima defensa ante salvajes desalmados; condiciones geográficas imposibles de remontar, etcétera. El western es un género que, grosso modo, describe la fundación de Estados Unidos por figuras de aliento épico inspiradas en diferentes grados por la idea del destino manifiesto (América para los americanos) y un sueño utópico de libertad. La maleabilidad alegórica del western le ha permitido desarrollar variaciones con relativa sencillez, al punto en que ha funcionado como templete para reflexiones que cuestionan profundamente la sociedad que los héroes originales aspiraban a construir. El western crepuscular, en particular, describe cómo el pistolero pasa de ser (anti)héroe a una figura enfrentada con el progreso que comienza a esbozarse en el siglo que termina. Cintas como El hombre que le disparó a Liberty Valance, La pandilla salvaje, Erase una vez en el Oeste, entre otras, nos muestran a guerreros mitológicos a punto de ser borrados por la modernidad (no en vano la desmitificación de estas leyendas casi siempre está emparejada con la llegada de la locomotora, invención que emblematiza a los nuevos dioses: el comercio y la tecnología).

Más allá de los elementos externos que nos permiten identificar el western crepuscular como una película de época, la lógica tonal del género ha logrado mutar a lo largo de los años en narrativas de diversa índole: de la ciencia ficción distópica (Mad Max) al thriller policiaco (Harry el sucio), hasta cintas de superhéroes (Logan), el código de este subgénero ha sido atractivo para realizadores que buscan explorar el punto intermedio entre el fin de una época y la llegada de un nuevo orden. The Deuce, serie transmitida por HBO en 2017 (y disponible en su plataforma de streaming), se inscribe en esta tradición hibridizadora.

Ubicado entre 1971 y 1972, el programa describe la consolidación de la industria pornográfica en un Manhattan revolucionado por la especulación inmobiliaria, la adicción a las drogas y la institucionalización criminal. La frontera de este mundo es Times Square, específicamente The Deuce, mote con el que se conoce a la calle 42, zona que en los setenta abarcaba bloques donde cines de “arte” convivían con salas pornográficas, bares, sex shops, zonas de prostitución tácitamente tolerada y toda clase de criaturas nocturnas. Creada por David Simon y George Pelecanos, The Deuce es la entrega más reciente de un proyecto iniciado por The Corner (2000) y seguido por The Wire (2002-2008), Treme (2010-2013) y Show Me a Hero (2015): un registro acabado y preciso de la explotación que se vive en las calles estadounidenses, así como de la consecuente decadencia del proyecto urbano construido en los últimos 40 años.

The Deuce es un envolvente destilado de  las obsesiones temáticas y estilísticas de Simon. De manera similar a The Wire –donde la guerra contra las drogas en Baltimore era contada desde sus trincheras clave: las esquinas, los puertos, las escuelas, las oficinas gubernamentales y los medios de comunicación–, la serie desdobla una estructura coral compuesta por proxenetas, prostitutas, mafiosos, policías, estafadores, periodistas, animales de la fiesta y estudiantes universitarios. El punto de encuentro donde confluyen todos estos personajes es el Hi-Hat, un bar financiado por la mafia y administrado por Vincent Martino, cantinero de relativa honestidad que maneja el negocio junto a Frankie, su hermano gemelo, y Abby (Margarita Levieva), una veinteañera de origen burgués atraída por la libertad desmadrosa de Times Square. Abby es el superego de Vincent, una compañera que le obliga a cobrar conciencia del abuso al que son sujetas las prostitutas por parte del clan de proxenetas que frecuenta su bar. Frankie, por otro lado, es su Id: un estafador irresponsable que se incorpora paulatinamente a las actividades que la mafia le ofrece a Vincent, incluida la instalación de nuevas máquinas de visionado de pornografía en las sex shops y la supervisión de prostíbulos disfrazados de locales de masaje, los cuales atiende junto a su cuñado.

Si bien algunos nombres y detalles fueron alterados, los gemelos (interpretados con habilidad por James Franco) y el Hi-Hat están basados en personas y situaciones reales. En una entrevista concedida a Collider, Simon y Pelecanos revelan que el atractivo inicial para filmar de The Deuce fue la dinámica democrática con la que los hermanos buscaban atraer clientes de todo tipo al bar, el cual terminó convirtiéndose en un microcosmos de las zonas duras de Manhattan. No obstante, el tema principal no es la vida salvaje de los gemelos Martino. Como apunta el mismo Simon,Vincent y Frankie son un mero punto de entrada para abordar un cambio de época en Estados Unidos, el nacimiento de la industria pornográfica:

No estábamos interesados en hacer algo necesariamente provocativo. Claro que los personajes son geniales, pero nuestra intención es desarrollar una crítica al capitalismo salvaje al describir lo que sucede cuando liberas un producto que solías vender debajo de la mesa y esconder en una bolsa de papel marrón. El viejo Times Square ya no está ahí, pero la industria multimillonaria de pornografía que ha transformado a la sociedad estadounidense sigue con nosotros. ¿Quiénes fueron los pioneros? ¿Quiénes fueron los perdedores, quiénes los ganadores? Esa es la historia que queremos contar.

El blues del pimp

El mercado sexual que prevalece a principios de los setenta en The Deuce se erige sobre un delicado equilibrio de explotación: los proxenetas (pimps) literalmente reclutan a las mujeres en el momento en que descienden del autobús que las lleva a Nueva York en busca del sueño americano; las prostitutas soportan el maltrato del padrote para comprar protección contra clientes sicóticos y los peligros de la calle; los clientes acceden a colocarse en riesgo de ser robados o estafados a cambio de aplacar su calentura, y los policías toleran el circuito de sexoservicio mientras este se mantenga limitado a zonas restringidas.

Los pimps son los príncipes oscuros de este orden social: narcisistas y fanfarrones, ataviados de joyas y ropa estrambótica, ejercen una dinámica de zanahoria y garrote orientada a crear una dependencia sicológica que les permita abusar de sus reclutas. Al final, con la excepción de Gentle Richie (un pimp “dulce y blanco” que funciona como comic relief en la serie), todos recurren a la violencia. Si bien pueden resultar divertidos y hasta carismáticos –sus pláticas, por momentos, están más cerca de la fatuidad de un salón de belleza que de los intercambios callejeros–, el programa se abstiene de mostrar condescendencia alguna: no estamos frente al padrote cool  y buena onda de una cinta de explotación, sino ante depredadores capaces de cualquier cosa por ganar un dólar extra. Como los sicarios de The Wire, los pimps en The Deuce viven convencidos de sus propias mentiras, tal y como lo demuestra C.C. (Gary Carr) cuando declara su supuesta angustia existencial en el segundo episodio, Show and Prove:

No existe un hombre más solo sobre la faz de la tierra que un chulo. Lo único que deseas es formar una familia con tus chicas, pero después de un tiempo la mayoría de ellas quieren verte caer. Por eso es que terminas usando juegos mentales para controlarlas, pero nadie engaña a nadie. Es parte de su naturaleza. ¿Los otros chulos? Fingen ser tus amigos, pero sólo desean arrebatarte a tus chicas. ¿Los cerdos [la policía]? Sólo quieren robarte. Estoy cansado de esta mentalidad de perro come perro. Lo que me gustaría es encontrar una buena chica y dejarlo todo. Tener un hogar, una familia. No puedo hacer eso sin ahorros, pero te juro que la chica que escoja será mi amazona, por siempre.

La “confesión”, obvio, es una estrategia sicológica para motivar en su primer día de trabajo a Lori (Emily Meade), la nueva recluta.

No todas las prostitutas aceptan la “protección” de un proxeneta. Eileen “Candy” Merrell (Maggie Gyllenhaal) trabaja sola en las calles. El costo: madrizas constantes por parte de clientes y criminales. La secuencia en la que Rodney (Method Man) intenta reclutarla mientras se burla de sus golpes es lo más conmovedor que Gyllenhaal ha realizado en su carrera. La clase de secuencia que en un mundo perfecto debería traducirse en premios para todos los involucrados. El deseo de Candy por evadir el peligro urbano la lleva a buscar trabajo como actriz en las cintas pornográficas de la época, las cuales distaban de ser las producciones elaboradas que veríamos en años subsecuentes. Candy queda enamorada casi al instante de las posibilidades creativas que ofrece el medio. Su paso de actriz a directora de altos vuelos luce inevitable. No sólo posee el instinto técnico para imprimirle un sentido genuino de lascivia a la acción, sino que sabe lo que el público quiere ver. Basta revisar su hipótesis en torno a las razones por las que el porno interracial, lésbico y extremo genera más audiencia que el convencional:

A los hombres les enseñan que a las mujeres no les interesa el sexo, que somos quisquillosas y selectivas. Entonces, cuando ven a una pequeña chica blanca haciéndolo con un negro fornido, se dan cuenta que las mujeres están tan obsesionadas con el sexo como ellos. Que, como siempre lo han soñado, nosotras no tenemos inhibiciones. Hasta somos capaces de hacerlo con el perro cuando no nos ven. Esa es la fantasía, ¿cierto? Eso es lo que vendemos.

The Deuce muestra con inteligencia y sin afanes didácticos cómo en ese momento específico la pornografía se torna en un camino alterno para algunas mujeres hartas de la explotación en las calles, o que simplemente quieren experimentar una nueva forma de emancipación sexual (como el ama de casa que llega al estudio en “My Name is Ruby”). Esta narrativa, sabemos, dará un vuelco en los años por venir, cuando la industria explote y entre a una etapa de decadencia como la relatada en Boogie Nights, de Paul Thomas Anderson. Mientras eso sucede –y lamentablemente, sucederá– la fascinación por convertirse en una estrella captura también la imaginación de Lori, quien queda electrificada al mirarse en pantalla por primera vez en una sex shop. El momento es surrealista y mágico: el nacimiento del una estrella porno.

Los pimps en The Deuce son como bandoleros en westerns crepusculares (+): monstruos plenamente conscientes de que su hora ha llegado. En el western, la parca era la civilización representada en el tren que llegaba al pueblo; en The Deuce, los asesinos son la gentrificación y la industria sexual. En la segunda mitad de la primera temporada comenzamos a ver cómo, en la mejor tradición de Simon, todas las veredas narrativas se entrecruzan. Todo está conectado. El armado del rompecabezas es emocionante: los policías barren las calles de prostitutas para empujarlas a los nacientes negocios de masajes que ofrecen lo mismo pero en condiciones menos visibles, lo que  crea un nuevo circuito donde la mafia y las autoridades establecen condiciones para cortar al chulo que funge como intermediario. Los locales de masaje, por cierto, no son tan disímiles de los prostíbulos que aparecen en westerns como Los imperdonables: centros de explotación que venden sexo y alcohol. Al paso de los años, esta dinámica se traducirá en una especulación inmobiliaria que llevará al nacimiento del Manhattan de lujo que conocemos en la actualidad. Los chulos intuyen el crepúsculo. A ninguno de los pimps les sorprende, por ejemplo, la cruenta muerte de Reggie Love en la cafetería. El mundo está harto de sus abusos y ellos lo saben. Tiempo de morir.

Los nuevos dioses son más indolentes que los anteriores. La primera temporada termina con un ascenso y una caída. El estreno de Deep Throat, la primera película pornográfica de alto presupuesto estelarizada por Linda Lovelace, augura tiempos felices para aquellos que detectan el nacimiento de una industria multimillonaria. No todos están invitados a la fiesta. Mientras vemos cómo prosperan los negocios de masajes y el bar de Vincent se convierte en una referencia cultural, en el viejo Times Square una mujer apodada “Thunder Thighs” es desechada como basura sin que a nadie le interese preguntar quién era en realidad.

Su nombre, recordamos, era Ruby: la víctima más entrañable del cambio de época descrito en la primera temporada de The Deuce.

P.S. Al igual que Treme, donde el jazz era parte fundamental de la existencia de los personajes, la música juega un papel sustancial en The Deuce. De la alucinante y alucinógena “(Don´t Worry) There is a Hell Below, We´re all Going to Go” (Curtis Mayfield) a “96 Tears” (Garland Jeffries), el soundtrack no tiene desperdicio. La música de The Deuce puede escucharse libremente en Spotify:

 

+The Deuce no es la primera narrativa audiovisual en usar el código del western para describir el Times Square de los setenta. Botón de muestra: La influencia de The Searchers en Taxi Driver, de Martin Scorsese.

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Mauricio González Lara (Ciudad de México, 1974). Escribe de negocios en el diario 24 Horas. Autor de Responsabilidad Social Empresarial (Norma, 2008). Su Twitter: @mauroforever.


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