Un alien en los suburbios

 Desde E.T. hasta El gigante de hierro, los alienígenas han formado parte del cine que se lleva a cabo en los pueblos norteamericanos. 
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No hay mejor escenario para recibir visitantes inesperados que el pueblito gringo enclavado en cualquier sitio de Estados Unidos: los mejores y más frecuentes, quizá, sean los extraterrestres. Son varios los que han aterrizado en la superficie gringa: desde los reales (¿o no?) de Roswell, en el lejano 1947 – y, claro, el punto de arranque para todas las visitas alienígenas a los vecinos del norte – hasta el más reciente visitante de Super 8. El contraste con el alien que llega a la metrópoli es evidente: aquel suele ser bastante más destructivo; el que visita la provincia gringa es, generalmente, sorprendentemente cándido.

Determinar cuál es el alien más entrañable en el small town gringo sería imposible: allí está e.t. como el máximo representante del género. Con todo, no se puede omitir al memorable gigante de hierro del filme de Brad Bird. Son varias las constantes pertenecientes al género las que suscribe la cinta: desde el comienzo se establece la orfandad de padre de Hogarth Hughes – el nombre es acaso un homenaje al millonario: de eso deja constancia la afición por las aeronaves del pequeño; quizá es sólo una referencia al apellido del autor del cuento original, Ted Hughes –, clásico rasgo del cine de visitantes. El niño, como cualquier otro niño en 1957, asumo, vive seducido por las fantasías del cómic, en aquel entonces incipiente arte, y del cine de serie b, detonante eterno de aventuras y debrayes infantiles; es durante una emisión de una de estas cintas – la cinta que mira Hogarth no es real, pero sí apela a The Brain from Planet Aorus – que el chico se percata de la llegada del gigante. El filme está ambientado apenas dos años antes del Hill Valley – otro pueblito gringo memorable – al que llega Marty McFly en la primer entrega de Back to the Future;el papá de Marty, algunos años mayor, es también un entusiasta del pulp y la serie b:

 

 

(Sobre Back to the Future y el pueblito gringo: ninguna saga mejor que ésta – con la salvedad, acaso, del Springfield de Los Simpson – para rastrear la cronología y evolución posible del small town: el argumento de las tres cintas recorre 1895, 1955, 1985, un 1985 alternativo, casi bladerunneresco y 2015).

Comienza aquí la historia de adaptación y ocultamiento que todos conocemos: el chico conoce al alien, se horroriza al mismo tiempo que fascina, pretende cuidarlo, educarlo, instruirlo y esconderlo; esta labor, por supuesto, será entorpecida por todo aquel que se entere de la presencia del extraño. Al final, la historia de esconder un extraterrestre – sea un enano de ojos gigantescos o un gigante de hierro – no parece tan distinta de la del chico que lleva un perro a casa a escondidas. El filme cuenta como una de sus máximas virtudes la de ser un compendio casi totalitario de la subcultura gringa de finales de los cincuenta. Para el que guste iniciarse, acá están casi todas las claves: cómics, restaurantes de comida rápida, películas de bajo presupuesto, beatniks, chaquetas negras de mangas rojas y, claro, paranoia gringa.

El gigante de hierro funciona también como revisión del impacto de la Guerra Fría en los ciudadanos; la invasión de un extraterrestre – usualmente de Marte, el planeta rojo; rojo como rojos son los comunistas – es magnificada por el terror de verse dominados. Mucho se ha hablado sobre el tema: quizá el apunte más conocido y repetido hasta el cansancio sea aquel que reza que Invasion of Body Snatchers es una metáfora de los peligros del comunismo.

El gigante ha venido a la tierra, al rincón más apartado posible – ‘big things happen in big places!’, le grita el estúpido Kent Mansley, agente paranoico, a uno de los comisarios del pueblito –, como muchos tantos héroes más, a enseñar un par de lecciones; justo como su héroe, Superman – otro apunte necesario en la cronología del pueblito gringo: la llegada del kryptoniano a Smallville, Kansas – toma decisiones a favor de pequeñas piezas de carne, hueso y sangre cuya existencia le tomaría minutos arrasar. No es otro que Hogarth el que le muestra las bondades del superhéroe; los minutos finales, que se cuentan entre lo más genuinamente conmovedor del cine de los últimos veinte años, dejan bien en claro que el gigante asimiló la lección correctamente:

Resulta entrañable y familiar el dilema del gigante: solo, exasperantemente solo, apenas refugiado por un beatnik y un niño en un deshuesadero lleno de autos viejos, el robot desmemoriado comienza a comprender a golpes de realidad la manera en que funciona el mundo: la vida, la muerte, las armas. Especialmente difícil resulta la soledad del gigante, nunca más evidente que en la negrura de la noche tapizada de estrellas. Solo, después de recibir la noción de muerte y alma de manos de un niño de unos diez años, el robot mira al cielo de donde vino, sin poder recordarlo. Su soledad y confusión, aliviadas gracias a la amistad, no nos son ajenas; esta pieza de metal de treinta metros de altura, refugiada en el más diminuto sitio de la nación más poderosa del mundo, es tan humana como cualquiera de nosotros.

(Quien guste leer el cuento de Ted Hughes en el que está basada la cinta, The Iron Man, podrá encontrarlo aquí. Como dato de trivia: Pete Townshend, de The Who, grabó una ópera rock basada en ese mismo cuento. Encontrarán que alguien decidió que era buena idea compartirlo aquí.)

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Luis Reséndiz (Coatzacoalcos, 1988) es crítico de cine y ensayista.


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