Un retorno a Star Wars

A estas alturas, ¿qué puede extraerse de Star Wars, una saga vista y comentada hasta el infinito? En vísperas del estreno de Episodio VII, este ensayo intenta responder esa pregunta.
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Uno se pregunta si es posible decir algo nuevo o diferente sobre la hexalogía de películas, nomás para llegar a la conclusión de que tal vez no: tal vez se leyó Star Wars ya en tantas formas y desde tantos puntos que no hay manera de abrir una veta en sus interpretaciones o análisis y extraer una perla, por pequeña que sea. Tal vez sea porque ya no la hay: quizá ya agotamos Star Wars; en una de esas nos toca (¿al fin?) sobreponernos a su existencia y dar vuelta a la proverbial página que le corresponde.

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Una vuelta al Mixup o al Blockbuster (ahora convenientemente rebautizado como The B Store) demuestran que allí están las dos trilogías de Star Wars, la original y las precuelas, bien exhibidas y mejor vendidas: mi generación muestra amnésico entusiasmo ante la posibilidad de nuevas entregas. Parece que ya se nos olvidó la enorme expectación que generaron las precuelas (me cuento entre los incautos que compraron los horrépitos comics, las "adaptaciones oficiales", pero qué quieren: tenía yo apenas once años) y el aún más grande chasco que sentimos cuando vimos, al fin, las películas en pantalla. Da la impresión de que pocos recuerdan Episodio I, una de las películas más decepcionantes jamás hechas. Peor aún: reddit engendró una teoría que reivindica a Jar Jar Binks, quizá el personaje más odiado de la saga, y lo encumbra retroactivamente como un Lord Sith que podría o no ser el villano secreto de Star Wars: Episode VII – The Force Awakens. Es decir, la expectación que despierta una nueva entrega de Star Wars hace incluso que algunos volteen a ver, benévolos, a una película que estaba prácticamente asumida como infame: el auténtico despertar de La Fuerza. Los cursis dirían que es La Fuerza la que me orilla a comprar el boxset de las seis películas, pero estoy más que consciente de que no es así: si acaso, es la fuerza del mercado.

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Echo un ojo a Amazon y encuentro decenas de libros relacionados con «Star Wars y la filosofía». También leo la nota que regresa una y otra vez a los titulares: «Fans de Star Wars piden que la religión jedi sea reconocida oficialmente». (No se espanten: si existe la Iglesia Maradoniana, no veo por qué habría de prohibirse el jediismo.) En change.org, el democrático pozo de los deseos del internet, unos estudiantes turcos pidieron a principios de este año, medio en serio medio en broma, que se construyeran templos Jedi en su universidad. Me parece intrigante: no recuerdo que la saga estuviera tan atiborrada de espiritualidad, así que me aviento en maratón exprés la trilogía original.

No puedo decir que me sorprenda mucho, pero esos parentescos tan cacareados, esos puentes que se tienden entre el budismo zen y la filosofía jedi son más bien artificiales: Star Wars, la original (después rebautizada como Star Wars Episode IV: A New Hope) es una película de acción pura y dura. Hay poquísima espiritualidad; los atisbos del pensamiento jedi son prácticamente nulos, y Obi-Wan le deja a Luke un par de enseñanzas poniéndolo a jugar una especie de gallinita ciega con espada láser.

En cambio, las secuencias de acción son incontables: una tras otra, la película se va desarrollando a golpe de setpieces, algunas bastante elaboradas, como la del compresor de basura, o todo el asalto final a la Estrella de la Muerte, clases aún vigentes de cómo emocionar al espectador. La focalización en dos personajes tan improbables como simpáticos, R2D2 y C-3PO —que como robots son bastante deficientes: se asustan, gritan, son cobardes o temerarios, vaya, no son máquinas sino seres humanos— es la válvula de escape que nos permite respirar tantito mientras Luke, Leia, Han y Chewbacca, destacados protagonistas de un reparto blanco como la nieve[1], se las ingenian para desmantelar un arma que puede destruir un planeta entero con solo apretar un botón. Mucho rayo láser, muchas espadas y androides y personas haciéndose pasar por robots, pero de budismo zen hay más bien poco. ¿Será que mi memoria falla, y en el resto de la trilogía sí están las enseñanzas espirituales que han guiado a más de una generación?

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The Empire Strikes Back es, de lejos, mi película favorita de toda la saga. La disfruto mucho, entre otras razones porque es más agradable al ojo que A New Hope, donde más de un prop luce como sacado de la alacena de la familia Lucas, pintado con aerosol negro y mandado directo al set para incorporarse a los decorados. The Empire Strikes Back cuenta con dos virtudes que aprecio: la presencia de Lando Calrissian[2] y el desenlace con los buenos metidos en graves problemas.

Técnicamente, bueno, The Empire Strikes Back roza la perfección. La secuencia inicial en Hoth es impresionante, y deja sentir su influencia en otros paisajes nevados del blockbuster contemporáneo, como el arranque de Avengers: Age of Ultron o la secuencia final de Inception. La acción arranca de inmediato, lo que le permite carecer de tiempo muerto, y el remanso no llega sino hasta que Luke se estrella en Dagobah y conoce a Yoda, el último maestro jedi. Aquí es donde se concentran las enseñanzas de la filosofía jedi: Yoda le dice a Luke «Tienes que desaprender todo lo aprendido», línea de diálogo que tiene la profundidad de un tuit de Alejandro Jodorowsky, y el mismo Luke interrumpe su entrenamiento —después de pasar el octavo estadio del viaje del héroe que describe Joseph Campbell en El héroe de las mil caras, "la prueba traumática"— para reintegrarse a la vanguardia del ataque de las fuerzas rebeldes. La estrategia no le resulta: su presencia (más bien: La Fuerza en él) es percibida por Darth Vader, y Luke no es aún tan poderoso como para hacerle frente. Con Han Solo congelado en carbonita y sin una mano, Luke apenas logra escapar del encuentro con Vader para retirarse con las fuerzas rebeldes, reagruparse y preparar el asalto final. El penúltimo encuadre de The Empire Strikes Back es la casi literal calma antes de la tormenta, con todo y esa horrorosa nave digital que Lucas se empeñó en meter allí en las versiones corregidas y aumentadas:

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La horrorosa nave digital que Lucas se empeñó en insertar me permite hablar de las reediciones, del eterno corregir que George Lucas ejecuta en las que considera sus obras. Foster Wallace escribió alguna vez que hay ciertos problemas en los que la única opción válida es estar a favor y en contra. Los cambios a las películas de Star Wars me parecen ese tipo de problema. Estoy a favor porque entiendo que la pulsión correctora es común a todos los autores de cualquier disciplina. «Publicamos para no pasarnos la vida corrigiendo borradores», dijo Borges que le dijo Alfonso Reyes, y sin embargo, ni Borges ni Reyes se libraron de la manía por corregir sus obras en cuanto tuvieron oportunidad. Lucas no es diferente, y yo no podría contradecir ese deseo: la sola idea de intervenir la propia obra, de "mejorarla", me parece seductora.

Sin embargo, debo también estar en contra. A uno le gustan las cosas bien hechas y, hay que aceptarlo, la mayoría de los cambios en las películas de Star Wars no entran en esa categoría[3]. Salvo la aparición de Jabba the Hutt en A New Hope, que suaviza su exagerada revelación en Return of the Jedi como un monstruo grotesco (aunque bien podría decirse lo contrario: disminuye lo amenazador de su aparición), el resto de los cambios oscilan entre la intrascendencia y lo inútil. Excepción hecha, claro, de la inserción de Anakin Skywalker/Hayden Christensen al final de la trilogía. Entiendo por qué se hizo —es quizá la mejor manera de unir definitivamente la trilogía de precuelas y originales—, pero ver de pie a Anakin —además: joven e imperturbable, como si nunca se hubiera puesto el casco negro y hubiera sufrido modificaciones que lo convirtieron en «más máquina que hombre»— junto a las versiones ancianas y venerables de Yoda y Ben Kenobi me parece una afrenta a la cronología misma de la saga. Es otro de esos casos típicos: me encanta la idea, detesto la ejecución[4].

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La tercera parte de la trilogía original, Return of the Jedi, es, a mi juicio, la menos interesante. Con todo, tiene lo suyito, cómo no: allí está el enfrentamiento con Sarlacc, el monstruo del desierto de Tatooine, en el que Luke (como recién salido del sendero de Buda) camina sobre una tablita que recuerda a las de los piratas de los cuentos y subraya el hecho de que en Star Wars las naves son cuasi alegorías de navíos, y allí está el asesinato de Jabba the Hutt a manos de la princesa Leia[5], pero la verdad, disfruto poco más que eso. No odio a los ewoks (aunque sé que muchos fans de la saga los detestan por "infantiles": no sé cómo ese argumento puede sostenerse en un universo donde la sabiduría proviene de un muppet que se la pasa hablando en hipérbaton), pero salvo la breve persecución en la luna de Endor, que nos recuerda que mucho de lo mejor de Star Wars ocurre a toda velocidad, la cosa me resulta bastante anodina. Hacia el final, y de forma más que previsible, Luke derrota a Vader y al Emperador Palpatine; los ewoks bailan y todos celebran la caída del imperio fascista. Es un final que invalida las quejas de los fans enardecidos que reprobaron la integración de Star Wars a la familia Disney: allí estaban, enraizados en el original, los genes de la edulcoración y el optimismo chabacano[6]. La espiritualidad y la disciplina religiosa son lo menos relevante de las películas.

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George Lucas volvió a la silla de director de la saga que le redituó fama y fortuna en un arranque de entusiasmo. El resultado fue una trilogía de precuelas: la primera de ellas, The Phantom Menace, a la que uno le da "play" con cierto temor, como quien sabe que está a punto de presenciar una desgracia inevitable.

Hay, sin embargo, que aclarar algo antes de entrar en materia: la mitología de Star Wars no es una sólida construcción sino, más bien, una colección de parches que surgían a medida que la saga extendía su número de entregas. Solo así se explica la forma en la que Lucas abordó el tratamiento y las explicaciones detrás de algunos de los elementos centrales de Star Wars: con el tacto de un elefante en cristalería. Lucas destruyó la idea de La Fuerza prácticamente a mazazos, concibiéndola retroactivamente no como una vibra espiritual, sino como una especie de don divino que podía medirse a través de métodos tan convencionales y vulgares como un análisis de sangre. Es una ridiculez impresionante: como si de pronto científicos del mundo anunciaran que el karma o el alma pueden medirse con un microscopio.

Y el máximo repositorio de Fuerza en el universo de Star Wars no es otro que Anakin Skywalker, que en The Phantom Menace es interpretado por un chamaco imberbe, Jake Lloyd, que de actor tenía más bien poco (vaya: su último trabajo es de 2005). Su Anakin es enojón, grita «¡Yipi!» de emoción y —gracias al guion de Lucas, cargado de obviedad— se la pasa haciendo referencias al futuro de su personaje, Darth Vader: «Alguna vez volaré muy lejos de aquí», dice el niño mientras el espectador pone los ojos en blanco ante la bobería.

Con todo, The Phantom Menace no es un bodrio total: sí, dinamita algunas nociones elementales de Star Wars y, sí, también elimina buena parte del misterio que rodeaba a personajes como Obi-Wan, Yoda y Darth Vader, pero fuera de eso no me parece una película considerablemente peor que Return of the Jedi. Su tono, eso sí, es abiertamente infantil, con Jar Jar Binks (que es más o menos lo que sucedería si Tribilín hubiera procreado un engendro con una iguana) ejecutando su comedia física por todos lados, pero de nuevo: no es como si el tono de Star Wars fuera de una gravedad wagneriana[7] para estallar en protestas por la creación de un comic relief más o menos antipático —y creo que son más ridículos los infinitos cambios de vestuario de la reina Amidala que el inglés mal pronunciado de Jar Jar. Por lo demás, The Phantom Menace me parece una película mediocre pero entretenida, con al menos un par de secuencias de envidiable desempeño técnico: la carrera de pods en Tatooine, y todo el arco final, marcado por la impresionante pelea entre Darth Maul, Obi-Wan y Qui-Gonn. Vaya: un desastre, cierto, pero un desastre que permite cierta gratificación a los sentidos.

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George Lucas continuó su labor con las precuelas con un par de películas bastante más solventes que The Phantom Menace: Attack of the Clones y Revenge of the Sith. Ambas cintas están unidas tan estrechamente que son casi una misma película, y ambas confirman un viejo axioma del cine de acción: una película de héroes es tan buena como su villano. Aquí hay dos villanos memorables: el Conde Dooku (cuyo nombre de sith no deja lugar a la imaginación: Darth Tyrannus), interpretado por el enorme Christopher Lee, un jedi metido a sith que se beneficia de la amenazadora mirada de Lee, y el General Grievous, un cyborg que colecciona los sables láser de los jedi que asesina gracias a sus implantes robóticos. Ambos funcionan como escalones entre los héroes y el villano detrás de la rebelión que desestabiliza la república, Darth Sidious. Entre una y otra película vemos cómo Anakin crece en poderío y rencor al tiempo que entabla una relación (y se casa y concibe un par de hijos) con Padmé Amidala,

El antipático niño Jake Lloyd fue reemplazado por el antipático joven adulto (al menos en estas dos películas) Hayden Christensen, un tipo que parece guiñarle el ojo a la cámara cada que hace algo medianamente rebelde o inadecuado, no vaya a ser que a uno se le escape que más tarde se convertirá en Darth Vader. Lucas ocultó la verdadera identidad del canciller Palpatine (que en realidad es un sith: Darth Sidious, quien más tarde gobernará la galaxia) a fin de proveer de cierta sorpresa (y algún arco dramático, pues) a las audiencias. No obstante, y pese a los aciertos —de nuevo: escenas de persecución, que son la auténtica Fuerza de la franquicia, como aquella al principio de Revenge of the Sith, grandes batallas, como la vistosa secuencia en Geonosis al final de Attack of the Clones y peleas con sables láser: las mejores, a mi gusto, Yoda versus Sidious y Obi-Wan versus Grievous—, tanto Attack como Revenge adolecen de la misma verborrea explicativa que Lucas y su equipo eligieron como el camino a seguir a la hora de narrar los orígenes de sus personajes.  La película acaba con un encuadre que refiere directamente a uno de A New Hope, con la familia Skywalker mirando el atardecer de dos soles de Tatooine: un encuadre de belleza inexpugnable, que profetiza retroactivamente —al menos de manera simbólica— lallegada de la nueva esperanza del episodio IV. Los créditos consignan «Escrita y dirigida por George Lucas»: la última vez que veremos una película de Star Wars con esa rúbrica[8].

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Regresar a Star Wars es divertido, pero también clarificador: no solo porque permite sacudirse las telarañas que rodean a la trama de la saga, confusa y enredada en más de una ocasión, sino porque nos deja ver que, detrás del merchandising enloquecido —vaya, Disney lanzó ya manzanas, zanahorias, uvas y naranjas de Star Wars—, tras el fandom que exige que los jedis sean reconocido como religión y los aficionados que compraron salas enteras a fin de ver The Force Awakens en la soledad de su cine local, es decir, en el centro mismo de la mitología de Star Wars, yace algo mucho más prosaico: media docena de películas de acción que lo mismo buscan recaudar billones que emocionar a su audiencia. Para bien o para mal, lo han logrado: lo que eso diga de nosotros como sociedad o como cultura, bueno, no me corresponde diagnosticarlo.



[1]La política racial de Star Wars es peliaguda, no solo en la película original, sino en la hexalogía entera —y es probable que la cuestión continúe en la nueva entrega. En primer lugar se podría citar la escasa diversidad en esa galaxia tan lejana: en A New Hope, por ejemplo no existe un solo personaje negro; inclusive, los dos protagonistas masculinos, Han y Luke, son castaños o rubios,  all-american heroes en medio de un elenco de por sí blanqueado. Poniéndonos interpretativos, los robots, androides y el resto de las razas no-humanas presentes en las películas funcionan como una jerarquía análoga a la de Estados Unidos, donde la población blanca posee privilegios por encima de otras razas. Una observación que brinca de forma muy evidente es que Chewbacca pasa por un acompañante negro o indio acorde con cierta tradición de la ficción norteamericana: leal, fiel, callado o incomprensible, siempre dispuesto a hacerse a un lado para que su compañero tome la gloria que le corresponde; una especie de equivalente a Tonto/Toro, el acompañante apache de El llanero solitario, o a "Nigger Jim", el compañero esclavo de Huckleberry Finn. Pensemos en la ceremonia: las medallas son para Luke y para Han, pero no para Chewbacca, pese a que su inteligencia y habilidades son igual de importantes para la consecución del triunfo. Tomemos en cuenta, también, el hecho de que a C-3PO no le permiten entrar a la cantina de Mos Eisley: «We don't serve their kind here», dice el cantinero en un desplante que lo mismo sirve como alegoría de la segregación racial que como una afirmación más bien conformista. Una explicación tardía del universo expandido para esta discriminación —leída en The Bounty Hunter Wars, una trilogía de novelas firmada por K.W. Jeter— es que los robots no beben alcohol, así que su presencia en una cantina representaría espacio ocupado por alguien que no dejará ganancias. Primero dinero.

[2]No lo sé de cierto, pero Lando Calrissian —con su carisma y posición privilegiada en el universo de Star Wars— parece un poco una indemnización por la total ausencia de gente de color en la primera entrega (en la trilogía de precuelas, Mace Windu, interpretado por Samuel L. Jackson, estaría allí para cumplir la misma cuota). Lando es marrullero y tramposo, como Han (no en vano son amigos desde hace tiempo, un rasgo que lo inserta de forma retroactiva en el canon de la saga), pero tiene buenos sentimientos y hace todo lo posible para "ayudar a su gente". Traiciona a los héroes, cierto, pero luego los salva —revelando que incluso desde que los traicionó estaba pensando en ayudarlos. En la tercera parte su conversión a héroe será total.

[3]El documental The People vs. George Lucas muestra varias reacciones (desde la indignación fanática hasta el impávido respeto a la voz del autor), y pone sobre la mesa una hipótesis que considero apropiada: la "custodia" de Star Wars es ya compartida; no le pertenece a George Lucas sino a él y a un montón (¡millones de personas!) de gente que se apropió de la cinta, la hizo suya y la incorporó a su vida. Lo más duro de las reediciones de Star Wars es que pretenden destruir el original; LucasFilm incluso lanzó un comunicado diciendo que el negativo de la cinta que se proyectó en cines en 1977 no existía: se perdió durante la restauración. Nunca más se verán esas versiones en lanzamientos oficiales.

[4]Afortunadamente para todos los fans de corazón conservador, ya existen las "despecialized editions", que pretenden restaurar las ediciones restauras de Star Wars al punto exacto en el que estaban antes de ser restauradas (¡es en serio!).

[5]Aprovecho para lanzar una hipótesis: en Return of the Jedi la princesa Leia Organa es apresada por Jabba the Hutt y obligada a vestir un bikini metálico que hizo las delicias onanísticas de los adolescentes que formaron parte de la generación X. Sin embargo, y pese a que ella misma asesina a Jabba con la cadena que la sujetaba, nunca vemos cómo se despoja del bikini metálico —que mucho recuerda a un cinturón de castidad—. Los fans idolatran ese traje, aspecto al menos problemático toda vez que Leia es un personaje femenino fuerte, decidido, un tanto inusual en el género, y no obstante, la imagen de Leia que permanece en la memoria es la del único momento en el que es subyugada y tratada como un objeto sexual por un líder de la mafia. 32 años después, este 2015, circuló la información de forma extraoficial: la venta de figuras de la princesa Leia con traje de esclava había terminado definitivamente. Este mismo año, en Mad Max: Fury Road, pudimos ver el simbólico momento en que una de las esclavas sexuales de Immortan Joe, el villano de la película, cortaba su cinturón de castidad para afirmar «No somos cosas». Ojalá que un metafórico e involuntario círculo comience a cerrarse al fin.

[6]Curiosamente, Lost Stars, la novela young adult que forma parte Journey to Star Wars: The Force Awakens (el nombre que se le dio a los lanzamientos previos al estreno de la película, como la misma novela o el cómic Shattered Empire, escrito por Greg Rucka), escrita por Claudia Gray bajo el auspicio de Disney, se rehúsa a tener un final feliz: cuenta la historia de dos amantes, él en el bando rebelde y ella en las fuerzas del Imperio, que después de sortear obstáculos y lealtades, descubren que en efecto su amor es imposible.

[7]Y, sin embargo, no resulta difícil entender por qué hay —o habemos: reconozco que en mi repaso de las seis películas volví a emocionarme, a soltar un par de gritos de asombro o indignación y a sentir la tensión que generan las películas en las que se juega la existencia de un universo— seguidores que perciben esa gravedad wagneriana en Star Wars. Desde el aspecto formal y técnico —el score compuesto por John Williams es arrebatador, emocionante; escucharlo mientras se lavan los trastes o se barre la sala hace parecer que el destino de la galaxia depende de nuestros esfuerzos—, pasando por lo simbólico —Lucas no es un gran maestro del encuadre, pero sí del uso de los colores: el blanco y el negro se enfrentan contra el azul y el rojo, subrayando las posturas de los personajes, haciéndonos percibir la confrontación ideológica en forma de contraste cromático— y lo narrativo —el enfrentamiento de bien contra mal es maniqueo, lo que le resta en riqueza pero le hace ganar en identificación con el público: es más sencillo elegir una de dos opciones que situarse en toda una gama de posibilidades. En Star Wars resuenan con fuerza los ecos de toda una tradición de héroes huérfanos, salidos de la pobreza y la mediocridad para cambiar el statu quo de sus mundos: el rey Arturo, Frodo Baggins, James Bond, Harry Potter. Luke Skywalker es un huérfano; Anakin es huérfano de padre porque, como Jesús mismo, fue concebido virginalmente. Star Wars se construye con arquetipos, y estos arquetipos nos recuerdan a historias más antiguas en las que el cinismo no existía: narraciones en las que los protagonistas, contagiados de idealismo, entraban en acción, y estas acciones los ennoblecían: los convertían en héroes. (Existe una excepción, claro: Han Solo, que como buen cazarrecompensas se interesa tan solo por el dinero, pero el mismo Han describe un arco que lo lleva del interés al desinterés, del egoísmo a la preocupación por el bien común. Para el final del Episodio IV, Han es un hombre nuevo; un hombre nuevo que, por si fuera poco, presenta fuertes reminiscencias del all-american hero por excelencia, el vaquero de la cultura western.)

[8]Francis Ford Coppola ha lamentado lo que sucedió con Lucas y Star Wars: el joven rebelde, visionario, amante de la técnica y de las películas "de arte" que no contaban nada, aquel que decidió enfrentar al sistema infiltrándose en sus entrañas, dejó de ser un cineasta para convertirse en un empresario. Lucas dejó de hacer películas después de la primera entrega de Star Wars, y como Coppola apunta «se nos privó de lo que podría llegar a hacer». En cierta forma —quién sabe si consciente—, la trilogía de precuelas podría servir como metáfora de la trayectoria de Lucas: un joven anónimo de una ciudad cualquiera de California —cuyo desierto no en vano resuena en el Tatooine de Anakin Skywalker— crece y se convierte en una figura prometedora que puede cambiar el statu quo de su medio. En lugar de ello, el joven se corrompe: cede a los cánticos de las sirenas y termina entregando todo su potencial a un jefe que le promete todo lo que siempre ha deseado. La diferencia está en que uno se imagina que la redención no llegará tan fácilmente a Lucas como al protagonista que creó. 

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Luis Reséndiz (Coatzacoalcos, 1988) es crítico de cine y ensayista.


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