En el verano de 1983, Wim Wenders fue invitado a Tokio para participar en una semana de cine alemán. El viaje le dio la posibilidad de ampliar las experiencias vividas en Nueva York durante el rodaje de Reverse Angle, cortometraje documental que había hecho por encargo el año anterior. Pero albergaba otras intenciones, como él mismo reconoce en Tokyo-Ga (1985): lo movía el afán de reencontrar las huellas de Yasujiro Ozu, uno de los cineastas que más influyó en su formación y estilo. Su objetivo no era el peregrinaje, confiesa, sino “rastrear” el universo que registró el cineasta japonés, constatar “si quedaba algo de su obra” en el Tokio que se abría a sus ojos. Tokyo-Ga, en poco más de hora y media, recoge sus hallazgos.
La confección final de este documental ofreció dificultades inéditas para Wenders por razones que explica al inicio de la cinta (a lo largo de la cual incide una y otra vez su voz en off) y en más de una entrevista. Una de las dificultades fue que luego del rodaje se concentró en otro proyecto, Paris Texas (1984), por lo que volvió sobre el material filmado en Tokio dos años después. Entonces cayó en la cuenta de que “el montaje de una película documental es mucho más complejo que el de una película de ficción. Encontrar la lógica de las imágenes, dar una forma para que eso haga un conjunto coherente, es mucho más duro que con una ficción”. El asunto se complicó porque durante la filmación Wenders se ocupó del registro sonoro, y las imágenes, capturadas por el norteamericano Ed Lachman (con el que había trabajado en el documental que realizó con Nicholas Ray, Lighting Over Water), le resultaron ajenas (“inventadas”, dice) al momento de unirlas. La cinta inicia con una constatación: la memoria se relaja cuando existe la mediación de una cámara. De haber viajado sin ella, “podría recordar mejor”, confiesa el alemán.
Las primeras imágenes de Tokyo Ga dan cuenta, de forma casi contemplativa y a un ritmo apacible, del vértigo de la ciudad: trenes que se cruzan, automóviles que van y vienen, la masa que se congrega, que transita por las calles o se dirige al andén del metro. Enseguida ingresamos a un salón de pachinko, una especie de pinball vertical en el que se observa más de lo que se hace, y que reúne a una muchedumbre que, en medio de un ruido ensordecedor, contempla el flujo incesante de las bolitas. Wenders comenta que el efecto es hipnótico, y que los que lo procuran buscan el olvido. También transita por un cementerio, por más de un parque (en uno de ellos los niños juegan baseball; en otro un grupo de jóvenes, ataviados a la usanza de los jóvenes norteamericanos de los años cincuenta y sesenta, practican bailes de la misma época, en una secuencia que bien podría llamarse “bailando con el enemigo”), por un estadio de golf, donde el chiste no es meter la pelotita en el hoyo, sino el movimiento y el placer de mandar la bola a volar. Más adelante, ya por la noche, Tokio se colorea con una cantidad impresionante de anuncios luminosos, mientras Wenders viaja en un taxi con televisión, lo cual es aprovechado para darnos un repaso de la programación (películas, comedias, juegos de concurso, baseball).. El paisaje presentado es el que se ofrece al turista, y el registro es, también, turístico (muy similar al que años después ofrecería Sofia Coppola en Lost in Translation).
Los pasajes más sustanciosos son cortesía de los viejos colaboradores de Ozu: el actor Ryu Chishu, que apareció en una buena cantidad de películas del cineasta, y Yaharu Atsuta, quien inició su carrera como asistente de cámara y fue el responsable de la luz y la cámara de las películas que Ozu filmó durante sus últimos veinte años. De ambos escuchamos testimonios tan reveladores como conmovedores. El primero no tiene empacho alguno en reconocer que era un instrumento del realizador: lejos de echar mano de sus propias vivencias o de la improvisación, su actuación obedecía ciegamente a las indicaciones recibidas. Atsuta confiesa su fidelidad a Ozu: cuando la mayoría de los cinefotógrafos de su generación hacían carrera en la televisión o con otros cineastas, él siguió con Ozu hasta el final; y si trabajó con alguien más, apenas si lo tiene en cuenta, pues lo mejor de su capacidad había sido entregada a su maestro. Ilustra, además, la forma en que emplazaba la cámara el cineasta: apenas unos centímetros por encima del piso en los planos abiertos; un poco más arriba si filmaba planos cerrados; siempre con un lente de 50mm. Ambos veneran a Ozu, y en sus comentarios se congrega lo más emotivo de la cinta.
Si bien es cierto que el estilo de Wenders tiende a ordenar de forma apacible lo que registra, son inevitables los atisbos del caos, no tanto por el ordenamiento de imágenes y sonidos, sino porque su cámara no “se ajusta” a la ciudad; o ésta a aquélla, podemos inferir. Entonces va cobrando densidad un asunto que el cineasta inauguró desde antes de pensar en ser cineasta (antes de tomar una cámara) y no ha dejado de engrosar: la reflexión sobre la mirada (no en vano uno de los libros que junta sus escritos y entrevistas lleva por título El acto de ver). Acaso la ciudad siempre fue un caos, pero cobra entonces mayor valor y relevancia la mirada, la de Ozu, por supuesto, que, desde su cámara, pudo poner orden. Pero, además, imprime en película imágenes auténticas, verdaderas, que el cine que se hacía en 1983 ya no capturaba. En algún momento del rodaje Wenders coincide en la Torre de Tokio con Werner Herzog –quien también participaba en la semana de cine alemán y se disponía a ir a Australia. Herzog va aún más lejos: mientras señala abajo, a las moles grises de edificios y a la masa que se amontona, afirma que es imposible encontrar imágenes puras y transparentes en la Tierra, por lo que, para obtenerlas, habría que ir a otro planeta. “Tal vez las imágenes que realmente sintonizan con el mundo se hayan perdido para siempre”, concluye Wenders. Lo cierto es que en su visita a Tokio, Wenders no encuentra el Tokio de Ozu. Y no tanto porque este sea una invención del japonés (un paisaje geográfico y humano trabajado por los artificios de la puesta en escena), sino porque Ozu y el Tokio de Ozu son irrepetibles; porque el Tokio de Ozu ya solo existe en sus películas.