Ignorado durante al menos dos décadas por el mismo cine español –hambriento de mitos– que hoy canta sus alabanzas usando más la pereza y los lugares comunes que el conocimiento de su obra, Carlos Saura ha tardado en alcanzar ese estatus en parte por culpa de sí mismo. Un repaso más o menos sosegado y sin pasiones a su interesante filmografía nos descubre a un cineasta que fue, sobre todo, fruto de su época. Un autor con mucha pegada en sus inicios, independiente y radical, siempre inspirado y con un fuerte instinto comercial, que el paso del tiempo y el oficialismo acabó doblegando. Ese oficialismo de los grandes acontecimientos (desde unos Juegos Olímpicos al centenario del nacimiento de alguien) que viene asociado al poder y a los suplementos dominicales.
Su ópera prima, Los golfos, ya apunta a una de las ideas fundamentales de su cine: la violencia. Retrato generacional con un estilo a ratos tosco y a ratos salvaje, que no oculta su deuda con el neorrealismo, protocine quinqui –al que luego Saura regresará por la puerta grande–, su primera película empieza en el realismo y acaba en la miseria y frustración de los desclasados de la generación de la posguerra usando un símbolo tan conmovedor como español: el aspirante a torero.
Llanto por un bandido (escrita, como la anterior, junto a Mario Camus) reincide en esa idea de la figura del rebelde, del desclasado: esta vez en forma de (bien rodado, y con oficio) western de bandoleros que sirve de puente entre la primera película y la siguiente, La caza, su, quizá, insuperada obra maestra.
De nuevo con atmósfera de western de terror, metáfora de una España dividida, y filmado con un pulso apenas visto en el joven cine de la época, tensa, inquietante, poderosa, La caza es una película inusual. Adelanta el que será su cine en la próxima década y media, a medio camino entre el simbolismo y cierto acercamiento débil al thriller. También prefigura su imaginario más visual –un expresionismo lleno, plagado de imágenes con dobles sentidos– y su gusto por construir cierta mitología en torno a la música y al pop (con sus conocidas secuencias de baile a mayor gloria de canciones de la época, en este caso con el “Tu loca juventud” de Federico Cabo) que lo convertirá, a la larga, en un cineasta popular.
Geraldine en bicicleta
Tras esa primera trilogía de iniciación, Saura se adentra en los pantanosos terrenos del cine simbólico, que a ratos puede resultar plomizo, pero donde brilla su enorme talento visual: un cine turbio, autoral, con poso intelectual pero que toca, de refilón y gracias a sus imágenes, los subgéneros. Un cine que no puede entenderse sin tres socios. Su productor, el ubicuo Querejeta, el director de fotografía Luis Cuadrado y, sobre todo, el genial guionista Rafael Azcona.
De su mano, con un perverso sentido del humor que irá desapareciendo poco a poco, Saura explora una y otra vez los fantasmas de la guerra civil con películas plagadas de juegos visuales y argumentales, llenas de una plasticidad deslumbrante. No en vano Saura a veces fue más fotógrafo que cualquier otra cosa.
Regresa al tenso blanco y negro y al simbolismo de La caza con la opresiva road movie Stress-es tres-tres, que transita entre los espacios (y planos) cerrados del interior de un coche a los abiertos e igual de claustrofóbicos del desierto de Almería, para retratar una historia de celos. Y una historia de celos es Peppermint frappé, sin duda otra de sus mejores películas. Una estilizada historia de vampirismo, obsesión y muerte –casi un psycho-thriller– con la mirada imperturbable de López Vázquez (que observa a Geraldine Chaplin montando en bicicleta) y de nuevo con cierto regusto pop (secuencia de baile incluida, con la canción homónima de Los Canarios). La madriguera es una película sobre una posesión fantasmagórica –en este caso la casa brutalista en la que vive la protagonista poseída por los muebles de su pasado– y contiene varias imágenes para el recuerdo. Entre ellas, el cuerpo de Geraldine Chaplin en éxtasis semi orgásmico cubierto de cangrejos.
En el díptico sobre la memoria que conforman El jardín de las delicias (con su guasona secuencia final) y La prima Angélica (y su fantasmagórico plano inicial) alumbra otra de las ideas claves de su filmografía: el tiempo líquido, deformado, espectral. A ratos su cine se vuelve denso e irrespirable, a ratos abandona argumentos en pos de ideas, pero casi siempre aparecen imágenes inolvidables e ideas muy muy perversas. Lo es Ana y los lobos, cuento gótico soleado –esa muñeca enterrada en el fango– con institutriz acosada por familia de tarados que contiene un final crudo, desgarrador y que conoció una inusual secuela, otra de sus grandes películas, Mamá cumple cien años, otro cuento, esta vez de humor negro, a mayor gloria de la maravillosa Rafaela Aparicio.
Cuentos crueles
Ya sin Azcona –y por lo tanto con menos mala leche y menos crueldad– pero aún con Querejeta como productor, culmina ese estilo simbólico y complejo con tres películas. Elisa, vida mía retrata una ambigua historia paternofilial de recuerdos, violencia y fantasmas, a ritmo de Satie, con un Fernando Rey casi mitológico, llena de imágenes hermosas (la lámpara de cristal que vibra sobre la cabeza de Geraldine Chaplin) o aterradoras (el espectro zombie de la madre postrada en una cama), que uno no sabe si es la historia de un incesto, de dos muertos vivientes que se comunican, de tiempos que se confunden y que contiene la ya famosa imagen de la mascarilla de Geraldine. Los ojos vendados, el quizá algo superficial artefacto en torno a las tortura de la dictadura –que supondrá su última película con la musa Geraldine Chaplin– donde adelanta algunas ideas de musicales posteriores (rodando los ensayos de una función) y primera constatación de estar repitiendo la fórmula del juego realidad-ficción.
Por encima de ambas se encuentra la muy influyente e hipnótica –y bastante más entretenida– Cría cuervos. De nuevo, un cuento gótico de iniciación a la vida –y a la muerte– plagado de referencias políticas, por supuesto y con el mítico e inteligente uso del Porque te vas escrita por Perales y cantada por Jeanette. Concebida como el recuerdo a un padre muerto es quizá su película más única, en la que aparecen, por encima de símbolos, elementos del cine fantástico como esa mansión abandonada, que funciona como un reino habitado solo por niños. Una confesión: Paco Plaza y yo nos apropiamos de muchas de las ideas de esta película cuando escribíamos el guión de Verónica, que siempre consideramos secretamente una secuela inconfesa y con un punto exploitation.
Me quedo contigo
Los ochenta arrancan con Deprisa, deprisa, una de sus películas más populares y lúdicas. Para ella recupera elementos de Los golfos y, a ritmo de Los Chunguitos –de nuevo su olfato para las canciones– narra una historia de amor a ratos naíf y hermosa, que no ha perdido fuerza ni vigencia (si acaso ha ido creciendo su leyenda). Tampoco lo han hecho la fuerza de sus imágenes: esos quinquis a caballo por el decorado de un western con guitarras flamencas, la belleza de ver coches ardiendo, ese tenso clímax violento y el final, poético, con Berta Socuéllamos alejándose por un descampado con el Me Quedo Contigo sonando de fondo.
Tras el brillante arranque, en el resto de la década Saura alterna las películas de su trilogía del baile flamenco de Gades (Bodas de sangre, Carmen y El amor brujo, que son grandes éxitos, y donde inaugura un cine documental musical muy expresivo, hermoso y a la vez didáctico aunque cada película pierde fuerza comparada con la anterior) con cintas algo menores: Dulces horas es su último trabajo con Querejeta, un regreso a sus constantes –la memoria y el juego de espejos entre ficción y realidad–, la académica Antonieta (adaptación junto a Carriere de la novela homónima de Andrés Henestrosa) es bastante olvidable y Los zancos es sombría, mortuoria, con un genial Fernando Fernán Gómez pero que roza la autoparodia en su final.
El gran gran gran cine español
Saura termina la década con dos acercamientos muy distintos a dos mitos españoles igual de distintos: el descafeinado Lope de Aguirre de la muy ambiciosa El Dorado, que no logra esquivar su condición de película buque, elefante blanco, insignia del cine caro de Andrés Vicente Gómez, y La noche oscura, otra película de posesiones, íntima, preciosista –con la fotografía de Teo Escamilla, de las más bellas del cine español de los ochenta– y un excesivo Juan Diego en una propuesta algo teatral en la que brilla en sentido literal y figurado una joven Julie Delpy y que contiene una de las secuencias más aterradoras de toda la filmografía de Saura: un sinfín de manos casi garras surgen del jergón donde malduerme San Juan para desgarrarle la piel a tiras.
Abandonado al cine de qualité, Saura remata esa tendencia con su película más políticamente correcta, la multipremiada Ay, Carmela. Su primera película ambientada en la guerra civil a cuyos fantasmas debe tanto su cine, donde regresa Rafael Azcona al guión y que es un falso musical, trágico y divertido, con unas excelentes interpretaciones pero puede resultar algo rutinario, frío, ya visto.
Sevillanas es, sobre el papel, un modesto encargo que acaba detonando una de las tendencias de parte de la carrera de Saura en las siguientes décadas. Testimonio irrepetible de un género aparentemente menor y de una generación de flamencos igualmente, perdida para siempre, Sevillanas es la primera y la mejor de una serie de películas que hará con argumentos y ambiciones similares. Musicales más o menos preciosistas, con argumento o sin él, en los que aborda un género musical y construye un profundo homenaje en torno a él, filmado la mayoría de las veces con la ayuda del engolado director de fotografía Vittorio Storaro (que no está en la nómina de Sevillanas). A esta siguen, en orden, Flamenco, Tango, Salomé (sobre el baile de Aida Gómez), Iberia (sobre la suite de Albéniz), Fados, Flamenco, Zonda, Jota de Saura, Don Giovanni y El rey de todo el mundo, sobre música y baile mexicano.
El último Saura: de Celebrities a Puerto Hurraco.
¡Dispara! es una fallido, deprimente y rarísimo rape and revenge de ambiente circense (como curiosidad, Almodóvar y Alberto Iglesias reciclaron parte de su banda sonora para La piel que habito) que anticipa la otra tendencia de su último cine: heterodoxo en las premisas y argumentos –aunque donde casi siempre subyace la violencia–, abandona el simbolismo y a veces sorprende por su tosquedad técnica.
Taxi reincide en esos presupuestos: por primera vez con guion ajeno, se trata de un encargo que pretende ser una reflexión sobre la violencia en el Madrid urbano de mediados de los noventa y que es su película más sonrojante por obvia y vulgar. Pajarico es un clásico cuento de iniciación pansexual y mediterráneo (quizá la película más luminosa de Saura) en el que de nuevo sorprende la inesperada dejadez técnica, el trabajo torpe de los actores, y la pérdida de profundidad en su mirada, aunque se ve con agrado gracias, sobre todo, a un entrañable Paco Rabal.
Con el mítico actor repite en su Goya en Burdeos, primera parte del díptico aragonés, donde usa colores, formas e inventos de sus musicales en una película híbrida entre lo didáctico, lo psicodélico y la videoinstalación pretenciosa, alejada del underground ambiguo de los primeros tiempos.
La segunda película de ese díptico es Buñuel y la mesa del Rey Salomón, a medio camino entre un Celebrities, una película de aventuras y la campaña promocional estatal de una efemérides que contiene imágenes tan bochornosas como hermosas: esa niña levantando la orilla del mar que sirvió de cartel.
Su última película de cine convencional tiene a la vez algo de coherente y de inesperado: en El séptimo día, Saura acepta el encargo de Andrés Vicente Gómez y partiendo de un guion de Ray Loriga retrata, con oficio y formas de western gótico de venganza, la matanza de Puerto Hurraco, en lo que es un intento tan interesante como soso de recuperar los días de gloria.
En el cajón de Saura quedarán guiones sin filmar, hojas viejas y fotografías. En su estudio cuadros y pinturas. En las estanterías premios que cogerán polvo y condecoraciones. En el recuerdo quedará un cineasta único, con una filmografía compleja, interesante y profunda. En la que se puede, se podrá, bucear una y otra y otra vez a la búsqueda de lo que de verdad importa.
Esa imagen que nos sorprende, que nos agita.
Esa imagen que, a pesar de todo, permanece.
Fernando Navarro (Granada, 1980) es guionista y crítico musical. Ha escrito entre otras 'Toro', 'Verónica', 'Bajocero' y Venus'. 'Segundo premio' (Isaki Lacuesta y Pol Rodríguez, 2024) es su último guion. En 2022 publicó la novela 'Malaventura'.