Como el día está tan transparente que desde el centro se podría saludar con la mano a los que están mirando Madrid desde la sierra, salgo a dar un paseo. Estoy en las inmediaciones del Palacio Real y me acerco a ver el ambiente del desfile, que este año no es tal sino un breve acto en la plaza de la Armería. Entro desde la calle Mayor. En la esquina del Viaducto está el mendigo de la pierna retorcida. Su lamento parece tan infructuoso como el de cualquier otro día.
No me parece que haya mucha gente. Se puede caminar sin detenerse a cada paso. En la terraza del Anciano Rey de los Vinos se han sentado a tomar café unos hombres de uniforme. Hay vallas para contener a los asistentes en el lado de la acera de la plaza de Oriente, y policías en la calzada. Al pasar por el busto de Larra levanto la cabeza, porque desde lo alto del desnivel vienen unas voces cuyo sentido no capto pero sí su hostilidad. Entre las hojas que aún tienen los árboles distingo dos caballos con policías montados.
Un poco más abajo, un hombre sentado en el césped acaricia a dos perros y anuncia, con el tono de una tómbola: “ooochenta mil paaavos más de coooche, ooochenta mil paaavos más de coooche”, cada vez que entra un coche negro con los cristales tintados. Se está formando ya una cola que llega hasta la puerta principal. Yo también sigo avanzando. A este lado de las vallas hay gente con banderas de España. Hay quien la lleva a modo de capa. Algunos chicos llevan la bandera de Borgoña.
Sigue pareciéndome muy desierto. Me meto entre los parterres de la plaza y oigo a un hombre que está explicando por teléfono: “hay aquí unos revoltosos que van a gritar al presidente y va a ser libertad de expresión, no se va a poder hacer nada”. Me acerco más a las vallas porque hay alguien dando un mitin, aunque lo suyo sería alejarse, pero me he levantado con cierto ánimo reporteril. Es un hombre con un megáfono que pide al rey que “intervenga para restaurar la democracia ante esta dictadura camuflada, e igualmente impuesta. Es necesaria en España la vuelta a la división de poderes, democracia real y la legítima constitución, que garantiza la verdadera prosperidad de todos los españoles. Por todo ello, y antes de que esta situación social degenere aún más –concluye– esperamos noticias y esperamos que conteste a esta petición”.
Un rumor de tambores empieza a subir desde el lateral de los jardines de Sabatini. Al fondo brilla la cúpula bizantina de la iglesia que hay antes del mirador de la Montaña y a su lado emergen de entre los árboles verde botella los tejados de pizarra de la cuesta de Santo Domingo, que siempre me hacen pensar en un país de nevadas frecuentes. De puntillas alcanzo a distinguir las cabezas de los que esperan formados en el foso, y al poco suenan las botas en marcha y por la rampa que va a la explanada aparece el primer grupo, que es de la guardia real, y luego los siguen otros cuerpos, la marina, la legión. El sonido de los tambores y la marcha me hace imaginar la entrada del ejército en el pueblo invadido, pero supongo que no llegarían tan limpios.
Vuelvo sobre mis pasos y para alejarme elijo la subida a la calle del Factor. La gente se ha distribuido en los tres niveles que hay hasta la altura de la plaza, tal vez en un gradiente de adhesión. Arriba no hay banderas y desde ahí más bien se observan los movimientos de los que esperan abajo la llegada de las autoridades. Me apoyo en la barandilla de piedra y diviso un hombre en la azotea del palacio. Por supuesto, me pregunto si es un francotirador.
Al otro lado de la barandilla, aprovechando un escalón, hay varias cajas grandes de cartón encajadas unas en otras. Ahí vive alguien. Empiezan los gritos de “dimisión” y bajo hacia la cuesta de la Vega. Está prohibido aparcar desde ayer y sólo hay cochazos negros tintados, que estarán esperando a que salgan los asistentes al acto. Tenía la intención de llegar hasta la Casa de Campo, pero me doy la vuelta y subo por la cuesta de Ramón. Atravieso el arco del Viaducto como quien allana una vivienda, porque está llena de cajas y maletas y colchones en el suelo, y están también las personas que viven allí.
Antes de llegar a casa entro en una librería de segunda mano que no suelo encontrar abierta. Elijo algunas ofertas y pego la hebra con el librero. Me enseña algunas curiosidades y al final me llevo una edición de Demipage y Arranca Thelma de 2019 de La flor de Californía, de José María Hinojosa, el amigo de Altolaguirre que dirigió también con Emilio Prados la revista Litoral, muerto en Málaga en agosto del 36. Así que me voy a leer este libro surrealista y encuentro entre sus páginas el germen de la imagen más famosa de Un perro andaluz: “La luna llena de Israel pasó sobre nuestras cabezas tiñendo de ceniza las hojas de los árboles y dejando impresa en mi retina una raya blanca que la atravesaba de izquierda a derecha”, en el buenísimo cuento Por qué no fui Singapore. También encuentro otras imágenes maravillosas como “[el conductor] sacaba el paisaje de sus ojos con un balde y lo vertía a lo largo de la carretera”.
Más tarde me entero de que han pasado aviones para la celebración del día, pero a saber por qué no los he oído, si no me he alejado más de quinientos metros del Palacio que han sobrevolado, mientras leía junto a la ventana “¡Iba a ser Singapore! ¡Iba a ser Singapore! Mi cuerpo estaba transfigurado y permanecía extendido y extático esperando el momento de gracia para ser reencarnado en la ciudad que yo deseaba. Iba a ser Singapore e indudablemente lo hubiera sido de no haber sepultado una ola gigante, entre las aguas, a todas las mujeres de aquel lugar”.
Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).