Amigos, viajes y huellas

En algunos países, el 20 de julio se celebra el Día del Amigo en recuerdo de la llegada de las primeras personas a la Luna. En un primer momento, la relación entre ambos hechos puede parecer absurda. Pero tal vez no lo sea si se piensa en la relación entre la amistad, el lenguaje, los viajes y la tan humana necesidad de contar historias.
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Hace unos días se cumplió medio siglo desde aquella tarde remota (o noche, o mañana, según el lugar del mundo en que uno estuviera) en que Neil Armstrong nos llevó a conocer la Luna. Un argentino que, al igual que otras millones de personas, veía la transmisión televisiva del acontecimiento tuvo una idea que le pareció brillante. Como la misión del Apolo 11 le pareció “un gesto de amistad de la humanidad hacia el universo” y al mismo tiempo se dijo que “un pueblo de amigos sería una nación invencible”, se le ocurrió que la fecha del alunizaje –el 20 de julio– era la más apropiada para celebrar el Día del Amigo.

En tiempos sin correo electrónico ni Change.org, el hombre, llamado Enrique Ernesto Febbraro, envió un millar de tarjetas postales a destinatarios de más de cien países, en las cuales explicaba su propuesta (de esas cartas están extraídas las citas entrecomilladas del párrafo anterior). La iniciativa tuvo éxito en Argentina y al parecer también en otros países de Sudamérica, como Uruguay y Brasil, pero no en el resto del mundo. En 2011, la ONU designó el 30 de julio como Día Internacional de la Amistad, “con la idea de que la amistad entre los pueblos, los países, las culturas y las personas puede inspirar iniciativas de paz y presenta una oportunidad de tender puentes entre las comunidades”.

Pero otros países tienen sus festejos particulares: en varios de América Latina homenajean la amistad el 14 de febrero, en Bolivia el 23 de julio, en Estados Unidos, la India y otros países el primer domingo de agosto. Hasta Mark Zuckerberg, el fundador de Facebook, propuso su propia fecha: el 4 de febrero, día del cumpleaños de la red social que lo catapultó a la fama.

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Todo este embrollo de fechas conduce a la inevitable pregunta de si realmente hace falta una día para celebrar la amistad. En estas ocasiones, en medio de la marea de memes y frases cursis sobre el tema, suele circular una cita de Borges referida a la diferencia entre la amistad y el amor de pareja, algo que le dijo a Joaquín Soler Serrano en una de aquellas entrevistas del mítico programa A fondo, de la Televisión Española:

“La amistad puede prescindir de la frecuencia o de la frecuentación. En cambio el amor está lleno de ansiedades, de dudas. Un día de ausencia en el amor puede ser terrible, pero yo tengo amigos íntimos a quienes veo no más de tres o cuatro veces al año. Y a otros ya no los veo porque se han muerto […] Uno de mis mejores amigos se casó y se olvidó de decirme que se había casado. Como hablábamos de temas generales, y era muy tímido también, contar algo personal le parecía una impertinencia. Nunca nos hicimos confidencias. La amistad puede prescindir de la confidencia. El amor no. En el amor, si no hay una confidencia, uno lo siente como una traición”.

Durante mucho tiempo me generaba alguna contradicción tener amigos con quienes conversaba de muchos temas pero no de asuntos personales. Si es mi amigo, ¿por qué no le cuento que ando mal con mi novia? Si él no me habla de su novia, ¿será que en realidad no somos amigos? Por fin, años después, aprendí eso que Borges explica en términos tan simples en el párrafo anterior. Y esto me lleva a otra pregunta, quizá también inevitable: ¿qué es un amigo? ¿Qué es la amistad? ¿Dónde está el límite entre quiénes son mis amigos y quiénes no?

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A comienzos de los años noventa, tras analizar numerosos estudios sobre primates, el antropólogo británico Robin Dunbar concluyó que el tamaño de los grupos sociales de cada especie dependía del volumen de un área cerebral llamada neocórtex. Extrapoló los datos en función del tamaño del neocórtex humano y postuló una hipótesis: nuestros grupos sociales se componen de 150 individuos, cifra que se conoce desde entonces como el “número de Dunbar”.

Numerosos estudios le permitieron a Dunbar, en las casi tres décadas transcurridas desde entonces, afinar sus ideas. De acuerdo con este científico, forjamos una relación muy estrecha con entre 3 y 5 personas, los “amigos íntimos” (entre los cuales pueden estar la propia pareja o familiares). Hay un segundo círculo de “buenas amistades”, compuesto por una decena de personas; un tercero, todavía de trato frecuente, conformado por entre 30 y 35 miembros; por último, un centenar de otros conocidos con quienes se puede interactuar. Total, unos 150, la cifra mágica.

En esa dantesca cartografía hecha de círculos, ¿hasta dónde llegan los amigos, cuántos podemos tener? Hay quienes se jactan de que a sus amigos los pueden contar con los dedos de una mano: solo cuentan, evidentemente, a los del primer grupo. Borges, que tenía “amigos íntimos” con los que no se cruzaba más de tres o cuatro veces al año, debía incluirlos a todos. Quizás hasta haya quienes se crean el “amigos” de Facebook, donde se puede tener hasta 5.000…

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Dunbar explica que los primates no humanos mantienen la cohesión grupal a través del acicalamiento social (por ejemplo, sacándose las pulgas unos a otros), y que cuanto más tiempo se dedique a ese acicalamiento, mayor podrá ser el tamaño del grupo. Como los grupos humanos fueron, desde el principio de los tiempos, más numerosos que los de cualquier otra especie de primates, mantener la estabilidad por medio del acicalamiento habría requerido demasiado tiempo. Debido a eso, hubo que buscar un método más eficiente para compartir los procesos de vinculación social. ¿Cuál fue ese método? He aquí la más interesante de las propuestas de Robin Dunbar: ese método fue el lenguaje. Hablamos para mantenernos unidos, en grupo, para edificar nuestras sociedades.

“En las conversaciones humanas –dice uno de sus artículos–, alrededor del 60 % del tiempo consiste en chismorreos sobre relaciones y experiencias personales. Por lo tanto, el lenguaje pudo haber evolucionado para permitir que las personas aprendan sobre las características de comportamiento de otros miembros del grupo más rápido de lo que sería posible solo por observación directa”.

Y aquí no puedo no recordar una ponencia de Ricardo Piglia en la que se refería al origen del lenguaje: “Algunos, como André Jolles, como Georges Dumézil, piensan que la narración está en el origen del lenguaje. Narrar sería la condición de posibilidad de ese acontecimiento”. ¿Cómo empezó la historia de la narración, cuál fue el primer relato?, se pregunta después. Imagina dos orígenes posibles.

En el primero, alguien “se alejó de su cueva, quizá buscando algo, persiguiendo una presa, cruzó un río y luego un monte y desembocó en un valle y vio algo ahí, extraordinario para él, y volvió para contar esa historia”. En el segundo, el narrador inicial es el adivino de la tribu, “el que narra una historia posible a partir de rastros y vestigios oscuros. Hay unas huellas, unos indicios que no se terminan de comprender, es necesario descifrarlos, y descifrarlos es construir un relato”. De alguna manera, dice Piglia, esas estructuras se mantienen vigentes: toda historia cuenta un viaje o una investigación.

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De modo que, tras todas estas lecturas, creo que podemos quedarnos tranquilos. Por varios motivos. Por un lado, por la certeza de que nuestros chismes y cotilleos son una cuestión evolutiva: podemos dedicar el 60 % de nuestras conversaciones a hablar de los demás, sabiendo que es necesario para la cohesión social, es decir, lo hacemos por el bien común. Por otra parte, aunque hablemos muy cada tanto con ciertas personas, aunque no les hagamos confidencias, incluso aunque se olviden de contarnos que se han (o nos olvidemos de contarles que nos hemos) casado, podemos seguir llamándolos amigos, no hay problemas semánticos en ello.

Por último, sigo sin saber si hace falta una día para celebrar la amistad. Pero si vamos a tenerlo, y si el lenguaje se creó para que podamos ser amigos sin necesidad de estar sacándonos las pulgas unos a otros, y si en el origen del lenguaje está la narración, y si las primeras narraciones fueron de viajes e investigaciones, pues no parece tan desatinado que el Día del Amigo recuerde a los viajeros que dejaron sus huellas más lejos que nadie más, y después volvieron para contarlo.

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(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.


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