IlustraciĆ³n: Ɖramos Tantos

EspaƱa 82: La fiesta improbable de Sandro Pertini

La temporada mundialista es una de nostalgia, de episodios memorables, de escenas, objetos que condensan aƱos. Esta serie repasa los mundiales mƔs recientes y los sucesos cautivadores de cada uno.
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Era julio, era EspaƱa y era el Santiago BernabĆ©u. La RepĆŗblica Federal de Alemania se presentaba en la final del Campeonato del Mundo sin uno de sus mejores jugadores, el jovencĆ­simo Bernd Schuster, pero con una plantilla de enorme calidad: Rummenigge, Breitner, Briegel, Stielike, Littbarski y el enloquecido portero Harald Schumacher, conocido por su agresividad y sus frecuentes salidas de tono. En el banquillo observaba Jupp Derwall, el hombre que habĆ­a logrado suavizar el declive de los hĆ©roes del Mundial 74 confiando en las nuevas generaciones que se habĆ­an llevado la Eurocopa de 1980.

Aquello era un equipazo. El tĆ­pico muro germano sin fisuras y con suficiente contundencia en ataque como para destrozarte en cualquier momento. Italia, su rival, tendrĆ­a que fiarlo todo a Conti, a Rossi y a la seguridad de su defensa… pero, aparte, necesitarĆ­a algo mĆ”s. No tanto un milagro como contra Brasil sino un refuerzo moral, alguien que les convenciera de que era imposible perder, de que ser italiano ya no era una condena trĆ”gica sino una oportunidad. A sus 85 aƱos, casi 86, el presidente de la RepĆŗblica, Sandro Pertini, no dudĆ³ en coger el aviĆ³n y plantarse en Madrid dispuesto a repartir bromas, consejos y anĆ©cdotas de viejo sabio, de hombre que compartiĆ³ prisiĆ³n con Gramsci y gabinete de gobierno con Andreotti. Un hombre, en definitiva, que lo habĆ­a visto todo. La Italia personificada.

A Pertini se le permitĆ­a todo porque tenĆ­a una edad a la que uno puede hacer lo que le plazca. Lo colocaron en primera fila del palco, por supuesto, junto a un hierĆ”tico Juan Carlos I. Unos asientos a su izquierda quedaban el presidente de la FIFA, Joao Havelange, y el canciller de la RepĆŗblica Federal Alemana, el socialista Helmut Schmidt. La primera parte del partido fue como se esperaba: insufrible. Dos equipos esperando el fallo del contrario para machacarle en la contra. Un fallo que no llegaba nunca porque esos jugadores habĆ­an llegado allĆ­ precisamente porque fallar no estaba en su vocabulario.

Pertini se impacientaba en el palco. No valĆ­a para estarse quieto. Cuando al poco de empezar la segunda parte, Paolo Rossi se adelantĆ³ a la defensa alemana para marcar el 1-0, su sexto gol consecutivo en el campeonato, el presidente se mostrĆ³ hasta cierto punto comedido. Se levantĆ³ como todos los demĆ”s y aplaudiĆ³, sin mĆ”s. Ahora bien, cuando minutos despuĆ©s, Tardelli enviĆ³ un zapatazo desde fuera del Ć”rea al fondo de las mallas, el viejo partisano no pudo reprimirse: saltĆ³ y saltĆ³ y sonriĆ³ y se puso a bromear con Juan Carlos, que no sabĆ­a si seguirle el juego o ceƱirse al protocolo. FingiĆ³ una especie de bailoteo y el grito de Tardelli fue en el fondo su grito, el grito de todo un paĆ­s saliendo del fango.

No quedĆ³ ahĆ­ la cosa: a diez minutos del final, Altobelli marcĆ³ el 3-0, dejando el partido completamente sentenciado. Pertini enloqueciĆ³. Era divertido y a la vez entraƱable ver a aquel anciano celebrando con una sonrisa enorme en la boca, diminuto entre tanto polĆ­tico de altura, los brazos en alto, el protocolo completamente derruido, el rey ya por fin mĆ”s tranquilo, dejĆ”ndose llevar y acompaƱƔndole en las risas, mientras Havelange y Schmidt les miraban con cara de profundo reproche. Loco de euforia, Pertini se volviĆ³ al palco, quizĆ” a las gradas adyacentes donde sin duda encontrarĆ­a numerosos seguidores italianos y soltĆ³ su famoso: ā€œOrmai, non ci prendono piĆŗā€ (algo asĆ­ como ā€œahora ya sĆ­ que no nos pillanā€) mientras negaba con el dedo.

Ver a Pertini era ver la alegrĆ­a. Una alegrĆ­a que iba mucho mĆ”s allĆ” del tercer Campeonato del Mundo para su paĆ­s, el primero desde la Segunda Guerra Mundial. Una alegrĆ­a que tenĆ­a en los goles tan solo una excusa. La alegrĆ­a del que sale del tĆŗnel despuĆ©s de aƱos y aƱos de sufrimiento. La alegrĆ­a de un paĆ­s cuyos aƱos de plomo parecĆ­an, por fin, acabarse.

 

La tragedia de Aldo Moro

Volvamos cuatro aƱos en el tiempo para entenderlo todo. Retrocedamos un Mundial, casi. Una olimpiada. El 16 de marzo de 1978, el FIAT 130 que llevaba al ex primer ministro Aldo Moro de su casa en el barrio romano de Monte Mario al Congreso de los Diputados era secuestrado por un grupo de las llamadas Brigadas Rojas. DespuƩs de matar a sus cinco escoltas a quemarropa, sacaron a Moro del coche, lo metieron en otro vehƭculo y lo tomaron como rehƩn para negociaciones futuras.

De todos los actos terroristas que habĆ­an asolado Italia durante la dĆ©cada de los 70 ā€“fueran obra de las propias Brigadas Rojas, de los NĆŗcleos Armados Revolucionarios o de la omnipresente Mafia- aquel estaba llamado a convertirse en el mĆ”s mediĆ”tico de todos. Aldo Moro no solo era el secretario general de la Democracia Cristiana, el partido que habĆ­a gobernado Italia ininterrumpidamente desde el final de la guerra, sino que Ć©l mismo habĆ­a presidido el consejo de ministros hasta en dos ocasiones distintas, la Ćŗltima apenas dos aƱos antes, en 1976.

De las tres grandes figuras de la DC ā€“Giulio Andreotti y Amintore Fanfani probablemente fueran las otras dos-, Moro era para muchos el mĆ”s carismĆ”tico y, sin duda, el mĆ”s inclinado a la izquierda, y sus coqueteos con Enrico BerlingĆ¼er y el Partido Comunista de Italia no le iban a salir baratos. CorrĆ­an tiempos de destrucciĆ³n en Italia y de una inestabilidad constante. Muertos en las calles a diario, de norte a sur, y ahora un ex primer ministro secuestrado que criticaba en sus cartas agĆ³nicas a su propio partido, culpĆ”ndole de su situaciĆ³n. Grupos paramilitares que salĆ­an de debajo de las piedras dispuestos a dejarse su sangre y la de los demĆ”s en todo tipo de ideales absurdos. En medio, por si esto fuera poco, un presidente de la RepĆŗblica, Giovanni Leone, en el ojo pĆŗblico y judicial por sus acuerdos clandestinos con la compaƱƭa Lockheed.

Cuando los brigadistas ofrecieron negociar la liberaciĆ³n de Moro a cambio de la salida de prisiĆ³n de Paola Besuschio y otros terroristas, Leone vio clara la oportunidad de mejorar su imagen pĆŗblica y se ofreciĆ³ a tomar ā€œmedidas de gracia excepcionalesā€ que pudieran ayudar a la liberaciĆ³n del lĆ­der democristiano. Sin embargo, sus palabras quedaron en nada, como en nada quedaron las tentativas del lĆ­der socialista Bettino Craxi o del propio Papa, Pablo VI. La negativa del primer ministro Andreotti a negociar con las Brigadas hizo que la situaciĆ³n siguiera en un impasse que solo se rompiĆ³ cuando el 9 de mayo el cadĆ”ver de Moro apareciĆ³ en las calles de Roma, a escasos metros de la sede de la DC, arrojado desde un Renault 4 robado unos dĆ­as antes.

La indignaciĆ³n en las calles fue mĆ”xima y, como suele ser habitual, no se dirigiĆ³ tanto a los asesinos y chantajistas como a los que no habĆ­an querido entrar en el chantaje. Sobre Andreotti, cuyos lazos con la Mafia ya se intuĆ­an, se escribiĆ³ de todo, pero ā€œIl Divoā€, como lo retratarĆ­a Paolo Sorrentino muchos aƱos despuĆ©s, se mantuvo impasible al frente del gobierno. Como alguien tenĆ­a que caer en su lugar, le tocĆ³ el turno a Leone, que ademĆ”s habĆ­a osado desafiarle en el enfoque institucional respecto al caso Moro. El 15 de julio de 1978, en discurso televisado a toda la naciĆ³n por la RAI, Leone anunciaba su dimisiĆ³n como Presidente de la RepĆŗblica. Nadie le echarĆ­a de menos.

 

La llegada del hƩroe

El puesto de presidente de la RepĆŗblica siempre ha tenido en Italia una importancia limitada. Un cargo testimonial y honorĆ­fico, pero poco mĆ”s. Sin atribuciones legislativas y recluidos en las paredes del Quirinale, los distintos presidentes ā€“todos, por supuesto, relacionados de alguna manera con la DC- se habĆ­an limitado a firmar lo que su secretario general les pidiera y a mirar hacia otro lado. Algunas fotos con algĆŗn homĆ³logo extranjero y vida de pensionista.

Sin embargo, la situaciĆ³n despuĆ©s del asesinato de Moro, en medio de los llamados ā€œaƱos de plomoā€, con la credibilidad de las instituciones bajo mĆ­nimos y con las consecuencias de la terrible crisis de 1973 aĆŗn muy presentes entre la ciudadanĆ­a, exigĆ­a un gesto y una seƱal de confianza. DespuĆ©s de varias rondas de votaciones infructuosas para elegir un nuevo presidente, al socialista Bettino Craxi se le ocurriĆ³ proponer a Sandro Pertini como figura de consenso. En un principio, Andreotti se cerrĆ³ en banda, pero pronto empezĆ³ a ver ventajas: de entrada, Pertini no iba a tocarle las narices como Moro con posibles pactos con el PCI; ademĆ”s, su posiciĆ³n durante el secuestro de su gran enemigo interno habĆ­a sido casi tan dura como la suya: un gobierno no puede negociar con asesinos. Aparte, todo lo que fuera estabilidad para el Estado era estabilidad para el sistema y eso a Ć©l le venĆ­a bien. ĀæEl Ćŗnico problema? Que Pertini se habĆ­a enfrentado a la Mafia varias veces, entre ellas durante el proceso por el asesinato del sindicalista Salvatore Carnavale en 1955.

Entre ventajas y desventajas, las presiones de sus socios socialistas de gobierno decantaron la balanza. El 29 de junio de 1978, Pertini era elegido como presidente de la RepĆŗblica Italiana con el mayor nĆŗmero de votos a favor de la historia. A sus 81 aƱos, representaba todo lo contrario de lo que habĆ­a representado su antecesor: mientras que Leone no dejaba de ser un antiguo miembro ā€“forzado, segĆŗn Ć©l- del Partido Fascista de Mussolini, Pertini habĆ­a demostrado su antifascismo con aƱos y aƱos entre rejas.

A lo que no estaba dispuesto era a ser una figura decorativa. Si le habĆ­an nombrado presidente, sentĆ­a que tenĆ­a que ejercer de presidente. Pertini consiguiĆ³ pronto un poder desconocido hasta entonces… y Andreotti empezĆ³ a lamentar su decisiĆ³n. Tanto que al poco de empezar 1979 se vio obligado a dimitir, no sin antes colaborar con la Mafia en el asesinato del periodista e investigador Mino Pecorelli, como quedĆ³ demostrado en condena judicial de 2002, aunque luego fuera rectificada en instancias superiores.

Y es que la simpatĆ­a y la firmeza de Pertini no impidieron que los muertos siguieran acumulĆ”ndose en las primeras pĆ”ginas de los periĆ³dicos. La Mafia no estaba nada contenta con Ć©l y, aunque temĆ­a atacar directamente contra una figura tan querida, no cejĆ³ en su empeƱo en poner al Estado contra las cuerdas, en colaboraciĆ³n con las Brigadas Rojas y demĆ”s grupos terroristas. En 1979, se cometieron hasta 659 atentados en Italia, mĆ”s que ningĆŗn otro aƱo. En 1980, el nĆŗmero bajĆ³ pero subiĆ³ el de muertos, gracias en buena parte a la llamada ā€œMasacre de Boloniaā€, un atentado en la estaciĆ³n de tren de dicha ciudad del norte que dejĆ³ 85 muertos y 200 heridos. ĀæLos responsables? Un grupo neofascista oculto bajo el nombre de ā€œNĆŗcleos Armados Revolucionariosā€ y cuyo origen siempre fue un misterio.

No acabĆ³ ahĆ­ la violencia: al aƱo siguiente, el agente turco de los servicios secretos bĆŗlgaros, Mehmet Ali Agca, disparĆ³ en plena Plaza de San Pedro al nuevo Papa, Juan Pablo II. El Papa, gran amigo de Pertini pese al conocido ateĆ­smo de Ć©ste, sobreviviĆ³, pero la sensaciĆ³n de inseguridad en Italia llegĆ³ a su punto mĆ”ximo: si hasta el Santo Padre estaba en peligro en su pequeƱo estado del Vaticano, ĀæquiĆ©n podĆ­a levantarse tranquilo por la maƱana?

Ya desde los inicios de los setenta, con las novelas de Mario Puzo y la adaptaciĆ³n al cine por parte de Francis Ford Coppola de las andanzas de la familia Corleone, ser italiano se habĆ­a convertido en sinĆ³nimo de mafioso, violento, pasional… Desgraciadamente, la realidad seguĆ­a los pasos de la ficciĆ³n. HacĆ­a falta un cambio, pero no se sabĆ­a de dĆ³nde podĆ­a llegar.

 

La maldiciĆ³n del totonero

La expansiĆ³n de la violencia por toda la penĆ­nsula no podĆ­a dejar de lado una de las grandes aficiones de los italianos: el fĆŗtbol. Aunque el fenĆ³meno ultra como tal surgiĆ³ de los barrios obreros de Inglaterra, con sus primeros skinheads y esa peligrosa mezcla del odio al extraƱo y pasiĆ³n por lo propio, en Italia el movimiento fue abrazado inmediatamente por las clases medias y bajas, formĆ”ndose los grupos mĆ”s radicales de todo el continente en cuestiĆ³n de pocos aƱos.

Hasta cierto punto, y como es habitual en tantos paĆ­ses, el fĆŗtbol servĆ­a como vĆ”lvula de escape de los problemas diarios. Pese a que el Ćŗltimo campeonato del mundo de la selecciĆ³n italiana databa de 1938, los aficionados aĆŗn recordaban con orgullo al equipo que en 1970 puso contra las cuerdas al Brasil de PelĆ©, probablemente el mejor equipo de la historia. Los nombres de Mazzola, de Rivera o de Facchetti seguĆ­an en la mente de todos los tifosi aunque la mayorĆ­a ya se hubiera retirado o hubiera pasado a un lĆ³gico segundo plano. De hecho, de aquel equipo, el Ćŗnico que en los ochenta seguĆ­a siendo habitual en las convocatorias de la selecciĆ³n pese a rozar los cuarenta era el portero de la Juventus, Dino Zoff, para muchos el mejor del mundo.

Fueron aquellos ā€œaƱos de plomoā€ en la vida italiana unos aƱos tambiĆ©n difĆ­ciles para el fĆŗtbol transalpino. Sin estrellas internacionales ā€“todos los equipos estaban formados por jugadores italianos con la excepciĆ³n de algĆŗn nacionalizado-, a los legendarios Inter, Milan, Roma, Torino… incluso a la propia Juve les costaba competir en Europa. Entre 1973, cuando la Juventus perdiĆ³ ante el Ajax de Cruyff, y 1983, cuando la propia Juve volviĆ³ a perder contra el Hamburgo, ningĆŗn equipo italiano consiguiĆ³ pisar siquiera una final de la Copa de Europa.

Sin grandes figuras ni un relevo claro de los hĆ©roes de 1970, el scudetto languidecĆ­a hasta el punto de que en 1982 bajĆ³ hasta el duodĆ©cimo lugar del Ranking UEFA, por detrĆ”s incluso de paĆ­ses como BĆ©lgica o Checoslovaquia. La Juventus de Trappatoni era casi imbatible en el campeonato local pero fracasaba continuamente en sus empresas europeas, probablemente porque el gusto de ā€œIl Trapā€ por el juego colectivo, sacrificando asĆ­ a las estrellas, complicaba el desarrollo del talento puro.

De 1978 a 1982, la Juve ganĆ³ el campeonato tres veces por una del Inter de Altobelli y una del equipo llamado a marcar el futuro: el AC Milan. AĆŗn lejos de su futuro esplendor, el Milan presentaba una interesante mezcla de veteranĆ­a ā€“ahĆ­ seguĆ­a ā€œGigiā€ Rivera-, solidez ā€“personificada en el centrocampista Fabio Capelloā€“ y juventud ā€“la defensa ya tenĆ­a por entonces como lĆ­der al casi adolescente Franco Baresiā€“ que podĆ­an poner en peligro el dominio de sus vecinos del norte.

Por un momento, justo antes de la Eurocopa de 1980 que se celebrarĆ­a en casa, pareciĆ³ que el fĆŗtbol italiano podĆ­a despertar de su letargo, pero no tardĆ³ en estallar el escĆ”ndalo mĆ”s importante de su historia. En marzo de aquel aƱo, poco antes de terminar el campeonato, el dueƱo de un restaurante de Roma se acercĆ³ a la fiscalĆ­a para presentar una denuncia contra una serie de jugadores de la S.S. Lazio, el segundo equipo en importancia de la ciudad y siempre ligado a posiciones de extrema derecha. Les acusaba de haberle engaƱado con apuestas. Ɖl habrĆ­a invertido enormes cantidades de dinero en partidos presuntamente amaƱados que despuĆ©s no salieron como estaba previsto.

La fiscalĆ­a investigĆ³ con premura, algo no demasiado habitual en Italia, y pronto la mancha se fue extendiendo por la Serie A: Lazio, Avellino, Perugia, Bolonia… todos fueron acusados de amaƱar partidos a cambio de dinero de dudosa procedencia y el 23 de marzo de 1980 la policĆ­a comenzĆ³ con las detenciones de jugadores y directivos, a veces incluso en los propios campos, uno de esos gestos cara a la galerĆ­a que tanto gustan en los paĆ­ses mediterrĆ”neos.

Con todo, lo mĆ”s grave estaba por llegar: la investigaciĆ³n no se quedĆ³ en los equipos pequeƱos y llegĆ³ hasta Milan y Juventus. La Juve, como casi siempre, se librĆ³… pero el Milan, no. El equipo mĆ”s prometedor de la liga italiana era relegado a la Serie B, con la desbandada de jugadores que eso implicaba y el correspondiente perjuicio econĆ³mico, una crisis de la que no se recuperarĆ­a hasta la llegada de Silvio Berlusconi en 1986. Por si eso fuera poco, el considerado por muchos como el mejor delantero de Italia, Paolo Rossi, por entonces en las filas del Perugia aunque ya fichado por la Juventus, recibĆ­a una sanciĆ³n ejemplar de dos aƱos, lo que no solo le dejaba fuera de la Eurocopa sino que ponĆ­a en serio riesgo su participaciĆ³n en el Mundial de EspaƱa 82.

Igual que la violencia de la vida polĆ­tica y social se habĆ­a infiltrado con fuerza en el ā€œcalcioā€, ahora descubrĆ­amos que la corrupciĆ³n tambiĆ©n estaba presente, campando a sus anchas. Por mucho que Pertini luchara por levantar la imagen pĆŗblica de Italia en el mundo, por mucho que se manifestara en contra de la intervenciĆ³n soviĆ©tica en AfganistĆ”n, la violencia en LĆ­bano o el ā€œapartheidā€ de SudĆ”frica cuando la mayorĆ­a de lĆ­deres europeos preferĆ­an ponerse de perfil, lo cierto es que el pesimismo seguĆ­a siendo tendencia en Italia. El llamado ā€œtotoneroā€ acababa incluso con el ocio. No habĆ­a espacio pĆŗblico en todo el paĆ­s que no oliera a podrido.

 

Un equipo contra la corriente

Y, contra todo pronĆ³stico, casi por estadĆ­stica ā€“no todo puede ir mal todo el rato– las cosas empezaron a mejorar. La ā€œrepĆŗblica pertinianaā€ empezĆ³ a crecer poco a poco, al menos en tĆ©rminos de salud polĆ­tica y econĆ³mica. Los Ć­ndices de pobreza se moderaron, la violencia disminuyĆ³, el papel de las Brigadas Rojas se fue haciendo cada vez mĆ”s irrelevante aunque siguieran puntualmente los asesinatos y secuestros. Los cambios de gobierno y las interminables peleas con los sindicatos en materia de ajustes de salarios seguĆ­an sucediĆ©ndose, pero ahora las discusiones quedaban al menos en el Ć”mbito de lo polĆ­tico y no devenĆ­an en lucha armada.

Pese a sufrir lo indecible, la nazionale consiguiĆ³ clasificarse para el Mundial de 1982 despuĆ©s de la decepciĆ³n de 1978, cuando dos goles de Holanda culminaron la remontada y apartaron a Italia de una nueva final. El equipo, entrenado ahora por el veterano Enzo Bearzot, no contaba como favorito en ningĆŗn pronĆ³stico pero no dejaba de ser la temida selecciĆ³n italiana, la del 1-0 y Zoff de portero, y como cada cuatro aƱos, los tiffosi decidieron aparcar el comunismo, el fascismo, la mafia, los sindicatos, la Democracia Cristiana, el Partido Socialista y las apuestas ilegas para centrarse en la competiciĆ³n pura y dura.

El equipo de Bearzot era, en realidad, una pequeƱa ampliaciĆ³n de la Juventus, que venĆ­a de ganar de nuevo la liga. A la columna vertebral del equipo de Trappatoni, formada por el portero Zoff, los defensas Cabrini, Gentile y Scirea, el mediocampista Tardelli y el rehabilitado delantero Rossi, habĆ­a que sumar a estrellas de otros equipos como Roberto Conti, el elegante media punta de la Roma, donde disputĆ³ toda su carrera como futbolista y a jĆ³venes como Bergomi, Vierchowod, Massaro o el propio Baresi, que no llegĆ³ a disputar ni un solo minuto en todo el campeonato.

El sorteo mandĆ³ a Italia a jugar a la localidad de Vigo, en el noroeste de la penĆ­nsula ibĆ©rica. EspaƱa tenĆ­a ante sĆ­ la oportunidad de demostrar al mundo que ya no era un paĆ­s bananero sino uno que le daba la bienvenida a la modernidad. Todos los estadios fueron remodelados para la ocasiĆ³n, en un gasto descomunal por parte de la administraciĆ³n de la UCD, partido de centro-derecha formado por buena parte de los altos cargos de los Ćŗltimos gobiernos de Franco. BalaĆ­dos era uno de esos estadios mĆ”gicos y, si la imagen de EspaƱa estaba llamada a rehabilitarse, la de Italia siguiĆ³ por los suelos tras tres empates consecutivos en la primera fase: primero ante Polonia y despuĆ©s contra PerĆŗ y CamerĆŗn.

Fueron dĆ­as turbulentos en la concentraciĆ³n italiana. Por entonces, ni jugadores ni entrenadores ni directivos vivĆ­an en burbujas, aislados del resto del mundo. A menudo, los periodistas compartĆ­an incluso hotel y las relaciones de amor-odio se enquistaban hasta lo insospechable. Bearzot no caĆ­a bien entre la prensa y cada partido se convirtiĆ³ en una sucesiĆ³n de crĆ­ticas que alcanzaban a la mayorĆ­a de los jugadores pero sobre todo a Paolo Rossi, incapaz de marcar un solo gol y cuya presencia en el Mundial nadie entendĆ­a despuĆ©s de dos aƱos casi inĆ©dito por sus problemas con las apuestas.

Harto de tanta crĆ­tica, Bearzot decretĆ³ el llamado ā€œsilenzo stampaā€. Nadie hablarĆ­a con la prensa salvo el capitĆ”n, Zoff, que se limitarĆ­a a leer algo parecido a un parte de acontecimientos sin entrar en mĆ”s detalles. La Italia futbolĆ­stica parecĆ­a volver a romperse justo ahora que la polĆ­tica salĆ­a con esfuerzo de las aguas movedizas. Si las perspectivas no eran buenas antes de iniciarse el campeonato, menos lo eran para la segunda fase, a celebrarse en Barcelona: Italia se vio emparejada con Argentina y Brasil, dos de los mejores equipos de la competiciĆ³n. El vigente campeĆ³n del mundo y el equipo de ensueƱo que logrĆ³ unir a Zico, SĆ³crates, Falcao, Toninho Cerezo, Eder, Junior y Serginho en un mismo vestuario.

El primer rival fue Argentina. Aquella Argentina era una mezcla de veteranĆ­a ā€“Passarella y los chicos del 78- y juventud ā€“Maradona y los que triunfarĆ­an en el 86-, pero sobre todo era un equipo descompuesto internamente y con demasiada presiĆ³n externa. Para entonces, Maradona, reciĆ©n fichado por el Barcelona, ya estaba considerado uno de los mejores jugadores del mundo y todos le pedĆ­an que lo demostrara cada dĆ­a. Menotti seguĆ­a en el cargo de director tĆ©cnico pero ya sabĆ­a que le iban a echar ā€“su destino acabarĆ­a siendo tambiĆ©n el Barcelona- y digamos que su nivel de entusiasmo no estaba en lo mĆ”s alto.

Aparte, la sociedad argentina estaba en medio de una nueva tragedia: si el Mundial del 78 se habĆ­a visto marcado por las injerencias constantes de la dictadura militar, el de 1982 se veĆ­a manchado por los acontecimientos de la guerra de las Malvinas, uno de los grandes ridĆ­culos de la historia del paĆ­s y que tantas vidas inĆŗtiles costĆ³ en nombre de los despiadados generales que ocupaban el poder.

Argentina era poderosa pero a la vez frĆ”gil anĆ­micamente. A los jugadores se les habĆ­a encargado que aliviaran las angustias del pueblo, una tarea agotadora mentalmente. Bearzot prefiriĆ³ no complicarse demasiado: mandĆ³ a Gentile a patear a Maradona siempre que tuviera ocasiĆ³n y el diez argentino acabĆ³ desquiciado y medio cojo. El Ć”rbitro no hizo sino mirar hacia otro lado durante todo el partido y, sorprendentemente, la nazionale se impuso 2-1 con goles de Tardelli y Cabrini.

De repente, despuƩs de todos los palos recibidos, Italia quedaba a un partido de las semifinales. El problema era que ese partido lo tenƭa que disputar contra Brasil.

 

El ā€œcĆ³ctel Pertiniā€

Ya ha quedado dicho que, para muchos, aquel Brasil del 82 solo podĆ­a compararse en la historia con el Brasil del 70, el Ćŗltimo de PelĆ©. Era un equipo con un talento descomunal, lleno de medias puntas capaces de desequilibrar por sĆ­ mismos y que acabaron acudiendo en masa aƱos despuĆ©s a la liga italiana cuando por fin abriĆ³ sus fronteras. Para algunos, era el equipo de Zico; para otros, era el equipo del revolucionario SĆ³crates y para otros era el equipo del maravilloso Falcao. ParecĆ­a imposible ganar a un equipo asĆ­… pero al poco de iniciarse el partido, Paolo Rossi saliĆ³ de su letargo y marcĆ³ el 1-0. EmpatĆ³ Brasil pero Rossi volviĆ³ a poner el 2-1. Tras un nuevo empate, ya en la segunda parte, el propio Rossi culminĆ³ su exhibiciĆ³n con un tercer gol que metĆ­a a Italia en semifinales.

Aquello se conociĆ³ en medio mundo como ā€œla tragedia de SarriĆ”ā€, la constataciĆ³n de que el talento no lo era todo en el deporte y que, en ocasiones, el orden, la constancia, la capacidad para no rendirte en los malos momentos podĆ­a hacer milagros. De alguna manera, se trataba de la venganza de la derrota de la final de 1970 y, de repente, a Italia se le empezĆ³ a poner cara de campeona del mundo, mucho mĆ”s cuando en semifinales pasĆ³ por encima de la Polonia de Lato, Smolariek y Boniek con otros dos goles de Rossi.

Doce aƱos despuĆ©s, Italia volvĆ­a a estar en la final de un campeonato del mundo. Sin grandes estrellas, sin un gran fĆŗtbol, sin demasiado a lo que agarrarse, pero con una fe irredenta, la fe del hombre que ha trepado durante aƱos para salir del pozo y no va a rendirse hasta que no se vea con los dos pies fuera del agujero. Quedaba, sin embargo, el Ćŗltimo paso: el viaje a Madrid, la liturgia del BernabĆ©u y el conocido obstĆ”culo de la todopoderosa RepĆŗblica Federal de Alemania vigente campeona de Europa apenas dos aƱos atrĆ”s.

Y asĆ­ llegamos al principio, es decir, llegamos a Pertini bailando y seƱalando a la grada. Llegamos a Schultz impertĆ©rrito y a los goles de Rossi y Tardelli. Llegamos a la catarsis de un equipo que en realidad era un paĆ­s y que se negaba a seguir instalado en el drama. Ni siquiera el postrero gol de Breitner pudo poner emociĆ³n al asunto y al final del partido, las imĆ”genes de Pertini se mezclaron para siempre en el imaginario colectivo italiano con el icĆ³nico ā€œCampioni del mondoā€ repetido tres veces en la RAI por un Nando Martellini al borde del llanto. Sin haber marcado un solo gol, sin haber pisado apenas el vestuario, aquel triunfo se convirtiĆ³ en el triunfo de Pertini, que consiguiĆ³ unir a todo un paĆ­s en torno a su figura y aumentar su leyenda. JoaquĆ­n Sabina, el cantautor espaƱol, le incluyĆ³ en una canciĆ³n. En los bares de la Ć©poca se empezĆ³ a poner de moda el llamado ā€œcĆ³ctel Pertiniā€, una mezcla de vodka con miel.

Ser italiano dejaba de ser motivo de vergĆ¼enza. Zoff levantaba la copa a sus 40 aƱos y el paĆ­s se olvidaba de salarios y peleas para celebrar juntos al menos una noche. Norte y sur. Este y oeste. El mĆ©rito imposible de poner de acuerdo a un paĆ­s que en rigor no existe.

Al final del partido, los medios rodearon a Pertini, como no podĆ­a ser de otra manera. Uno de los reporteros le preguntĆ³: ā€œĀæEs momento de volver a sentirse orgulloso de ser italiano?ā€. La pregunta tenĆ­a sentido porque ya hemos visto que ser italiano, durante demasiado tiempo, no habĆ­a sido lo mĆ”s fĆ”cil del mundo, pero la respuesta fue demoledora: ā€œYo siempre me he sentido orgulloso de ser italiano. No porque Italia sea mejor que ningĆŗn paĆ­s del mundo, sino porque tampoco es peor. Simplemente es Italiaā€. Y es de suponer que incluso a Andreotti le pareciĆ³ que aquel viejo tenĆ­a razĆ³n.

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(Madrid, 1977) es escritor y licenciado en filosofĆ­a. Autor de varios libros sobre deporte, lleva aƱos colaborando en diversos medios culturales intentando darle al juego una dimensiĆ³n narrativa que vaya mĆ”s allĆ” del exabrupto apasionado.


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