Aretha Franklin (1942-2018)

Aretha cantó durante décadas sobre el dolor a través de la alegría.
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No titulas a tu mejor disco Lady Soul porque sí. Te lo tienes que haber ganado. A pulso. Yo prefiero una traducción más literal que esa de gran reina (dama, señora) del soul: El alma de una mujer. Pocas figuras han cantado mejor a eso. Las esquinas del alma femenina. Los anhelos. Los momentos de soledad. Las noches de júbilo. La celebración de la vida. El maltrato. El alcohol en el aliento ajeno. El coro de la iglesia. La cama deshecha.

Su historia es conocida. Tiene los ingredientes truculentos que hacen falta para forjar un mito. Embarazada a los 12. Segundo hijo a los 15. Divorciada de un primer marido con las manos muy largas a los 19. Era hija de un pastor evangélico que enseñó a sus hijos que los pecados se curaban a palos. Y cantándole a dios. Y Aretha le cantaba a dios en la iglesia de papá. Alguien la puso a grabar discos en plan niña prodigio del gospel en una algo olvidada primera etapa.

Columbia la fichó y la quiso convertir en una especie de señora del jazz vocal. Algo un poco retro en plan Dinah Washington (a quien incluso dedicó un disco). Producciones sedosas, orquestaciones sofisticadas, sonidos para las calurosas noches del Sur o los martinis de las ciudades. Pero la vida es más jodida que todo eso. Algo latía en el interior de Aretha que todavía no había explotado en su música. Esos malos ratos, esos conflictos, esas peleas y ese sufrimiento. Además, las calles ardían en 1967 y no era momento de hacerse fotos angelicales con flou como las de aquellas primeras portadas.

En estas apareció Jerry Wexler. El capo del sello Atlantic. Quizá nadie conoció mejor a Aretha. Imaginó los golpes de su padre y de su marido y los años de sufrimiento. Vale: esa voz podía servir para sanar. Pero desde el dolor. Nada de violincitos. Fuera de la iglesia. En un giro genial, Wexler convirtió el canto sacro de Aretha en una especie de música pagana. O al menos contestatario. De cantarle a Dios a decirle: “¿Dónde andas? Las cosas van mal y tú sigues callado”.

“Respect”, la canción que abría I never loved a man the way I love you (1967) (su primer disco para Atlantic) es el ejemplo perfecto: le dio la vuelta a una canción sobre un hombre trabajador quejándose a su señora y lo convirtió en la canción definitiva de la reivindicación femenina; una llamada a la independencia, a la emancipación. A encontrar ese espacio personal. Nunca se ha cantado canción más dura de manera más amable. Ese fue parte del mérito de Wexler: la arropó siempre con el mejor repertorio posible. James Brown, Ray Charles, los Rolling Stones, Carole King, y, por supuesto, las propias composiciones de Aretha, que no sólo escribía sino que producía, a pesar de no estar acreditada. Son discos con pegada que no se pueden olvidar. Canciones y canciones y canciones para ponerles un marco. Aretha arrives (1967), Lady Soul (1968) (¿el mejor disco de soul de la historia?), Soul’69 (1969), culminado con la grabación en vivo del Fillmore West (Live at fillmore west, 1971) que daba cuenta de lo mucho que nos perdimos los que no la vimos cantar.

A principios de los setenta, africanizó su imagen y volvió al gospel del pasado en un par de discos maravillosos: Young, gifted and black (1972) y Amazing Grace (1972), que tenían un discurso casi antropológico, de investigación de las raíces (de África a las plantaciones). Cerró la década aliándose con otra figura imprescindible (e igualmente dramática, Curtis Mayfield) en el que puede ser su último gran disco, la banda sonora de la olvidada película Sparkle (1976), en las que se aunaba la atormentada y sexual psicodelia soul del muy sofisticado Mayfield con el control total que Aretha tenía sobre su voz.

Los ochenta fueron, como para casi todo el mundo, la etapa más difícil. Le pasó a Dylan y a Bowie. También a ella. Abandonada la etapa Atlantic y el trabajo con Wexler, los discos grabados para el sello Arista en esa década son algo descafeinados: producciones cercanas al soft pop, limpitas-limpitas y perfectas para los créditos finales de una comedia romántica con hombreras. Por ahí andaba Narada Michael Walden, que produjo, en la apoteosis de su ochenterismo, Who’s zooming who (1985), donde se coló su gran éxito de esa década, grabado a medias con Eurythmics: “Sisters are doing it for themselves”.

A partir de los 90 rentabilizó su estatus de figura mítica de la música negra. Siguió grabando. Fue adoptada como madrina del reluciente R&B contemporáneo, mezclándose con figuras como Lauryn Hill, P. Diddy, Mary J. Blidge y llegó a editar el muy interesante A rose is still a rose (1998) un disco de ¿acid rap? que demuestra una vez más la grandeza de su figura. Fue incluso capaz de hacer algo que está al alcance de muy pocos: cantar buenas versiones de los Beatles.

Aretha es la historia de la América negra. Cantó en el funeral de Martin Luther King. En las preinauguraciones de Carter y Clinton. En la inauguración y en la Casa Blanca con Obama. Nació en Memphis, la ciudad de la música. Como Elvis, Johnny Cash, Roy Orbison o Alex Chilton. Se crió en Detroit, la ciudad del motor, donde también murió. Y cantó durante décadas sobre el dolor a través de la alegría.

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Fernando Navarro (Granada, 1980) es guionista y crítico musical. Ha escrito enre otras 'Toro', 'Verónica' y 'Bajocero'. 'Venus' (Jaume Balagueró, 2022) es su último guion. En 2022 publicó la novela 'Malaventura'.


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