Croacia lleva el sufrimiento a un escalón desconocido

La final ya está definida: Francia-Croacia. En apariencia, los franceses deberían pasar por encima de los agotados croatas. Solo que las apariencias a menudo engañan.
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Corría el minuto veinte de la segunda parte y solo había un equipo en el campo. Desde el tempranero gol de Trippier, los ingleses se habían dedicado a controlar el partido, cocinarlo a fuego lento, sin estridencias, sin excesos, con la sensación de que en cualquier momento, en una contra, acabarían por cerrar su pase a la final. Enfrente, los croatas estaban muertos. Absolutamente muertos. Nadie ganaba una carrera, nadie se llevaba un duelo particular, todo era un enfrentarse contra el muro a base de balonazos sin sentido… Los comentaristas pedían más pero no había más que dar: las dos prórrogas ante Dinamarca y Rusia habían acabado con todas las reservas.

O quizá no. Quizá sí quedara algo. Quizá quedara un nuevo pase a la olla de Vrsaljko, un improbable desajuste entre los centrales ingleses y un remate inesperado de Perisic elevando el pie hasta el límite legal. El milagro. A falta de veintidós minutos de partido, tocaba el turno de Inglaterra de volver a poner las cosas en su sitio y recuperar su jerarquía, aunque fuera a base de empuje físico y balón parado. Pero nadie se había dado cuenta de que Inglaterra estaba aún más fundida que Croacia. Con dos prórrogas menos y con un buen montón de jóvenes veinteañeros en el campo, Inglaterra se empequeñeció a cada minuto y lo fió todo a Pickford, que paró todo lo parable, incluso en la prórroga.

Fue como si se levantara un decorado y viéramos que detrás del protagonista no había nada. Todas las estrellas inglesas se borraron de golpe: no se supo nada de Kane, no se supo nada de Sterling, sustituido de nuevo, y no se supo nada de Dele Alli, la eterna promesa. Nadie tomó el mando y poco a poco el castillo de naipes se fue derrumbando. Stones era un flan, Maguire intentaba cosas fuera de su alcance, Trippier caía lesionado, a Walker le perdía un entusiasmo que derivaba en descolocación.

Poco ayudó Southgate desde el banquillo. Los dos hombres que más control aportaban al juego, Young y Henderson, fueron sustituidos y las faltas, las peligrosas faltas que tanto habían atormentado a los rivales durante todo el campeonato, las acabó sacando un Rashford con cara de pánico. Eran niños comportándose como niños, abrumados ante la responsabilidad, acalambrados y sin colmillo competitivo alguno. Con un poco de suerte, seguiremos viéndoles en los próximos años y les pediremos algo más que saques de esquina.

Por su parte, los croatas crecieron al olor de la sangre. Creció Rakitic, a sus 30 años, creció Modric a sus 32, creció el hiperactivo Lovren a sus 29, los mismos que Vida, uno menos que Strinic. Creció por encima de todos Perisic, que recordó por momentos al de la Eurocopa de 2016, otro producto de la generación de 1989, y creció el viejo lobo Mandzukic, 32 años, superviviente de mil guerras en el Bayern de Munich, en el Atlético de Madrid, en la Juventus de Turín… El hombre que se tuvo que reconvertir en extremo izquierdo para poder jugar una final de Copa de Europa y que halló la gloria en una jugada de pillo, un despiste que supo definir como el delantero centro que siempre ha sido.

No hay, en el fondo, nada más balcánico que Mandzukic. Quizá su complemento, Modric, por aquello del talento, pero talento hay en todos lados. Lo que siempre ha definido al deportista de la antigua Yugoslavia ha sido su negativa a rendirse, su capacidad de llevar el sufrimiento a un nivel siempre desconocido. Un poco más. Un minuto más. Un estiramiento más. Mandzukic les robó el bocadillo a todos esos niños y acabó en el suelo, como un profesor cansado en el recreo pidiendo agua, sabedor de que el partido pedía una pausa que ya sería definitiva.

El delantero de la Juve es un caso insólito: un hombre que lo ha ganado prácticamente todo en todos lados y que parece encantado de tener que demostrar que puede jugar a esto en cada partido. Un futbolista consciente de sus limitaciones, algo diícil de ver. Un Giroud con puntería. Los elogios y los balones de oro irán a otros lados y probablemente con sentido, pero hay algo especialmente bonito en el hecho de que Croacia se clasifique para la final de un Mundial con un gol suyo. Si la narrativa exige épica y garra, no se me ocurre mejor protagonista.

Queda, pues, la final ya definida: Francia-Croacia. En apariencia, los franceses deberían pasar por encima de los agotados croatas. Solo que las apariencias engañan a menudo y si los de Dalic vuelven a jugar a ser Mohammed Alí y a hacerse los débiles, más les vale a Griezmann, Mbappé y compañía tumbarles cuanto antes y sin tiempo para levantarse. Porque si ayer decíamos que a defender nadie le puede ganar a Francia, tampoco conviene jugársela con Croacia a ver quién resiste más tiempo de pie. Puede ser el partido más aburrido de la historia o el más trepidante, aún no lo sabemos. Algo me dice que Deschamps hubiera preferido jugarse las lentejas con los tiernos ingleses. Y tendría toda la lógica del mundo.

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(Madrid, 1977) es escritor y licenciado en filosofía. Autor de varios libros sobre deporte, lleva años colaborando en diversos medios culturales intentando darle al juego una dimensión narrativa que vaya más allá del exabrupto apasionado.


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