Foto: Alessio Sbarbaro User_talk:Yoggysot, CC BY-SA 2.5, via Wikimedia Commons

Cartas transatlánticas II

Los souvenirs y la huella que dejan son el tema de este segundo cruce de correspondencia de verano a dos orillas y ocho manos, un viaje de ida y vuelta de México a España a través de cartas.
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Queridos amigos: 

Desde nuestro último intercambio pienso en algo con frecuencia. ¿Traen souvenirs de sus viajes, más precisamente, de los que están haciendo ahora? Intento imaginar qué tipo de recuerdo se traería Ricardo de su travesía musical (¿quizá los boletos de la banda que dio el mejor show?), o Aloma desde Teruel, siendo un lugar que conoce de memoria y por el que ha pasado infinitos veranos. Emilio, ¿tienes aún algún recuerdo material de esos viajes de infancia en caravana?  

Esos objetos que traemos de los viajes significan tantas cosas. Son la prueba tangible de la experiencia vivida, del proyecto realizado, el recordatorio material de lo que ya no existe. Como cápsulas del tiempo, nos permiten mantener la ilusión de que los momentos se pueden conservar de forma física.  

No dejo de pensar también en los souvenirs y la construcción de símbolos que hacemos a través de ellos. Ni de su vínculo con el turismo de masas; las artesanías, los objetos recolectados de la naturaleza y los artificios creados por la industria del recuerdo Made in China, sin demérito de ninguno. Hace un tiempo leí a un compatriota suyo, el antropólogo canario Fernando Estévez González, quien realizó todo un estudio sobre el tema. En particular, una cita me llamó la atención: “los especímenes científicos y souvenirs turísticos conforman un continuum, reflejando más la cultura de quienes los recolectaron o los adquirieron que los lugares o las gentes a las que pertenecieron o representan”. Corto aquí porque el resto del discurso –no menos importante que este punto, aunque se sale del tema– habla de cómo los museos han servido para legitimar la frontera entre lo netamente “científico” (incluyendo los productos “exóticos” de otras culturas) y lo banal de un souvenir fabricado en masa.     

¿Qué dicen entonces esos objetos de nosotros? Repaso mi inventario: una piedra de obsidiana traída de un paseo por el Bosque Otomí de México, conchas marinas de distintas playas, trozos de madera del Bosque de Chapultepec, hojas de plantas que me gustaron, una orquídea que no sobrevivió a su viaje desde Tailandia y quedó para siempre como una planta enana en una botella, piedras sin mayor particularidad que la de pertenecer a un territorio ignoto, una pluma de pavo real y las cenizas de la última explosión fuerte del volcán Popocatépetl.

Y tengo, como muchos viajeros, un souvenir frustrado, que quedó en la negra playa de la península de Snæfellsnes, en Islandia. Había ido allí para trabajar en una nota. Iba conmigo un fotógrafo bastante moralino que censuraba cada acción por no ser lo suficientemente zen. No podíamos parar a tomar café en las gasolineras distantes en medio de la vacía inmensidad islandesa porque era un abuso (el café te lo dan gratis), no caminar sobre la hierba (cuando todo era hierba y no camino), no esto, no aquello, no nada. Alguien con suficiente coraje como para reprender con aires de superioridad, y al mismo tiempo arruinar el paisaje desde el coche musicalizando con cumbias de lo más cutre.  

Vuelvo a la playa. Observé el mar por un buen rato, absorta en su laxitud, la ausencia de grandes oleajes y de contraste con el cielo de esas noches de verano que allí son un continuo atardecer, cuando apareció como una maldición, a mis espaldas, mi compañero de viaje. –¿Qué haces? –dijo en tono amigable. –Observo, –respondí y en un rapto de emoción le conté que había recogido algunas piedras de las que reemplazan la arena en esa playa. Piedras negras y lustrosas, recordatorio de millones de años de cambios terrestres, de volcanes haciendo erupción, de mares enloquecidos. Error. No tardó en llegar el regaño solemne sobre las reglas del buen viajero que no puede tomar ni una ramita caída del árbol. 

–Pero, P., solo estoy tomando dos piedras, dos –respondí. Su mirada infranqueable y su negación con la cabeza, como diciendo “por gente como tú se acabará el mundo”, me produjeron indignación. –¿Qué tanto daño puede causar a este sitio tomar dos piedras, dos, de una infinidad de piedras? –imploré. Y entonces dijo, como un Buda, “tú te llevas dos y otros se llevan otras dos y así nos acabamos la playa”. 

Su respuesta me molestó aún más porque, pensé, quizá tenía razón. Arrojé con enojo y tristeza mis piedras en aquella playa. Hoy ya no me pregunto si siguen allí, solo pienso en qué será de la vida de aquel fotógrafo naturalista que ahora se dedica a los bienes raíces.  

Abrazos,

Florencia Molfino 

***

Queridos todos,

Os escribo a la orilla del río. He dormido solo dos horas porque se nos ha pinchado el colchón de la tienda de campaña. El agua fría del río y el buen café de Portugal me ayudan a mantenerme despejado. 

Estaba pensando en los souvenirs. Antes no me gustaban, ahora me hacen gracia: un imán hortera de un pueblo turístico, un llavero kitsch, una postal con un montaje fotográfico amateur…  Tengo una amiga que todavía manda postales desde sus viajes y me hace mucha ilusión cuando recibo una. La última, desde París, no contenía ninguna referencia a la ciudad: era simplemente un perrito con una boina. 

Hace cuatro años estuve en los bosques de secuoyas de California y me traje sin querer un trozo de madera. Digo sin querer porque mi intención no era sacarlo de Estados Unidos, pero se me olvidó en la mochila. Es un souvenir involuntario e ilegal, según leí después. Lo tuve durante años en una estantería hasta que se me ocurrió meterlo en la maceta de una planta que estaba muriéndose, con la esperanza de que sirviera de abono. No funcionó, pero ahí sigue el trocito de secuoya, integrándose en la tierra barata del Lidl y ganando cada vez más moho. 

Mis padres sí que traían muchas cosas de nuestros viajes: una cruz de hierro de Irlanda, un mejunje afrodisíaco de hierbas de República Dominicana, la botella está sin abrir desde hace más de veinte años. Es curioso su intento de no parecer clase media: no traían cualquier objeto turístico, su vocación era de antropólogos amateur. Pero no hay nada más clase media que intentar no ser clase media: no somos turistas, somos viajeros; no compramos souvenirs, adquirimos piezas de coleccionismo. 

Yo soy un ferviente antifetichista. Me he mudado tantas veces que prefiero no acumular objetos. Este año he comprado una cámara desechable y las fotos que haré con ella serán el único rastro físico que dejaré de este verano. 

Besos y abrazos desde Paredes de Coura,

Ricardo Dudda

***

Querida peña transatlántica:

Yo fui durante muchos años un entusiasta coleccionista de souvenirs. Tengo un garrafón de vidrio lleno de cajas de cerillos que reuní en restaurantes y de las cuales no sé cómo deshacerme, y una más modesta cantidad de portavasos que ilustran itinerarios nada cosmopolitas. En alguna caja de algún armario hay guardados kilos de tarjetas postales. Junto a ellas, una cantidad de folletos informativos que me gustaba recolectar sin mucha distinción: hay lo mismo de museos que de, por ejemplo, locales que rentaban jet skis o que ofrecían paseos en tirolesa. Esos folletos los reunía con un propósito: creía que en algún momento escribiría una novela y me servirían para construir un universo narrativo verosímil. 

En aquellos viajes a la playa de los que hablaba en la entrega anterior solíamos recoger conchas de mar. Buenas cantidades de ellas, como para llenar frascos que adornan aún la sala de casa de mi madre. 

Aquello era muy normal y hoy es casi considerado un ecocidio. No sé si, como P. le dijo a Florencia, los recolectores de conchas y piedras nos acabamos la playa. Es inevitable suponer que en algo contribuimos, pero seguro que la acidificación de los mares, la destrucción de los manglares y la pesca a escala industrial algo han tenido que ver también. Lo cierto es que es demostrable que en las playas concurridas en este lado del Atlántico ya no se encuentran conchas de buena calidad. Hay muchas pequeñas, rotas y descoloridas, pero ya no piezas como la del logo de la Shell. 

Lo que sí se encuentra es plástico. (El 80% de los escombros en el mar son plásticos.) Es bonito encontrarse vidrio pulido por el mar, pero el plástico no tiene encanto y solo recuerda que verano rima con Antropoceno (no es cierto, pero déjenlo pasar).

Hace poco vi un capítulo de Black Mirror en el que las abejas se extinguieron pero fueron sustituidas por sus versiones robóticas, que polinizan, construyen colmenas y (alerta de spoiler) asesinan. Es probable que en algunos años poblemos el mar con conchas de plástico con diseños vanguardistas y pintadas vistosamente, que sirvan como habitación para los animales que ya no pueden construir corazas de carbonato de calcio, y que de paso puedan ser recogidas y coleccionadas por los turistas. Si eso no es lo suficientemente distópico, estas conchas podrían también ser sofisticados dispositivos de espionaje que, desde su lugar en el estante, registren todo lo que ocurre en nuestras casas. Si encuentran conchas de verdad, avisarán de inmediato a la policía.

Un abrazo optimista,

Emilio Rivaud

***

Hola, hola, amiguitos a este y al otro lado del océano: 

Je vous écrit dés mon portable dés un village français. Hoy hemos recogido la autocaravana con la que planeamos llegar a París. Como el viaje se ha adelantado de improviso, mañana pasaremos el día en Biarritz con el objetivo de tratar de ver el rayo verde a la caída del sol. Lo siento, soy insoportable. 

Siempre he odiado los souvenirs, porque siempre los he asociado a lo kitsch; sin embargo me gusta conservar objetos que me recuerdan algo. Soy cazadora de conchas, quizá ya furtiva. En casa de mi madre hay no ya un bote sino una pecera. Había, porque la rompimos la primera semana de este verano. De las playas de este verano, apenas hemos cogido unas conchas. Quería que cada uno de mis hijos eligiera una piedra para pintarla, y cuando teníamos dos, las perdimos. Se quedaron en la misma playa donde las habíamos encontrado. Supongo que la naturaleza tiene sus trucos para preservarse. 

Estoy en una pizzería a un lado de la carretera, al otro lado está la autocaravana –hay dos más–. No dejo de pensar en Al abordaje, de Guillaume Brac. Si hubiera un karaoke me arrancaba con “Aline”. 

Vuelvo al fetiche: mi hija mayor me ha preguntado si podremos traernos un recuerdo de París, no sé si leyó tu carta, Florencia. Y yo pensaba en esas pulseras que van trepando desde la muñeca hasta el codo en verano. 

Os mando besos a todos, 

Aloma Rodríguez ~

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es editora y periodista. Es editora de redes sociales de Letraslibres.com.

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Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).

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es editor digital de Letras Libres.

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