Casa Rorty VII. Sinécdoque, verano

Es pronto para saber si lo que siempre se ha vivido con expectación, sobre todo durante la juventud, se convertirá en un incordio o una pesadilla, debido al cambio climático.
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El verano es un mito: el mito del verano. Pero también es una realidad; la realidad con la que se construye el mito. Y se diría que en los últimos años, a medida que los efectos del cambio climático se dejan sentir con mayor fuerza en las sociedades occidentales, esa realidad está cambiando de forma. Es pronto para saber si lo que siempre se ha vivido con expectación, sobre todo durante la juventud, se convertirá en un incordio o una pesadilla; quizá solo aprendamos a permanecer a la sombra en espera de meses más propicios. En cualquier caso, las olas de calor de última generación dejan claro que el concepto “verano” se asienta sobre una rotunda terrenalidad: el nadador de Paestum se zambuye en aguas cada vez más cálidas.

Si uno se para a pensarlo, resulta asombrosa –también entrañable– la parafernalia con que los occidentales han rodeado la estación desde que comenzase la era de la abundancia; esa cuyo final anuncian de manera precipitada algunos comentaristas. Porque es la sociedad occidental la que dedica una parte de los meses de verano a tipos particulares de ocio, reduciendo el tiempo que dedica al reino de la necesidad. Para quienes ocupan los empleos que se dedican a hacer posible ese paréntesis colectivo, el verano resulta mucho menos reconfortante: del camarero al cocinero, pasando por el instalador de aires acondicionados o el portero de discoteca. Aunque también caben los matices: no es lo mismo tratar con el público que disfrutar de climatización; para colmo, a veces se gana mucho dinero con lo primero y nada pese a lo segundo. Se dice que el aumento de las olas de calor implicará descensos en la productividad y ya empiezan a implantarse nuevos estándares de seguridad laboral.

Hay asimismo figuras veraniegas asociadas a la tensión entre quien trabaja y quien descansa: el declinante “rodríguez” de la tradición mediterránea postulaba un proveedor masculino en el marco de la familia tradicional, pero apenas sobrevive entre quienes se dedican a profesiones cualificadas; el lujo consiste aquí en pasar dos meses entre la casa del norte y las ocasionales reuniones capitalinas. Todo sugiere que aquellas largas vacaciones de mes completo y maletero rebosante son historia, como un resto del desarrollismo franquista cuyas últimas expresiones aún vivimos en la infancia; solo los marroquíes siguen cargando sus furgonetas y recorren miles de kilómetros para descansar unas semanas en su país de origen. El rejuvenecimiento gradual de las plantillas empresariales, compatible con el envejecimiento general de nuestras sociedades, ha conducido a la fragmentación estival. Se guardan días e incluso semanas completas para el viaje de invierno o primavera; muchos renuncian voluntariamente a las playas de agosto para disfrutarlas en septiembre. Quien así funciona no deja de pagar un precio; le conviene emboscarse en el piso durante la canícula y bloquear Instagram para no volverse loco a la espera de la venganza: quizá un salto a Berlín en octubre. Pero el trabajador flexible, al menos si se dan las condiciones sentimentales apropiadas, disfruta a cambio de ese singular espacio de apariciones que es la capital semiabandonada: uno de los paraísos posibles para el sujeto disponible.

El verano es una ficción 

Los riesgos morales asociados al verano del padre trabajador los trató Billy Wilder en The Seven Year Itch, aquí estrenada con el explícito título de La tentación vive arriba. Mayor vigencia sociológica conserva El rayo verde de Éric Rohmer, que relata la desesperación de una joven que se ha quedado sin plan estival y a la que seguimos durante un entretenido periplo lleno de insatisfacciones que culmina en un aparente milagro: la supersticiosa protagonista terminará el filme abrazándose al hombre que ha conocido en una estación de tren y depositará en él las esperanzas de un final feliz. Rohmer fue un cineasta aficionado al verano; muchas de sus sofisticadas narraciones transcurren en esa estación. El realizador francés comprendió que en el verano nos parece estar tomando vacaciones de nosotros mismos, que en él nos abrimos a nuevas asociaciones y posibilidades: como si nos adentrásemos en una zona franca de la moralidad o ensayásemos nuevas formas de narrarnos. Ese testigo lo tomó entre nosotros Jonás Trueba en La virgen de agosto, que también sigue a una mujer joven durante el verano que pasa en la ciudad mientras –mudanza mediante–busca su camino. Paradoja del verano: siendo un terreno abonado para la experimentación vital, los resultados en él obtenidos habrán de replicarse en el otoño y no siempre será posible hacerlo.

De hecho, el excursionismo de la subjetividad tiene su reverso en el aumento de las separaciones que se registran durante las vacaciones: no es lo mismo llegar a Santander con los amigos que pasar en pareja una quincena en Benidorm. Y quien aguanta a la pareja –él o ella– mira por el retrovisor las vacaciones de los amigos; el verano es, también, un estudio comparativo. Podríamos invocar a René Girard y hablar del deseo mimético, reforzado durante un periodo especial que sentimos la obligación de aprovechar: el de enfrente siempre parece pasárselo mejor que nosotros. No obstante, siempre quedará por responder –agujero negro de la teoría girardiana– la pregunta por el primer deseo del que derivarían todos los demás. En el caso del verano, reconozcámoslo, esa pregunta quizá no sea tan difícil. Se responde sola: el aumento del calor produce efectos sobre el organismo y despierta en el cuerpo el anhelo de placeres sensoriales. Queremos descansar a la sombra, ir junto al mar, comer junto al río; nos quitamos la ropa y la piel se oscurece. ¡Bebemos gazpacho! El verano remite a esa “alegría de existir” de la que hablaba el filósofo francés Clément Rosset, quien habla de la música como podría hablar de un día soleado que nos empuja a zambullirnos en el agua:

“El mundo está demasiado lleno de imágenes, de remisiones, de referencias y de reflejos: su contenido de realidad se diluye sin cesar en el juego de la réplica y en el espacio del punto de vista. Mientras que la música nos pone entre la espada y la pared, produce de repente una realidad sin réplica y sin referente.”

Es el verano que relata Mersault en El extranjero, cuando se baña con María en la playa abarrotada de gente y experimenta una extraña felicidad que no necesita de referentes exteriores. Cuidado: precisamente porque existe una mitología del verano, su disfrute puede verse condicionado por los imaginarios que llevamos en la cabeza. Pero quedan fuera de su alcance, como experiencias puras, aquellas que podríamos incluir dentro de una fenomenología estival. No todas son benéficas; uno puede ahogarse víctima de una corriente traicionera e insolarse buscando el bronceado perfecto. Y si incluimos en el cuadro a otras especies, el panorama se complica un poco más: la inocencia con que los niños sacan a los cangrejos de su hábitat para meterlos en los cubos, de camino a un probable destino en el inodoro del apartamento familiar, resume bien la manera en que la humanidad ha venido relacionándose con su entorno. Pero al mosquito que ronda nuestro sueño no pensamos en salvarlo: sencillamente ha ido demasiado lejos.

No todos los veranos son verano

Incluso antes de su endurecimiento reciente, con todo, la experiencia veraniega está llena de asimetrías. Ser un anciano en plena canícula, no digamos si ese anciano vive solo, equivale a una amenaza de muerte. Y no hace falta recordar que una parte de la población no tiene segunda residencia, ni puede pagarse unas vacaciones; aunque también el que se encuentra en esa situación pasa el domingo en el río –recordemos Un día en el campo de Renoir– o conduce varias horas en la mañana del domingo poner los pies en remojo a la orilla del mar. También hay una diferencia entre las capitales abandonadas y las localidades turísticas: los aeropuertos distribuyen por el mundo entero a masas de viajeros y estas toman hoteles y apartamentos al asalto, sin olvidarnos de quienes vienen con su autocaravana al cámping ni de los que bordean la costa del Bósforo en el barco del amigo rico. Pero es ya irrepetible el verano que pasa la Katherine Hepburn de Locuras de verano en la Venecia de los cincuenta: los albores del turismo democrático guardaban para unos pocos privilegiados el equilibrio ideal entre accesibilidad y exotismo. Eso hace mucho que desapareció, aerolíneas de bajo coste y globalización liberal mediante; incluso los chinos vienen a ver Sevilla en pleno agosto y algún sevillano habrá que aproveche la estación para ver la Gran Muralla. Formamos una especie cuyos miembros no paran de moverse; así fue como desbordamos el nicho ecológico en el principio de nuestros tiempos.

Sucede que la denigrada economía fósil, cuyo despliegue comienza con la Revolución Industrial y se intensifica durante los dos siglos posteriores, va de la mano de la consolidación de los regímenes liberales y de la aparición de fenómenos democratizadores de distinto signo; entre ellos se cuentan el turismo de masas y la generalización del aire acondicionado. Lee Kuan Yeow, hacedor del Singapur moderno, sostenía que el éxito de su ciudad-Estado no hubiera sido posible sin esta tecnología, que de hecho consideraba revolucionaria por haber permitido el desarrollo económico tropical. El cambio climático es así un hijo del progreso; un hijo bastardo al que hemos tardado en reconocer porque, sencillamente, su existencia nos era desconocida. Ya no podemos hacerlo desaparecer: solo cabe limitar su crecimiento futuro. Mientras tanto, no hay más remedio que adaptarse –social, tecnológica, anímicamente– a las condiciones que la criatura nos vaya imponiendo a medida que el siglo vaya avanzando. Hay respuestas sorprendentes: hay turistas que viajan al Death Valley californiano para ser testigos sobre el terreno del récord de temperatura que podrían marcar allí los termómetros. Pueden rematar la jornada en Palm Springs, que no queda demasiado lejos y ofrece arquitectura modernista –debidamente climatizada– en pleno desierto: otro mundo es posible.

El último verano… 

¿Qué pasará con el verano si las temperaturas siguen subiendo? No puede descartarse que el bello verano pase a ser el temible verano; nuestra vivencia de la estación podría africanizarse. Las consecuencias de un fenómeno semejante están por verse; son muchos los habitantes del globo que padecen desde antiguo temperaturas salvajes y han sabido adaptarse a ellas. En las ciudades occidentales, no solo en las meridionales, queda todo por hacer en esta materia. Pero los patrones del turismo internacional se verán modificados en las próximas décadas, con el daño económico subsiguiente para las regiones sureñas; a cambio, la oferta invernal podría ganar si cabe en atractivo. Está por ver si la adaptación climática encarecerá el precio de los aviones, limitando la movilidad global; tengo mis dudas de que vaya a hacerlo en la proporción que defienden los partidarios de reducir drásticamente el número de viajeros.

Me interesa más aquí, sin embargo, el impacto potencial del cambio climático en la percepción colectiva del verano: ¿se convertirá en sinécdoque del calentamiento global, produciendo en nosotros una expectativa negativa que sustituya al placer que solía proporcionarnos aguardar su llegada? ¡Ecuatorianos todos! Despojado de sus adornos culturales, el verano sería entonces contemplado como un imperativo telúrico que en el mejor de los casos nos complica la vida y en el peor la paraliza; según donde uno viva y cuánto dinero tenga. Por eso necesitamos que las sociedades sean ricas y disfruten de energía abundante, para que puedan defenderse eficazmente de las altas temperaturas y entretenerse a puerta cerrada en espera de las más suaves. Mientras tanto, mortales todos, nadie sabe cuál será su último verano: disfrutemos como podamos el que ahora tenemos a mano.

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(Málaga, 1974) es catedrático de ciencia política en la Universidad de Málaga. Su libro más reciente es 'Ficción fatal. Ensayo sobre Vértigo' (Taurus, 2024).


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