Christchurch, Nueva Zelanda

El movimiento telúrico que asoló Nueva Zelanda golpeó con particular fuerza a la población de Christchurch. Daniel Krauze recuerda su paso por el lugar meses antes de la tragedia.
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En diciembre del año pasado visité Nueva Zelanda. Viajé de Melbourne a Queenstown, un pequeño poblado al oeste de la isla del sur, en el que se concentra la mayor actividad turística del país. Desde ahí visité, en coche, el parque Aoraki/Mt. Cook, Te Anau y Milford Sound, un fiordo espectacular que desemboca en el mar de Tasmania. El siguiente paso en mi itinerario era Kaikoura, una bahía que marca la parte final de los alpes del sur, en la que cientos de especies marítimas convergen: focas, delfines y decenas de especies de ballenas. Para llegar a Kaikoura –arriba y al este de la isla sureña- viajé a Christchurch en avión. Ahí pasé cuatro noches, instalado en un discreto motel en la avenida Papanui, a menos de veinte minutos caminando del centro de la ciudad.

 

Desde mi primera tarde, Christchurch me pareció una ciudad absolutamente distinta a Queenstown. Mientras que aquella capital turística estaba atestada de mochileros, cerveza y fiesta, Christchurch daba la impresión de ser una ciudad con el volumen apagado. No precisamente muerta sino silenciosa. Salí del hotel a las cinco de la tarde y caminé hasta Oxford Terrace. Pasando por la zona restaurantera tuve que acercarme a la puerta de los bares para asegurarme si estaban abiertos. Los únicos negocios en los que parecía haber clientela eran los restaurantes de comida asiática que salpicaban las esquinas de las cuadras junto a tiendas que no volverían a abrir sus puertas hasta mediados de enero. Pizzerías, mueblerías, galerías de arte: cerradas hasta nuevo aviso. Los cafés, los pubs y las tiendas de souvenirs parecían ser los únicos establecimientos inmunes a la pereza vacacional.

 

Basta arrojarle un sucinto vistazo a wikipedia o la guía de Lonely Planet para saber que Christchurch es la ciudad más inglesa de Nueva Zelanda, a diferencia de, digamos, Dunedin, donde la influencia escocesa es palpable. Por lo tanto, caminar por el centro de Christchurch es una experiencia similar a caminar por las callejuelas de Oxford: los parques de árboles frondosos enmarcados por edificios de influencia gótica; el río Avon que cruza la ciudad, cargado de turistas remando en pequeñas góndolas. Como ocurre con toda ciudad pequeña (Christchurch tiene menos de medio millón de habitantes), el carácter de la gente que te atiende está desprovisto de la brusquedad que caracteriza a aquellos que residimos en las grandes urbes. Una visita a una frutería te topa con un cajero que te sugiere la mejor fruta de la temporada; la chica que te atiende en el pequeño café donde desayunas es toda sonrisas (e inglés incomprensible). En mi penúltimo día, una de estas sonrientes neozelandesas se acercó a mí antes de que pidiera la cuenta en un restaurante. Era una mesera, nacida en Christchurch y criada en Chile, que quería sentarse junto a mí para practicar su español. Pagué la cuenta y la chica ofreció enseñarme el mejor lugar para beber en su ciudad. Aunque su tono era amable y su trato generoso, no pude dejar de notar que no parecía entender qué me había llevado de México a Christchurch, a través de un vuelo de más de catorce horas y un océano de distancia.

 

“Me mudo a Wellington en verano”, me dijo. “Aquí nunca pasa nada.”

 

Caminamos en silencio a través de las calles del centro. Era un martes por la noche y el único ruido que escuchamos fue el de un grupo de hippies tocando desafinadamente la guitarra en una esquina. Llegamos a South of Lichfield Lane, un angosto callejón en el que los bares y restaurantes abren sus puertas hombro con hombro. Arriba de nosotros colgaban hilos de luces, paralelos unos a otros. Entramos al lugar en el que había más clientes. Yo pedí una Montieth (la cerveza más popular de Nueva Zelanda) y ella una Corona. Nos sentamos afuera, en un sillón, frente a un hombre neozelandés que, al escuchar mi acento, me preguntó de dónde era. México, le dije.

 

El hombre guardó silencio y revisó el fondo de su vaso.

 

“Mexico? Do they speak Spanish or Portuguese there?”

 

“Español”, le respondí. La mesera, a mi lado, meneó la cabeza, sonrojándose.

 

Al día siguiente de mi viaje a Kaikoura, regresé a Christchurch y visité con calma las atracciones turísticas. Vi la catedral central. Una chica, de no más de treinta años, cantaba, afuera, una canción de su autoría. Di vueltas por Oxford Terrace, sin itinerario. Comí un cordero celestial en el pub de una esquina y, después, aburrido, contando las horas, me encaminé hacia al cine, a ver una película de Jake Gylenhaal. Salí a las ocho de la noche, pero aún no oscurecía. Volví al café en el que había desayunado dos días seguidos.

 

De regreso al hotel. Mi última noche antes de viajar a Wellington. Fui el único caminando por un parque, el único resguardándose de la lluvia debajo de la fachada de un edificio, el único cruzando Bealey Avenue, el único que entró a la tienda de una gasolinera para comprar galletas de ginebra y unos cigarros (mi cena neozelandesa). A lo largo de Papanui Road, las obras de renovación interrumpían el camino en la acera. Más de una decena de edificios eran reconstruidos después del terremoto de septiembre del 2010. A pesar de este aparente bemol en su superficie, disfruté esa última caminata a través de la aburrida tranquilidad neozelandesa. Envidié sus esquinas limpias, sus automovilistas civilizados, sus avenidas despobladas, sus edificios, prácticamente nuevos para los estándares de un mexicano, decorando el gris de sus cuadras. Envidié, pues, esa ciudad en la que “nunca pasa nada”.

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