Foto: Fabio Ferrari/LaPresse via ZUMA Press

Todo lo felices que podamos

Luego de una espera de 36 años y un partido prolongado y sufrido, Argentina y Lionel Messi lograron el campeonato mundial de futbol. Fue la culminación de una historia con ribetes épicos en la que los argentinos eligieron creer.
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Había que sufrir. No podía ser con tranquilidad, aunque Argentina hubiera jugado 80 minutos (más siete añadidos) casi perfectos, durante los cuales parecía encarrilarse hacia un triunfo sin fisuras. Apareció el archivillano de turno, ese fenómeno llamado Mbappé, para convertir con su fútbol y sus goles un partido más o menos normal en una final extraordinaria –quizá la mejor de la historia de los mundiales– y para estirar el drama hasta la tanda de penales. Porque había que sufrir: la trama debía llevar su curva de tensión hasta lo más alto posible antes del final feliz.

Es que el camino de la Scaloneta tuvo todos los condimentos narrativos de una historia de aventuras, con un héroe jugándose su última carta –después de varios descensos a los infiernos– en el ahora o nunca de su vida, un grupo de compañeros empecinados en ayudarlo a cumplir su sueño, un líder mítico muerto poco antes que ahora funciona como talismán y guía desde el más allá, unos oponentes que se hacen más fuertes a medida que el objetivo queda cada vez más cerca.

Así, con esos ribetes épicos, es como elegimos interpretar la historia nosotros los argentinos, por supuesto. Pero supongo que no solo los argentinos: también los millones de personas que en todo el planeta querían que Lionel Messi fuera campeón. Incluso multitudes de argentinos deseaban el triunfo más por el propio Messi que por la selección. Anhelaban la justicia poética de que aquella imagen de 2014 –el capitán argentino con los ojos fijos en la copa sin poder tocarla, tan cerca y tan lejos– fuera sustituida por las postales de ayer: el diez sobre los hombros de su amigo el Kun Agüero, el trofeo en sus manos, la sonrisa para siempre.

Y antes de elegir esa interpretación de la historia, elegimos creer. Fue una de las consignas más repetidas de los últimos tiempos, cada vez con mayor frecuencia, ante cada coincidencia que encontrábamos entre esta cita mundialista y las que habían terminado con Argentina campeón, las de 1978 y 1986: “Elijo creer”. Y encontrábamos coincidencias por todas partes. Algunos no más que como un juego; otros, con auténtica fe en las señales del universo, en la acción de astrólogos y brujas, en la bendición del Diego desde el cielo, como dice la canción. El resultado fue un entusiasmo que elevó la ilusión hasta alturas insospechadas, que nos hizo vivir las últimas semanas como si estuviéramos enamorados, disfrutando del Mundial de una forma que muchos de los que tenemos más de cuarenta ya pensábamos que no volveríamos a experimentar.

Habían pasado 36 largos años desde el anterior título mundial de Argentina. Las imágenes de la gesta del Diego y compañía en México quedaban cada vez más viejas, más lejanas, más parecidas a las estampas de los próceres de la independencia. El canto que anunciaba “Volveremo’ a ser campeones / como en el ochenta y seis” se había enraizado en nuestro espíritu futbolero como si la fecha fuera indeleble, definitiva, invariable, como si la frase hubiese dejado de ser un mantra para tornarse un karma.

En junio de 1986, cuando aquella conquista, todavía existía la Unión Soviética, nunca habíamos oído hablar de internet y más de la mitad de la población argentina actual aún no había nacido. Faltaban tres meses y medio para que llegara al mundo Franco Armani, el más viejo de los miembros del plantel consagrado en Qatar, y un año para que viera la luz, en Rosario, un niño al que llamarían Lionel Andrés Messi.

Como no podía ser de otro modo –¿por qué íbamos a dejar de encontrar coincidencias justo en ese momento?– el segundo gol de Francia nos remontó de inmediato a la final del 86, cuando Argentina también ganaba 2-0 y Alemania se lo empató 2-2 a la misma altura del partido: 36 minutos del segundo tiempo. Cuando no llegó el tercero en el tiempo regular, recordamos que en la final del 78 hubo prórroga, y el gol de Messi nos aferró más a esa ilusión. Pero había que sufrir hasta el último instante, estaba claro, hasta que Gonzalo Montiel convirtió el último penal, y entonces ya no vimos nada más, porque todo fueron abrazos, gritos, lágrimas, desahogo, éxtasis.

Horas después de acabado el partido vi una captura de pantalla de la impresionante atajada de Dibu Martínez a Kolo Muani. Me estremecí al ver que fue a los 3 minutos y 18 segundos de adición, aunque el árbitro hubiera anunciado que se jugarían solo tres minutos más. La jugada fue tan clara que los suplentes de Francia ya habían saltado al campo de juego para festejarlo. La atajada valió como un gol. ¿Y si hubiera sido gol? Perder en ese ultimísimo instante una final que tanto se había merecido ganar habría sido devastador. La desazón sería total. No habría consuelo. Por fortuna, esto no es más que un ejercicio de imaginación. Los dioses estuvieron de nuestro lado.

Salimos a celebrar, bendecidos hasta por el clima: este ha sido el primer Mundial disputado durante el (casi) verano del sur. Una marea celeste y blanca anegó las calles, las plazas, los corazones. Argentina es una fiesta. Somos felices.

Por supuesto que nada de esto resuelve la infinidad de problemas del país: la crisis económica interminable, la inflación, la desigualdad, etc. Lo sabemos. Ya en unos días volveremos a preocuparnos por eso. Pero que nadie intente rebajar en un ápice nuestra alegría. ¿Cuántas veces dijimos que entre tantas malas noticias necesitábamos una buena? Esta vez se nos dio. El fútbol es el único ámbito en que la Argentina forma parte de la élite mundial. Se podrá decir que no es mucho, y quizá sea cierto. Pero el fútbol es mucho más que un deporte y mucho más que un negocio. Es, para tantos de nosotros, una pasión, un hecho cultural, casi un modo de sentir la vida. Y el Mundial es el más masivo de los acontecimientos que la humanidad ha creado, y casi no hay país que no sueñe con ganarlo. Y lo ganamos nosotros. Seamos todo lo felices que podamos. Salud.

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(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.


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