Contra la lógica de la hucha

Las redes sociales se rigen por las leyes del mercado, la publicidad y la estandarización física. Es preciso introducir lógicas distintas en su uso.
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En muchos sentidos, las redes sociales funcionan como negocios al revés. Se supone que el primer paso en cualquier emprendimiento consiste en desarrollar un producto para luego ofrecérselo al público. En Facebook, en X o en cualquier otra plataforma ocurre lo contrario: primero se construye una audiencia y luego se le presenta una mercancía (que, con frecuencia, es la misma persona que publica).

Las premisas implícitas en este modelo de funcionamiento son brutales: no solo que toda relación humana debe ser manipulada en favor del comercio, sino que tampoco existen ni la gratuidad ni las afinidades electivas. Publicamos por motivos esencialmente crematísticos: lo que en realidad nos impulsa –si somos sinceros– es el imperativo de convertir a los amigos en clientes. Así pues, nada de autoengaños: “amistad”, en el contexto restringido de las redes sociales, significa sobre todo “posibilidad de monetización”.

Tal vez ese cambio comenzó a gestarse hacia 2018, cuando Facebook modificó sus políticas de privacidad tras el escándalo de Cambridge Analytica. Hasta entonces, muchos de los que posteábamos en la red no estábamos motivados por el afán de lucro. Nos interesaban otras cosas: compartir una pieza musical o un libro recién descubiertos, avisar sobre un escrito reciente, hacer chistes o juegos de palabras, recomendar películas o series, mostrar sin pudor las fotos de nuestras vacaciones, exhibir el cariño por nuestras mascotas, anunciar un evento en el que participaríamos o, simplemente, lanzar una botella al ancho y ajeno mar de internet a ver qué ocurría.

Pero algo cambió. Las nuevas políticas corporativas privilegiaron la imagen sobre el texto, y se produjo una migración masiva hacia redes centradas en lo visual, como Instagram, donde los textos suelen ser cortos y poco elaborados. La consecuencia más visible de esa ¿metamorfosis? fue el ascenso imparable de la autopromoción, no tanto como un propósito explícito, sino como efecto colateral de unas nuevas reglas concebidas para gestionar una crisis de reputación.

Ese rediseño favoreció que la lógica de lo llamativo se impusiera sobre la de lo altruista, aunque sin llegar a eliminarla. De paso, impulsó una segunda transformación cuyos efectos apenas empiezan a vislumbrarse: la red, que en un principio se sustentaba en el placer, el juego y la energía libidinal, pasó a regirse por las leyes del mercado, la publicidad y la estandarización física.

La pandemia no hizo sino reforzar ese escenario, consolidando la figura del influencer tal como lo conocemos: alguien que se vende a sí mismo con el propósito de alcanzar el santo grial de la fama, no como consecuencia de su trabajo, sino como único objetivo. La fama ya no como medio, sino como fin; la fama como pasión vergonzante, no como logro intelectual o moral.

En ese contexto, ¿quién podría sorprenderse del (como siempre) confuso panorama que se extiende ante nuestros ojos? La banalización del debate político y su consecuencia inevitable, la polarización en lugar de la discusión razonada; la conversión del propio cuerpo en mercancía; la transformación de la vida personal en un anuncio; la entronización de la pose como virtud; la creciente credulidad ante lo que circula por las redes sociales; la reducción de la experiencia a un simple “me gusta” o la descarada instrumentalización de las artes son apenas los síntomas más notorios y perjudiciales del nuevo estado de las cosas.

Es inútil abogar por un regreso a “lo que había antes”, porque las redes sociales nunca fueron un modelo de comportamiento cívico. Ya en el lejano 2009, cuando creé mi cuenta en Facebook, se podían ver, aunque en forma incipiente, muchos de los problemas que hoy nos provocan rechazo o bochorno. ¿Entonces?

Dado que el narcisismo de los llamados “actos de resistencia” suele traducirse en penosas declaraciones retóricas, quizá habría que fijarse objetivos mínimos y alcanzables. No favorecer que el espacio público sea definido por el dinero podría ser uno de ellos, al menos en lo que respecta a la cuenta que uno administra. Pero tal vez la acción más importante consista en introducir lógicas distintas a las que promueven las plataformas: si se nos sugiere que los textos deben ser breves, escribir con largueza; si se nos empuja a vivir de forma hedónica, introducir de vez en cuando alguna nota melancólica. Se dirá que es muy poco (y estaré de acuerdo). Pero, viendo a quienes gastan su vida pasando día y noche el sombrero por las redes –no importa si para conseguir clientes, atención, amor o prosélitos para una causa–, cualquier cosa parece preferible a vivir perpetuamente como perritos con una hucha petitoria en la boca. ~


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