Como si fuera esta noche la última vez

De Catulo a José José, de Judas a Chéjov, las representaciones del beso, a veces deseado y a veces transgresor, tienen una larga historia.
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Catulo escribió sus poemas allá cuando faltaban seis décadas para que naciera Cristo. Sentía una gran atracción por un muchacho llamado Juvencio y le dedica un poema para expresar su deseo de besarlo trescientas mil veces. Al parecer no se aguantó las ganas, pues en un poema posterior habla de haberle robado a Juvencio un beso mientras jugaba, un suaviolum “más dulce que la dulce ambrosía”. Y sin embargo, el gusto se le vuelve sufrimiento, ya que “no lo obtuve impunemente, pues más de una hora me acuerdo que estuve clavado en lo alto de una cruz, mientras te ofrecía mis excusas y no podía, cubierto de lágrimas, calmar un poquito tu ataque de cólera”.

Juvencio se había secado sus “labios húmedos de muchas gotas con todos tus dedos, para que no quedase nada del contacto de mi boca, como si se tratara de la asquerosa saliva de una puta infectada”. La dulzura se le vuelve amargura, se siente un crucificado y aprende la lección: “Siendo tal la pena con que castigas mi infortunado amor, nunca más te robaré besos.”

Entre los besos no solicitados, el más famoso es el que Judas le da a Jesús, mas aquí el problema nada tenía de transgresión, menos aun cuando el propio nazareno había amonestado a Simón el fariseo algunos capítulos antes porque: “No me diste beso”. Ahora todo tenía que ver con un chivatazo. “Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del Hombre?” Son más bien algunos artistas plásticos, como Giotto, que pintan a Judas rodeando a Jesús con los brazos, parando la trompa y acercándose codiciosamente a la boca divina. Si Giotto hubiese decidido pintar la escena un segundo después, Jesús y Judas habrían aparecidos como Brezhnev y Honecker.

Según recuerdo, en Don Quijote no hay besos en la boca, acaso en las manos y hasta en los pies, salvo en caso de los títeres de maese Pedro: “¿No veen aquel moro que callandico y pasito a paso, puesto el dedo en la boca, se llega por las espaldas de Melisendra? Pues miren como la da un beso en mitad de los labios y la priesa que ella se da a escupir y a limpiárselos con la blanca manga de su camisa y cómo se lamenta y se arranca de pesar sus hermosos cabellos”.

Uno de los tantos cuentos maestros de Chéjov se titula “El beso”. El propietario de una casona ofrece una fiesta para ciertos soldados de artillería que van pasando por ahí. Riabóvich se aburre un poco, deambula por la casa y se pierde. Al entrar casi por azar en una habitación oscura… “Se oyeron unos pasos rápidos y el leve rumor de un vestido, una anhelante voz femenina balbuceó: «¡Por fin!», y dos brazos mórbidos, perfumados, brazos de mujer sin duda, le envolvieron el cuello; una cálida mejilla se le apretó contra la suya y al mismo tiempo resonó un beso.”

Riabóvich no ve el rostro de la mujer y sabe que recibió el beso por error. Más tarde, en el salón, intentará identificar a la dueña de esos labios. Llega la hora de partir con su regimiento. Por un tiempo, mientras guarda el evento para sí, ese beso le parece a Riabóvich bello y cargado de significado. Cuando decide contarlo, se vuelve un hecho vulgar.

Inevitablemente vuelve a soñar con ese momento. Con esa mujer.

Meses después, regresa con sus compañeros por el mismo lugar. Riabóvich desea que los inviten de nuevo a esa casona y estar otra vez delante de la mujer que lo besó. Pero pasan de largo y llega el final muy bellamente chejoviano.

“Recordó otra vez cómo el destino en la persona de aquella mujer desconocida le había acariciado por azar, se acordó de sus ensueños y visiones estivales, y su vida le pareció extraordinariamente aburrida, mísera y gris.” Por eso, cuando les abren la puerta de otra casa de cierto general para ir allá a cenar: “Por un instante el gozo estalló en el pecho de Riabóvich, pero él se apresuró a apagar aquella llama, se acostó y, para contrariar a su destino, como si deseara vejarle, no fue a casa del general”.

La bestia o el sapo necesitan un beso para convertirse en bellos príncipes, y en otras ocasiones bellos príncipes poseen en su beso el poder de romper hechizos. Ciertamente si alguien sufre un maleficio tal que le condene a dormir durante cien años en el bosque, habría de preocuparse por cómo se alimentará, si el cuerpo envejecerá, si las hormigas vendrán a picotear, si en cada invierno habrá de congelarse el cuerpo para descongelarse en primavera, si luego de algunas décadas se deshace la ropa, si se le engusanan las cavidades, si los lobos se dan un banquete, si los músculos habrán de atrofiarse. En tal caso, ¿un beso sería recibido como un ahogado recibe la reanimación cardiopulmonar?

Más agudos instintos éticos pincha Kawabata con sus bellas durmientes. Eguchi es ya un anciano, pero recuerda que en su juventud se sintió incómodo cuando bailaba con una mujer madura, y ella le dijo: “Antes de dormirme cierro los ojos y cuento los hombres por quienes no me importaría ser besada. Los cuento con los dedos. Es muy agradable. Pero me entristece no poder pensar en más de diez”.

Mientras que para Eguchi: “El hecho de ser utilizado a sus espaldas por la mente de una mujer de edad mediana resultaba bochornoso”.

Pasa el tiempo y ahora Eguchi se acuesta con muchachas dormidas.

“Naturalmente, los huéspedes de esta casa eran libres de besar. Besar no figuraba entre los actos prohibidos. Un hombre podía besar, por senil que fuera. La muchacha no le rehuiría, y nunca sabría nada”.

Piensa en lo que sería besar a una muerta. Se lamenta de su propia senectud sombría.

“Sin embargo, la forma insólita de estos labios le excitaba. «De modo que hay labios así», pensó, tocando suavemente con el dedo meñique el centro del labio superior. Estaba seco. Y la piel parecía gruesa. La muchacha empezó a lamerse el labio, y no paró hasta que estuvo bien humedecido. Él retiró el dedo. «¿Sabrá besar aunque esté dormida?»”

También José José le habla a una bella durmiente cuando dice “me perdí en tu vientre cuando aún dormías, la sorpresa abrió tus ojos y se hizo el día, encerré un beso en tus labios por si acaso me reñías”, el rostro de la mujer pierde el color y “sé que estabas enfadada, pero no dijiste nada, el que calla otorga…”. Cualquiera que sea el modo de entender la canción, gran cosa es la voz de José José.

Más misteriosa canción de bello durmiente, y con igual buena voz, es aquella de Raphael: “Cierro mis ojos para que tú me quieras libremente… para que corran tus dedos por mi piel… yo no te veré, puedes hacer lo que quieras conmigo…”.

Y ya hablando de buena música, no sé qué tan avezado sea Elvis Crespo en etimologías latinas, pero según mi diccionario, cantar “suavemente bésame” sería entre los latinos algo cercano a decir “besamente bésame”. Si bien antes que redundante, suena poético. El beso en la boca, el suavium, tiene su raíz en suavis, dulce, delicioso, placentero.

Por eso en el mundo eslavo, a los recién casados se les hace la cantilena de “¡Amargo, amargo!”, para que se besen como si fuera esa noche última vez y todo sea dulzura, ma non sempre. ~

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(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.


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