En la novela Los adioses, de Juan Carlos Onetti, deambula un personaje trágico, “el mejor jugador de basquetbol, todos dicen, internacional. Jugó contra los americanos, fue a Chile con el seleccionado, el último año”. Eso fue tiempo atrás; ahora el hombre está enfermo y muy cerca de la muerte. Además de su enfermedad, lleva una pesada carga en la memoria, se diría que un pecado: “Un partido con los norteamericanos, que alguien dijo que se había perdido por su culpa, y de cómo apenas pudo no llorar cuando le acercaron el micrófono al final del partido”. El narrador ve a ese hombre desalentado y con la cruel poesía de Onetti dice: “Pude explicarme la anchura de los hombros y el exceso de humillación con que ahora los doblaba, aquel amasado rencor que llevaba en los ojos y que había nacido, no solo de la pérdida de la salud, de un tipo de vida, de una mujer, sino, sobre todo, de la pérdida de una convicción, del derecho a un orgullo”.
Fallar un tiro en baloncesto tiene tan poca relevancia como anotarlo, pero se vuelve gran cosa porque Onetti la convierte en algo sublime. Y sin embargo, en el mundo hay un fenómeno, quizás mediático, por el que se vuelven sobresalientes cosas fútiles, como que un balón entre en una canasta o portería. Tenemos un aparato de ensalzamiento de los deportes y magnificación de triunfos y derrotas.
Aquí mismo en Letras Libres, Aurora Luque dijo: “No tenemos nada parecido a la valentía inaugural de un Jenófanes que criticaba la inanidad del deporte”.
A Jenófanes se le recuerda sobre todo por haber dicho que si los bueyes pudieran dibujar, dibujarían a los dioses como bueyes.
En cuanto a los deportes, se lamenta de que “si con la rapidez de los pies obtuviera alguien la victoria… sería más ilustre ante la mirada de sus conciudadanos… y sería alimentado por el erario público… sin merecerlo como yo. Pues más valiosa que la fuerza… es nuestra sabiduría”. Y entonces suelta una lápida verbal: “Pero sin querer uno se acostumbra a esto”.
Tomemos en cuenta que Jenófanes lo dijo hace dos mil quinientos años, cuando el ser humano apenas comenzaba a descubrir la sabiduría, cuando alfabetos y libros eran tiernos. Entonces los Juegos Olímpicos ya tenían trescientos años de existir, a algunos ganadores se les levantaban estatuas a las que les concedían poderes milagrosos, se les veneraba como a dioses, y el propio Homero había escrito sobre competencias atléticas en la Ilíada.
Ya vendrían más siglos para aprender, ya llegaría la gran generación de filósofos, pero en un estado más animal, la excelencia, la areté, era más física que mental o espiritual. Werner Jaeger lo escribe así: “Deporte o espíritu: tal es el dilema en que descansa toda la violencia del conflicto”. Y agrega: “No es posible ya que Jenófanes vea, como Píndaro, en cada victoria olímpica, en la palestra o en el pugilato, en las carreras a pie o a caballo, la revelación de la divina areté del vencedor”.
Y es que Píndaro, como exaltado comentarista deportivo, dedicaba buena parte de sus versos a ensalzar atletas con versos como “queda el recuerdo glorioso de sus pies” o “como un dios habilísimo en destrezas” o “enviando límpido néctar, don de las Musas, fruto dulce del alma, a los hombres que logran triunfos, les soy favorable”.
Esta oposición entre Jenófanes y Píndaro no se ha resuelto en países como España, donde se tiene un Ministerio de Cultura y Deporte, y a veces puede verse a un balonmanista decidiendo el futuro de los museos, y a veces a un historiador del arte formulando planes para el desarrollo del balonmano. Si bien la insuficiencia de un secretario con su secretaría se da en todos los órdenes y países.
Al hablar de campeones olímpicos, Pausanias menciona la advertencia que les hizo Homero a quienes confían más de lo debido: “¡Desdichado! Tu furia te perderá” o “¡Desgraciado! Te habrá de perder tu valor”, según la traducción.
Entonces menciona a un pugilista de nombre Polidamante, que, estando en una caverna con unos amigos, vio que el techo se venía abajo. Los amigos huyeron, pero él decidió poner a prueba su fuerza sirviendo de puntal. Murió aplastado.
Milón de Crotona, ganador olímpico en la lucha y hombre de gran fuerza, vio un tronco abierto en dos por una cuña. Quiso partirlo con su fuerza. La cuña se deslizó y las manos se le quedaron atrapadas al cerrarse el tronco. Por la noche lo devoraron unos lobos.
El propio Pausanias cuenta una de las historias más curiosas acerca del deporte. Teágenes fue ganador en pruebas de pancracio, pugilismo y carreras. “Cuando se marchó de esta vida, uno de sus enemigos pasó toda una noche junto a la estatua de Teágenes y azotó el bronce como si estuviera maltratando al propio Teágenes. La estatua cayó sobre él y puso fin a su ultraje, pero los hijos del hombre que murió persiguieron judicialmente por asesinato a la estatua. Los de Tasos tiraron la estatua al mar siguiendo la sentencia de Dracón que, cuando escribió leyes relativas al asesinato para los atenienses, impuso también el destierro a los objetos inanimados que al caer matasen a un hombre.”
Es curioso que las expectativas sobre los deportistas, siendo tan inciertas, provoquen tantos anhelos; que sus hazañas, siendo tan efímeras y banales, den tanta alegría y cuerda para hablar; y que sus fracasos, siendo tan ajenos, hagan que algunos onettianamente sufran “la pérdida de una convicción, del derecho a un orgullo”.
(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.