Robert Fossier comienza su libro Gente de la Edad Media con una frase de broma, haciendo hablar a un hombre medieval. “Nosotros, la gente de la Edad Media, sabemos todo eso”.
Sería como imaginar que los habitantes de América antes de 1492 se hicieran llamar precolombinos o que José y María llevaran a registrar a su hijo y fecharan su nacimiento antes de Cristo.
No se conoce con precisión cuándo nació Jesús de Nazaret, pero sí se tiene idea de cuándo murió Herodes. Por eso se sabe que Cristo nació antes de Cristo. El responsable de tal error en nuestro calendario fue Dionisio el Exiguo, el religioso que propuso al papa Hormisdas dejar de contar los años desde la fundación de Roma y hacerlo a partir del año en que fue concebido y parido el Hijo de Dios, el cual numeró como primer Anno Domini, allá por lo que ahora llamamos la década del 520, si bien tengo entendido que pasaron dos siglos antes de que comenzara a popularizarse tal cronología.
Por razones comprensibles, no ha habido un papa Hormisdas II.
El propio Dionisio el Exiguo es proclive a las discrepancias onomásticas y le llaman de distintas maneras. Es común hallarlo en los libros como Denis el Pequeño, pero también Dionisio el Corto y otras variantes. Ya el Diccionario de Autoridades dice que la voz “exiguo” es de poco uso, pero bien clara está su definición: “Pequeño, escaso, ínfimo y corto”. Podemos cantar: “Tú, la de los ojazos negros, la de boca tan bonita, la de tan exiguo pie”.
El punto de partida para la cronología de Dionisio el Exiguo fue una historia llena de fantasía que podemos leer en el los primeros dos capítulos del Evangelio de San Mateo. En el primero ocurre a María aquello que San Juan de la Cruz llama “aquella confusión en que se vio preñada delante de su esposo”. Eso que para muchos es el inicio de la era cristiana: la concepción y no el nacimiento.
Pero lo que se conmemora suele ser lo segundo: “Y como fue nacido Jesús en Belén de Judea en días del rey Herodes, he aquí unos magos vinieron del oriente a Jerusalén”. No sé qué hacían buscándolo en Jerusalén, pues los mismos magos dicen que el niño había de nacer “en Belén de Judea, porque así está escrito por el profeta”. Además tenían una estrella que los guio como el más preciso GPS.
Echaron a andar los diez kilómetros que les faltaban para llegar a Belén “y he aquí la estrella que habían visto en el oriente, iba delante de ellos, hasta que llegando, se puso sobre donde estaba el niño”.
Verdad es que Jesús nació pobre, pero tal condición le duró apenas unos días, pues los magos “postrándose, le adoraron; y abriendo sus tesoros, le ofrecieron dones, oro e incienso y mirra”. José tiró sus herramientas de carpintero y se marchó con María a Egipto.
Los magos volvieron a casa sin hacer escala en Jerusalén y de ellos solo conocemos el destino de sus huesos. Después de andar de un lado a otro en “un talego de lona que hacía un permanente ruido de clac clac clac” y luego estar en Milán y de convertirse en botín de guerra, hoy los huesos de Melchor, Gaspar y Baltasar descansan en la catedral de Colonia.
Herodes mandó matar a los niños de Belén porque les vio facha de golpistas, y por eso Dios lo torturó. Flavio Josefo lo relata así: “Se le produjeron úlceras en los intestinos, tenía dolores especialmente tremendos en el recto, y en los pies se le formaron ampollas con un líquido translúcido. Un mal semejante le afectaba también al pecho. Y, por cierto, sus partes pudendas sufrieron la gangrena, que se las infectó de gusanos”.
Allá en mi infancia, llegaba el momento en que había que colocar al niño dios en su camastro de paja entre José y María, el burro y el buey. Era cosa honorable ser elegido como el niño portador del niño. Resultaba inevitable que las tías le dijeran: “Ten cuidado, no lo vayas a romper”. Fuera una artesanía de diez pesos o cosa fina importada, las figurillas eran bastante parecidas unas a otras, en aspecto y posición. “Ten cuidado”, pero se notaba que ya le habían hecho reparaciones a un brazo roto y una pierna fracturada. Le faltaban dedos y la nariz estaba descascarada.
Siempre me gustó la idea de que existiera un niño dios, o dios niño. Por mucho que hubiese “nacido del Padre antes de todos los siglos”, también había nacido de mujer y había sido niño mocoso y succionador. Por eso le dicen a Jesús: “Bienaventurado el vientre que te trajo, y los senos que mamaste”, lisonja que no conserva hoy el mismo lustre.
Con más fe y mejor prosa que la mía, Quevedo escribe sobre el niño dios y la estrella que condujo a los magos:
San Mateo en el capítulo dos dice que se paró encima del lugar donde estaba el niño Dios… Fué llama escogida en el cielo para mostrarnos en la tierra visible la segunda persona de la Santísima Trinidad encarnada. Trujo tres reyes á que adorasen en uno á tres, que son un solo Dios. Abraham vio tres, y adoró uno; los Magos vieron uno, y adoraron á tres.
Con palabras de merengue habla de este momento el exaltado Juan Sotorra: “Al abrir la aurora con sus rosados dedos los balcones de Oriente, alegre el ave trina, y el cristiano fervoroso canta canciones de alegría y algazara al excelso nacimiento del Divino Infante”.
Quevedo dice sobre la estrella que tenía “por mayor misterio el ser guía a un pesebre que joya clavada en el octavo cielo”. Mientras que el edulcorado Juan Sotorra, fascinador de abuelas devotas, apenas sabe engarzar sinónimos: “Su mayor grandeza, poder, majestad y gloria, consiste en adorarle la fulgurante, magnífica y maravillosa estrella”.
Así de mal escriben los escritores que no aprenden de Cervantes.
Pero estas son fechas de lugares comunes, de deseos ordinarios, aunque sinceros; de poco margen para salirse del guion. Y si el buen Dionisio el Exiguo se hubiese aplicado más, seguramente estaríamos ahora mismo deseando feliz Navidad y próspero año 2028.
(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.