Foto: Jack Wickles, flickr.com/photos/jackwickes/15962215820

De México a Cuba y viceversa: dos vidas atravesadas por una revolución

Raúl, un joven mexicano, se mudó a La Habana para estudiar Medicina; Marcos, cubano, vino a México para vivir con su madre. Sus viajes cruzados sirven en esta crónica para hacer un retrato de dos sociedades distintas que tienen preguntas similares.
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Marcos de Rojas llegó a México a los 14 años. Si bien venía de Cuba, la isla en donde el comandante podía hablar durante siete horas seguidas, para él lo verdaderamente inconcebible eran los políticos mexicanos.

Era 2006. En la televisión, perredistas y panistas se repartían puñetazos, aventaban sillas, bloqueaban accesos, gritaban arengas. “¿Así es como reciben acá al presidente de México?”, pensó Marcos, mientras Felipe Calderón intentaba tomar posesión de la presidencia en tres minutos.

–Yo no podía creerlo. En Cuba jamás pasaría. En el congreso todo mundo se para, dice sí, aplaude cuando hay que aplaudir. No sabía qué pensar. Por un lado decía: bueno, aquí hay libertad de expresión y por el otro decía: ¿esto es la libertad de expresión?

Raúl Cartagena llegó a Cuba para estudiar medicina. Tan solo diez puntos lo separaron de su sueño de estudiar medicina en la UNAM. Sintió pesadumbre; uno más de los 100 mil estudiantes que cada año se quedan sin lugar en esta universidad. Sin embargo, comenzó a buscar alternativas que tiempo después encontró en la isla. En 2010, a través de la embajada, consiguió espacio en la Escuela Latinoamericana de Medicina.

Cuando llegó a La Habana, sus compañeros lo interrogaban con asombro. Aquellas preguntas hacían parecer a Raúl como un refugiado de un país destrozado por el narcotráfico, y no como un estudiante cualquiera.

–“¿Raúl, tú has visto algún tiroteo?”, “¿Raúl, te han matado algún familiar?”, “¿Raúl, es verdad que en México matan a cualquiera?” Se ha distorsionado tanto la imagen de México ante el cubano que realmente ya le tienen miedo. Es difícil.

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Marcos y Raúl nacieron el mismo año, 1991. Entonces el muro de Berlín ya era puro escombro, la Unión Soviética terminaba por disolverse y Cuba entraba en una época conocida como Periodo Especial, eufemismo para referirse a la escasez de recursos básicos. En cambio, México negociaba su entrada al Tratado de Libre Comercio, una maniobra económica en la que en ese entonces se tenían puestas esperanzas.

Raúl y Marcos no se conocen, pero sus vidas no se explican sin el Granma, el yate que zarpó de Veracruz hace seis décadas y llevó a Fidel Castro a las costas cubanas.

Marcos viajó de La Habana a la Ciudad de México para estar junto a su madre, quien años antes había salido de su país para estudiar en El Colegio de México. Una vez aquí, su madre decidió inscribirlo en un colegio privado, pues le parecía que la educación pública era deficiente. Pero esa percepción no siempre es cierta, no porque la pública sea buena sino porque a veces no hay mucha diferencia. Los resultados de la prueba PISA más reciente revelan que México continúa por debajo del promedio en ciencias, matemáticas y lectura. Menos del 1 por ciento de los alumnos alcanzan niveles de excelencia. El desempeño de las escuelas privadas en el área de ciencias también es menor al promedio.

La experiencia académica de Marcos en Cuba tampoco había sido muy grata. Su generación fue parte de un experimento llamado Teleclase, en el cual un profesor de secundaria trataba de enseñar una materia con un video previamente grabado. El programa, que duró cuatro años, resultó un fracaso. Si bien Cuba no participa en la prueba PISA, un estudio elaborado por el Banco Mundial considera que el sistema educativo cubano tiene muy buen desempeño

En México, el giro fue completo. Marcos entró a una preparatoria privada, religiosa, y cuando se dieron cuenta que no sabía rezar, el profesor le regaló una Biblia. Naturalmente, duró poco en ese colegio.

Las clases de educación física, que en Cuba eran cosa seria, e incluso impartidas con profesionalismo, en México se convirtieron en la hora libre para el cotorreo bajo la mirada de un profesor de panza abultada y Coca Cola entre manos.

Para sus compañeros mexicanos, Marcos provenía del lugar más exótico del planeta. ¿Allá tienen televisión?, era una pregunta frecuente que le exasperaba.

–Todo el mundo que te conoce lo primero que te pregunta es: ¿cómo llegaste?, e inmediatamente después: ¿Qué piensas de Fidel?

Cuando estaba por elegir una carrera universitaria, Marcos se dio cuenta de que en Cuba jamás habría podido estudiar Relaciones Internacionales, una licenciatura, según recuerda, reservada para los hijos “de alguien importante” o los militantes del Partido Comunista.

A un año de la muerte de Fidel Castro, cuando Marcos piensa en La Habana en la que creció, aparecen en su cabeza caminos repletos de bicicletas. A mediados de la década de los noventa, este medio de transporte no se utilizaba en beneficio del medio ambiente: era una alternativa práctica ante la falta de transporte público. Su padre, por ejemplo, rodaba a diario más de 12 kilómetros para llegar al trabajo. También recuerda una ciudad en penumbras. Sufrían apagones de más de 16 horas en las que prendían velas y alguien tocaba la guitarra para matar el tedio.

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La Habana de Raúl Cartagena, en 2017, es una ciudad donde se procura cerrar temprano los negocios para pasar la tarde con la familia, se juega fútbol en las plazas y se disfruta el ballet a tan sólo cinco pesos mexicanos. Sin embargo, conseguir una conexión a internet es más difícil que ver coreografías inspiradas en Tchaikovsky.

–Ha mejorado algo. Quizá los cubanos lo tomen como algo que está evolucionando. Pero para mí que vengo de un país capitalista donde el uso del internet es mayor, es extraño –dice Raúl, que viaja varios kilómetros para conseguir una conexión y dar una entrevista a través de la aplicación IMO, por ejemplo.

Raúl extraña lo previsible: la comida mexicana. Hace siete años que dejó los chilaquiles por el menú de La Habana, que casi siempre es el mismo: el arroz congrí, plátanos, frijoles. Aunque de pronto se le acaba la nostalgia y comienza a sentir frustración por ver a un país que desperdicia su potencial. Lo sintió en 2012 cuando vino a México a visitar a un viejo conocido que estaba enfermo. El entonces estudiante de medicina no tenía los conocimientos para diagnosticarlo. Al año siguiente, cuando se enteró de la enfermedad que padecía, ya era muy tarde.

–No lo mató el trabajo, lo mató la pobreza. No tener la oportunidad de asistir a un médico. Era algo fácil de tratar, una hepatitis. Me entristece. Tenemos en México grandes herramientas para salvar a la gente y no se hace.

Marcos coincide en este punto. Ahora que vive solo y paga sus cuentas, procura no enfermarse, mientras que donde nació tan sólo había que cruzar unas cuadras para llegar al médico de la colonia. La atención era gratuita y buena.

–El sistema de salud en México es un problema, no hay nada bueno que decir. Ahora que vivo solo trato de no enfermarme ni de chiste porque me va a costar mucho dinero. Tiene muchos problemas.

En este sentido, las estadísticas de la OMS son inobjetables: mientras que México ocupa el segundo lugar del continente en defunciones maternas (en 2015 hubo 778 muertes), Cuba reportó tan sólo 49 en 2016.

Le parece abrumadora la manera en que los mexicanos están acostumbrados a que un problema de salud se vuelva algo sumamente serio para acudir al médico, mientras que en la isla nadie tolera un padecimiento por mínimo que sea.

Hasta que llegó a la Ciudad de México, Marcos supo lo que era la desigualdad. Al menos aquella que se revela de golpe en las calles. “En Cuba excepto por los tenis no podías saber si a alguien le iba mejor o fatal”. Puesto que su madre vivía en México, él era de los niños que tenía un Playstation. Solía invitar a sus amigos para jugar con la consola. No solo se compartían los juguetes sino que entre vecinos era común convidarse alimentos. Ese instinto solidario de compartir, reflexiona, tiene que ver con un tema de escasez: mañana podrías ser tú quien no tenga leche.

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El balance de pros y contras entre los dos países ha llevado a estos dos jóvenes de 26 años a la misma conclusión: ambos quieren regresar a sus países.

A un año de la muerte de Fidel Castro, Marcos sabe que una transición política se avecina en Cuba, y quiere participar sin saber todavía cómo hacerlo.

En tanto, Raúl piensa que en la isla caribeña sería uno más de los 157 médicos que hay por cada 10 mil habitantes, mientras que en México podría sumar a los 46 doctores que existen en la misma proporción. Raúl quiere exportar el tratamiento que Cuba ofrece a las embarazadas y los recién nacidos, cuidados que les valen estar en el segundo lugar de América con menos muertes durante el parto, según datos de la OMS.

Ambos tienen la certeza que sus vidas serían completamente distintas si aquella embarcación repleta de guerrilleros bajo el mando de Fidel Castro nunca hubiera llegado a Cuba.

Marcos no sabe qué estaría haciendo, pero tiene muy claro que jamás habría aprendido a expresar lo que piensa con naturalidad. De sus amigos cubanos, por ejemplo, todavía le impresiona que se cuidan al hablar; cualquier comentario en contra del Partido Comunista puede ser castigado.

También a través de sus amigos mexicanos, Raúl intuye una realidad menos apacible de la que ahora goza:

–Quizá estaría trabajando de cualquier cosa. Pero es difícil. Lo veo con mis amigos que se quedaron allá, que no tuvieron mi oportunidad. Son víctimas de las drogas, otros están lavando coches, cajeros de Wal-Mart. Yo mismo me he preguntado cómo Cuba con un PIB tan bajo, bloqueado, logra esto, y México tan rico…

Esgrimir juicios sobre Cuba es siempre una acrobacia digna de los funámbulos, mientras que en México el enemigo parece más evidente. Lo cierto es que Marcos y Raúl encarnan una ironía: las vidas de ambos son mejores porque abandonaron su país de origen, pero ambos tienen buenas razones para volver.

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(Ciudad de Mexico, 1990) Es periodista independiente. Ha publicado en Vice Mexico, Chilango, Tierra Adentro, Literal Magazine, Reforma, El Universal y la Revista Temporales de la Universidad de Nueva York. Actualmente trabaja en el Memorial 19S, un proyecto de Quinto Elemento Lab que cuenta las vidas de quienes murieron en el terremoto.


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