En pie, mamífera legión

Resulta bastante raro el mamífero humano, que se abrocha los botones y que hace cola en la nieve, que toca el arpa y que puede pasar años sin hablarse con su hermana (¡un animal que habla!).
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Porque nace de un huevo y mama, el animal con fama de ser el más raro es el ornitorrinco, con su nombre de músculo recóndito, con su pelo de nutria y su pico de pato, al que si le empezaran a molestar tus caricias a contrapelo no te podría lanzar un bocado como un visón que se revuelve. Pero también resulta bastante raro el mamífero humano, que se abrocha los botones y que hace cola en la nieve, que toca el arpa y que puede pasar años sin hablarse con su hermana (¡un animal que habla!). A qué obedecen estas cosas lo sabemos, o tenemos nuestras intuiciones, y podemos comprenderlas aun cuando no nos hayan pasado, porque en los característicos pelos del cuerpo se ha impregnado la compasión, que también se transmite y se aprende. Cuando alguien se endurece porque está cansado de sufrir, se dice que se ha hecho un caparazón. Así se parece más a una ostra o a un escarabajo. Eso es que la compasión la llevamos en los pelos, al aire. 

Guarda la cola bajo la nieve: esta frase convoca la imagen de unos pobres ciudadanos con la cartilla de racionamiento en la mano, o la de un zorro ártico que hunde el rabo en la tierra.

Según una teoría psicoanalítica compensatoria, el final del siglo XIX conoció una eclosión de movimientos esotéricos precisamente por la expansión del positivismo previa. Desde que se habla a diario de la inteligencia artificial, la conciencia de ser un mamífero nos asalta en los momentos más inesperados. Así me pasó hace pocos días cuando, viendo al violonchelista Alban Gerhardt interpretar el Concierto para violonchelo y orquesta de la compositora coreana Unsuk Chin, el quizá más bien arácnido movimiento de sus dedos a lo largo del traste y su cuerpo oscilante por el esfuerzo de la interpretación, apoyada en el acompañamiento de la orquesta y realzada también por la atención aglutinada del público, comenzó a dibujar en mi mente, que bailaba enfrente de mí sobre la platea y no dentro de mi cráneo, los contornos de la especie. La pieza era preciosa, abrumadora, pero fascinante también ver tocar al músico. Tocaba de memoria, por supuesto conoce la secuencia aunque en cada momento esta ha de ser nueva y tocarse como si se estuviese generando a sí misma, o al menos con ese sentimiento de sorpresa y confianza me gustaría tocar a mí, y en cierto movimiento me asaltó la idea de que aquello a lo que se había adiestrado, a borrar todo obstáculo para que una partitura se traduzca en ciertos impulsos eléctricos y nerviosos que nos hacen movernos de una u otra manera, formaba parte de lo que no puede transmitirse tal cual como un bloque insertable. Por eso cuando Gerhardt muera su entrenamiento de años, su manera particular de moverse para ajustar el sonido de las cuerdas, se habrán perdido. Aun así, o quizá por eso, el Eclesiastés recomienda: “Todo lo que tu mano sea capaz de hacer hazlo”. 

Al acomodarnos en los asientos nos había asaltado una chocante evidencia que ronda cada vez que se junta mucha gente. Todas esas personas, reunidas allí, han nacido, todos han salido del vientre de su madre, cada uno en un sitio y un momento diferentes, pero todos igual. Más tarde han aprendido a hablar y a vestirse solos y a comprarse las entradas para el auditorio. Flotaba una vivífica tensión entre la muerte y el nacimiento, que delimitan el tiempo de hacer las cosas no sabemos muy bien para qué. Lo de buscar el sol y el alimento, y el agua cuando se tiene sed, y la compañía de nuestros semejantes, y estar más somnolientos en las tardes de invierno y jugar cuando somos crías no tiene discusión, pero por qué esta pulsión de dibujar y de componer sonatas y de anhelar otros mundos y de comprar billetes de lotería. ¿Qué función tiene? Me venía en oleadas la conciencia de que todo eso son también necesidades mamíferas, y que buscaremos satisfacerlas obedeciendo no sabemos a qué.

También las hormigas asisten a los conciertos de las cigarras que les tocan la mandolina en el hormiguero nacional, pero yo, común mamífera, seguía pensando en los nuestros ahí sentada en la butaca de falso terciopelo, y me preguntaba a qué venía esa taxonomía repentinamente esclarecedora, y entonces recordé que Erik Satie tituló Cuadernos de un mamífero su colección de apuntes sobre música y me dije que ahí estaba la demostración legítima de que mi asociación umbilico-musical no andaba descaminada. El público, olvidando nuestras penurias, aplaudimos tanto a Gerhardt que este decidió obsequiarnos con el preludio de Bach, y me pareció entender entre los aplausos que se lo dedicaba a su hijo, lo que quiere decir que también estaba imbuido del común fervor mamífero, y cuando hubo rematado la pieza del prominente ejemplar Juan Sebastián el entusiasmo era tal que quedó en el ambiente una abiertísima disposición para seguir la última parte del programa, que era la sinfonía Patética de Tchaikovski. 

Desde mi asiento veía de espaldas a la directora, Simone Young, que dosificaba los sonidos y la emoción con sus hipnóticas contorsiones, y que prácticamente estaba bailando sobre la tarima. La batuta como un pequeño mástil para no perderse. También estaban todos los músicos acompasados como si no viniera cada uno de un vientre diferente. El movimiento de los arcos de violín a lo que más se parece es al vuelo de una mosca, que cambia rítmicamente de sentido cada vez que se choca con algo invisible en el aire. La subyugante Young por su parte, con la melena rubia ondeándose sobre la espalda negra, hacía pensar en una bailarina exótica en un antiguo tugurio de París, y cuando acabó el último movimiento y se dio la vuelta para mirar al público, como en busca de algo familiar en el mundo al que regresaba, reconocí en su cara los rasgos de la sherpa, la verdadera cabeza de la expedición que nos había conducido a todos a una cumbre. 

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Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).


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