Era julio, era España y era el Santiago Bernabéu. La República Federal de Alemania se presentaba en la final del Campeonato del Mundo sin uno de sus mejores jugadores, el jovencísimo Bernd Schuster, pero con una plantilla de enorme calidad: Rummenigge, Breitner, Briegel, Stielike, Littbarski y el enloquecido portero Harald Schumacher, conocido por su agresividad y sus frecuentes salidas de tono. En el banquillo observaba Jupp Derwall, el hombre que había logrado suavizar el declive de los héroes del Mundial 74 confiando en las nuevas generaciones que se habían llevado la Eurocopa de 1980.
Aquello era un equipazo. El típico muro germano sin fisuras y con suficiente contundencia en ataque como para destrozarte en cualquier momento. Italia, su rival, tendría que fiarlo todo a Conti, a Rossi y a la seguridad de su defensa… pero, aparte, necesitaría algo más. No tanto un milagro como contra Brasil sino un refuerzo moral, alguien que les convenciera de que era imposible perder, de que ser italiano ya no era una condena trágica sino una oportunidad. A sus 85 años, casi 86, el presidente de la República, Sandro Pertini, no dudó en coger el avión y plantarse en Madrid dispuesto a repartir bromas, consejos y anécdotas de viejo sabio, de hombre que compartió prisión con Gramsci y gabinete de gobierno con Andreotti. Un hombre, en definitiva, que lo había visto todo. La Italia personificada.
A Pertini se le permitía todo porque tenía una edad a la que uno puede hacer lo que le plazca. Lo colocaron en primera fila del palco, por supuesto, junto a un hierático Juan Carlos I. Unos asientos a su izquierda quedaban el presidente de la FIFA, Joao Havelange, y el canciller de la República Federal Alemana, el socialista Helmut Schmidt. La primera parte del partido fue como se esperaba: insufrible. Dos equipos esperando el fallo del contrario para machacarle en la contra. Un fallo que no llegaba nunca porque esos jugadores habían llegado allí precisamente porque fallar no estaba en su vocabulario.
Pertini se impacientaba en el palco. No valía para estarse quieto. Cuando al poco de empezar la segunda parte, Paolo Rossi se adelantó a la defensa alemana para marcar el 1-0, su sexto gol consecutivo en el campeonato, el presidente se mostró hasta cierto punto comedido. Se levantó como todos los demás y aplaudió, sin más. Ahora bien, cuando minutos después, Tardelli envió un zapatazo desde fuera del área al fondo de las mallas, el viejo partisano no pudo reprimirse: saltó y saltó y sonrió y se puso a bromear con Juan Carlos, que no sabía si seguirle el juego o ceñirse al protocolo. Fingió una especie de bailoteo y el grito de Tardelli fue en el fondo su grito, el grito de todo un país saliendo del fango.
No quedó ahí la cosa: a diez minutos del final, Altobelli marcó el 3-0, dejando el partido completamente sentenciado. Pertini enloqueció. Era divertido y a la vez entrañable ver a aquel anciano celebrando con una sonrisa enorme en la boca, diminuto entre tanto político de altura, los brazos en alto, el protocolo completamente derruido, el rey ya por fin más tranquilo, dejándose llevar y acompañándole en las risas, mientras Havelange y Schmidt les miraban con cara de profundo reproche. Loco de euforia, Pertini se volvió al palco, quizá a las gradas adyacentes donde sin duda encontraría numerosos seguidores italianos y soltó su famoso: “Ormai, non ci prendono piú” (algo así como “ahora ya sí que no nos pillan”) mientras negaba con el dedo.
Ver a Pertini era ver la alegría. Una alegría que iba mucho más allá del tercer Campeonato del Mundo para su país, el primero desde la Segunda Guerra Mundial. Una alegría que tenía en los goles tan solo una excusa. La alegría del que sale del túnel después de años y años de sufrimiento. La alegría de un país cuyos años de plomo parecían, por fin, acabarse.
La tragedia de Aldo Moro
Volvamos cuatro años en el tiempo para entenderlo todo. Retrocedamos un Mundial, casi. Una olimpiada. El 16 de marzo de 1978, el FIAT 130 que llevaba al ex primer ministro Aldo Moro de su casa en el barrio romano de Monte Mario al Congreso de los Diputados era secuestrado por un grupo de las llamadas Brigadas Rojas. Después de matar a sus cinco escoltas a quemarropa, sacaron a Moro del coche, lo metieron en otro vehículo y lo tomaron como rehén para negociaciones futuras.
De todos los actos terroristas que habían asolado Italia durante la década de los 70 –fueran obra de las propias Brigadas Rojas, de los Núcleos Armados Revolucionarios o de la omnipresente Mafia- aquel estaba llamado a convertirse en el más mediático de todos. Aldo Moro no solo era el secretario general de la Democracia Cristiana, el partido que había gobernado Italia ininterrumpidamente desde el final de la guerra, sino que él mismo había presidido el consejo de ministros hasta en dos ocasiones distintas, la última apenas dos años antes, en 1976.
De las tres grandes figuras de la DC –Giulio Andreotti y Amintore Fanfani probablemente fueran las otras dos-, Moro era para muchos el más carismático y, sin duda, el más inclinado a la izquierda, y sus coqueteos con Enrico Berlingüer y el Partido Comunista de Italia no le iban a salir baratos. Corrían tiempos de destrucción en Italia y de una inestabilidad constante. Muertos en las calles a diario, de norte a sur, y ahora un ex primer ministro secuestrado que criticaba en sus cartas agónicas a su propio partido, culpándole de su situación. Grupos paramilitares que salían de debajo de las piedras dispuestos a dejarse su sangre y la de los demás en todo tipo de ideales absurdos. En medio, por si esto fuera poco, un presidente de la República, Giovanni Leone, en el ojo público y judicial por sus acuerdos clandestinos con la compañía Lockheed.
Cuando los brigadistas ofrecieron negociar la liberación de Moro a cambio de la salida de prisión de Paola Besuschio y otros terroristas, Leone vio clara la oportunidad de mejorar su imagen pública y se ofreció a tomar “medidas de gracia excepcionales” que pudieran ayudar a la liberación del líder democristiano. Sin embargo, sus palabras quedaron en nada, como en nada quedaron las tentativas del líder socialista Bettino Craxi o del propio Papa, Pablo VI. La negativa del primer ministro Andreotti a negociar con las Brigadas hizo que la situación siguiera en un impasse que solo se rompió cuando el 9 de mayo el cadáver de Moro apareció en las calles de Roma, a escasos metros de la sede de la DC, arrojado desde un Renault 4 robado unos días antes.
La indignación en las calles fue máxima y, como suele ser habitual, no se dirigió tanto a los asesinos y chantajistas como a los que no habían querido entrar en el chantaje. Sobre Andreotti, cuyos lazos con la Mafia ya se intuían, se escribió de todo, pero “Il Divo”, como lo retrataría Paolo Sorrentino muchos años después, se mantuvo impasible al frente del gobierno. Como alguien tenía que caer en su lugar, le tocó el turno a Leone, que además había osado desafiarle en el enfoque institucional respecto al caso Moro. El 15 de julio de 1978, en discurso televisado a toda la nación por la RAI, Leone anunciaba su dimisión como Presidente de la República. Nadie le echaría de menos.
La llegada del héroe
El puesto de presidente de la República siempre ha tenido en Italia una importancia limitada. Un cargo testimonial y honorífico, pero poco más. Sin atribuciones legislativas y recluidos en las paredes del Quirinale, los distintos presidentes –todos, por supuesto, relacionados de alguna manera con la DC- se habían limitado a firmar lo que su secretario general les pidiera y a mirar hacia otro lado. Algunas fotos con algún homólogo extranjero y vida de pensionista.
Sin embargo, la situación después del asesinato de Moro, en medio de los llamados “años de plomo”, con la credibilidad de las instituciones bajo mínimos y con las consecuencias de la terrible crisis de 1973 aún muy presentes entre la ciudadanía, exigía un gesto y una señal de confianza. Después de varias rondas de votaciones infructuosas para elegir un nuevo presidente, al socialista Bettino Craxi se le ocurrió proponer a Sandro Pertini como figura de consenso. En un principio, Andreotti se cerró en banda, pero pronto empezó a ver ventajas: de entrada, Pertini no iba a tocarle las narices como Moro con posibles pactos con el PCI; además, su posición durante el secuestro de su gran enemigo interno había sido casi tan dura como la suya: un gobierno no puede negociar con asesinos. Aparte, todo lo que fuera estabilidad para el Estado era estabilidad para el sistema y eso a él le venía bien. ¿El único problema? Que Pertini se había enfrentado a la Mafia varias veces, entre ellas durante el proceso por el asesinato del sindicalista Salvatore Carnavale en 1955.
Entre ventajas y desventajas, las presiones de sus socios socialistas de gobierno decantaron la balanza. El 29 de junio de 1978, Pertini era elegido como presidente de la República Italiana con el mayor número de votos a favor de la historia. A sus 81 años, representaba todo lo contrario de lo que había representado su antecesor: mientras que Leone no dejaba de ser un antiguo miembro –forzado, según él- del Partido Fascista de Mussolini, Pertini había demostrado su antifascismo con años y años entre rejas.
A lo que no estaba dispuesto era a ser una figura decorativa. Si le habían nombrado presidente, sentía que tenía que ejercer de presidente. Pertini consiguió pronto un poder desconocido hasta entonces… y Andreotti empezó a lamentar su decisión. Tanto que al poco de empezar 1979 se vio obligado a dimitir, no sin antes colaborar con la Mafia en el asesinato del periodista e investigador Mino Pecorelli, como quedó demostrado en condena judicial de 2002, aunque luego fuera rectificada en instancias superiores.
Y es que la simpatía y la firmeza de Pertini no impidieron que los muertos siguieran acumulándose en las primeras páginas de los periódicos. La Mafia no estaba nada contenta con él y, aunque temía atacar directamente contra una figura tan querida, no cejó en su empeño en poner al Estado contra las cuerdas, en colaboración con las Brigadas Rojas y demás grupos terroristas. En 1979, se cometieron hasta 659 atentados en Italia, más que ningún otro año. En 1980, el número bajó pero subió el de muertos, gracias en buena parte a la llamada “Masacre de Bolonia”, un atentado en la estación de tren de dicha ciudad del norte que dejó 85 muertos y 200 heridos. ¿Los responsables? Un grupo neofascista oculto bajo el nombre de “Núcleos Armados Revolucionarios” y cuyo origen siempre fue un misterio.
No acabó ahí la violencia: al año siguiente, el agente turco de los servicios secretos búlgaros, Mehmet Ali Agca, disparó en plena Plaza de San Pedro al nuevo Papa, Juan Pablo II. El Papa, gran amigo de Pertini pese al conocido ateísmo de éste, sobrevivió, pero la sensación de inseguridad en Italia llegó a su punto máximo: si hasta el Santo Padre estaba en peligro en su pequeño estado del Vaticano, ¿quién podía levantarse tranquilo por la mañana?
Ya desde los inicios de los setenta, con las novelas de Mario Puzo y la adaptación al cine por parte de Francis Ford Coppola de las andanzas de la familia Corleone, ser italiano se había convertido en sinónimo de mafioso, violento, pasional… Desgraciadamente, la realidad seguía los pasos de la ficción. Hacía falta un cambio, pero no se sabía de dónde podía llegar.
La maldición del totonero
La expansión de la violencia por toda la península no podía dejar de lado una de las grandes aficiones de los italianos: el fútbol. Aunque el fenómeno ultra como tal surgió de los barrios obreros de Inglaterra, con sus primeros skinheads y esa peligrosa mezcla del odio al extraño y pasión por lo propio, en Italia el movimiento fue abrazado inmediatamente por las clases medias y bajas, formándose los grupos más radicales de todo el continente en cuestión de pocos años.
Hasta cierto punto, y como es habitual en tantos países, el fútbol servía como válvula de escape de los problemas diarios. Pese a que el último campeonato del mundo de la selección italiana databa de 1938, los aficionados aún recordaban con orgullo al equipo que en 1970 puso contra las cuerdas al Brasil de Pelé, probablemente el mejor equipo de la historia. Los nombres de Mazzola, de Rivera o de Facchetti seguían en la mente de todos los tifosi aunque la mayoría ya se hubiera retirado o hubiera pasado a un lógico segundo plano. De hecho, de aquel equipo, el único que en los ochenta seguía siendo habitual en las convocatorias de la selección pese a rozar los cuarenta era el portero de la Juventus, Dino Zoff, para muchos el mejor del mundo.
Fueron aquellos “años de plomo” en la vida italiana unos años también difíciles para el fútbol transalpino. Sin estrellas internacionales –todos los equipos estaban formados por jugadores italianos con la excepción de algún nacionalizado-, a los legendarios Inter, Milan, Roma, Torino… incluso a la propia Juve les costaba competir en Europa. Entre 1973, cuando la Juventus perdió ante el Ajax de Cruyff, y 1983, cuando la propia Juve volvió a perder contra el Hamburgo, ningún equipo italiano consiguió pisar siquiera una final de la Copa de Europa.
Sin grandes figuras ni un relevo claro de los héroes de 1970, el scudetto languidecía hasta el punto de que en 1982 bajó hasta el duodécimo lugar del Ranking UEFA, por detrás incluso de países como Bélgica o Checoslovaquia. La Juventus de Trappatoni era casi imbatible en el campeonato local pero fracasaba continuamente en sus empresas europeas, probablemente porque el gusto de “Il Trap” por el juego colectivo, sacrificando así a las estrellas, complicaba el desarrollo del talento puro.
De 1978 a 1982, la Juve ganó el campeonato tres veces por una del Inter de Altobelli y una del equipo llamado a marcar el futuro: el AC Milan. Aún lejos de su futuro esplendor, el Milan presentaba una interesante mezcla de veteranía –ahí seguía “Gigi” Rivera-, solidez –personificada en el centrocampista Fabio Capello– y juventud –la defensa ya tenía por entonces como líder al casi adolescente Franco Baresi– que podían poner en peligro el dominio de sus vecinos del norte.
Por un momento, justo antes de la Eurocopa de 1980 que se celebraría en casa, pareció que el fútbol italiano podía despertar de su letargo, pero no tardó en estallar el escándalo más importante de su historia. En marzo de aquel año, poco antes de terminar el campeonato, el dueño de un restaurante de Roma se acercó a la fiscalía para presentar una denuncia contra una serie de jugadores de la S.S. Lazio, el segundo equipo en importancia de la ciudad y siempre ligado a posiciones de extrema derecha. Les acusaba de haberle engañado con apuestas. Él habría invertido enormes cantidades de dinero en partidos presuntamente amañados que después no salieron como estaba previsto.
La fiscalía investigó con premura, algo no demasiado habitual en Italia, y pronto la mancha se fue extendiendo por la Serie A: Lazio, Avellino, Perugia, Bolonia… todos fueron acusados de amañar partidos a cambio de dinero de dudosa procedencia y el 23 de marzo de 1980 la policía comenzó con las detenciones de jugadores y directivos, a veces incluso en los propios campos, uno de esos gestos cara a la galería que tanto gustan en los países mediterráneos.
Con todo, lo más grave estaba por llegar: la investigación no se quedó en los equipos pequeños y llegó hasta Milan y Juventus. La Juve, como casi siempre, se libró… pero el Milan, no. El equipo más prometedor de la liga italiana era relegado a la Serie B, con la desbandada de jugadores que eso implicaba y el correspondiente perjuicio económico, una crisis de la que no se recuperaría hasta la llegada de Silvio Berlusconi en 1986. Por si eso fuera poco, el considerado por muchos como el mejor delantero de Italia, Paolo Rossi, por entonces en las filas del Perugia aunque ya fichado por la Juventus, recibía una sanción ejemplar de dos años, lo que no solo le dejaba fuera de la Eurocopa sino que ponía en serio riesgo su participación en el Mundial de España 82.
Igual que la violencia de la vida política y social se había infiltrado con fuerza en el “calcio”, ahora descubríamos que la corrupción también estaba presente, campando a sus anchas. Por mucho que Pertini luchara por levantar la imagen pública de Italia en el mundo, por mucho que se manifestara en contra de la intervención soviética en Afganistán, la violencia en Líbano o el “apartheid” de Sudáfrica cuando la mayoría de líderes europeos preferían ponerse de perfil, lo cierto es que el pesimismo seguía siendo tendencia en Italia. El llamado “totonero” acababa incluso con el ocio. No había espacio público en todo el país que no oliera a podrido.
Un equipo contra la corriente
Y, contra todo pronóstico, casi por estadística –no todo puede ir mal todo el rato– las cosas empezaron a mejorar. La “república pertiniana” empezó a crecer poco a poco, al menos en términos de salud política y económica. Los índices de pobreza se moderaron, la violencia disminuyó, el papel de las Brigadas Rojas se fue haciendo cada vez más irrelevante aunque siguieran puntualmente los asesinatos y secuestros. Los cambios de gobierno y las interminables peleas con los sindicatos en materia de ajustes de salarios seguían sucediéndose, pero ahora las discusiones quedaban al menos en el ámbito de lo político y no devenían en lucha armada.
Pese a sufrir lo indecible, la nazionale consiguió clasificarse para el Mundial de 1982 después de la decepción de 1978, cuando dos goles de Holanda culminaron la remontada y apartaron a Italia de una nueva final. El equipo, entrenado ahora por el veterano Enzo Bearzot, no contaba como favorito en ningún pronóstico pero no dejaba de ser la temida selección italiana, la del 1-0 y Zoff de portero, y como cada cuatro años, los tiffosi decidieron aparcar el comunismo, el fascismo, la mafia, los sindicatos, la Democracia Cristiana, el Partido Socialista y las apuestas ilegas para centrarse en la competición pura y dura.
El equipo de Bearzot era, en realidad, una pequeña ampliación de la Juventus, que venía de ganar de nuevo la liga. A la columna vertebral del equipo de Trappatoni, formada por el portero Zoff, los defensas Cabrini, Gentile y Scirea, el mediocampista Tardelli y el rehabilitado delantero Rossi, había que sumar a estrellas de otros equipos como Roberto Conti, el elegante media punta de la Roma, donde disputó toda su carrera como futbolista y a jóvenes como Bergomi, Vierchowod, Massaro o el propio Baresi, que no llegó a disputar ni un solo minuto en todo el campeonato.
El sorteo mandó a Italia a jugar a la localidad de Vigo, en el noroeste de la península ibérica. España tenía ante sí la oportunidad de demostrar al mundo que ya no era un país bananero sino uno que le daba la bienvenida a la modernidad. Todos los estadios fueron remodelados para la ocasión, en un gasto descomunal por parte de la administración de la UCD, partido de centro-derecha formado por buena parte de los altos cargos de los últimos gobiernos de Franco. Balaídos era uno de esos estadios mágicos y, si la imagen de España estaba llamada a rehabilitarse, la de Italia siguió por los suelos tras tres empates consecutivos en la primera fase: primero ante Polonia y después contra Perú y Camerún.
Fueron días turbulentos en la concentración italiana. Por entonces, ni jugadores ni entrenadores ni directivos vivían en burbujas, aislados del resto del mundo. A menudo, los periodistas compartían incluso hotel y las relaciones de amor-odio se enquistaban hasta lo insospechable. Bearzot no caía bien entre la prensa y cada partido se convirtió en una sucesión de críticas que alcanzaban a la mayoría de los jugadores pero sobre todo a Paolo Rossi, incapaz de marcar un solo gol y cuya presencia en el Mundial nadie entendía después de dos años casi inédito por sus problemas con las apuestas.
Harto de tanta crítica, Bearzot decretó el llamado “silenzo stampa”. Nadie hablaría con la prensa salvo el capitán, Zoff, que se limitaría a leer algo parecido a un parte de acontecimientos sin entrar en más detalles. La Italia futbolística parecía volver a romperse justo ahora que la política salía con esfuerzo de las aguas movedizas. Si las perspectivas no eran buenas antes de iniciarse el campeonato, menos lo eran para la segunda fase, a celebrarse en Barcelona: Italia se vio emparejada con Argentina y Brasil, dos de los mejores equipos de la competición. El vigente campeón del mundo y el equipo de ensueño que logró unir a Zico, Sócrates, Falcao, Toninho Cerezo, Eder, Junior y Serginho en un mismo vestuario.
El primer rival fue Argentina. Aquella Argentina era una mezcla de veteranía –Passarella y los chicos del 78- y juventud –Maradona y los que triunfarían en el 86-, pero sobre todo era un equipo descompuesto internamente y con demasiada presión externa. Para entonces, Maradona, recién fichado por el Barcelona, ya estaba considerado uno de los mejores jugadores del mundo y todos le pedían que lo demostrara cada día. Menotti seguía en el cargo de director técnico pero ya sabía que le iban a echar –su destino acabaría siendo también el Barcelona- y digamos que su nivel de entusiasmo no estaba en lo más alto.
Aparte, la sociedad argentina estaba en medio de una nueva tragedia: si el Mundial del 78 se había visto marcado por las injerencias constantes de la dictadura militar, el de 1982 se veía manchado por los acontecimientos de la guerra de las Malvinas, uno de los grandes ridículos de la historia del país y que tantas vidas inútiles costó en nombre de los despiadados generales que ocupaban el poder.
Argentina era poderosa pero a la vez frágil anímicamente. A los jugadores se les había encargado que aliviaran las angustias del pueblo, una tarea agotadora mentalmente. Bearzot prefirió no complicarse demasiado: mandó a Gentile a patear a Maradona siempre que tuviera ocasión y el diez argentino acabó desquiciado y medio cojo. El árbitro no hizo sino mirar hacia otro lado durante todo el partido y, sorprendentemente, la nazionale se impuso 2-1 con goles de Tardelli y Cabrini.
De repente, después de todos los palos recibidos, Italia quedaba a un partido de las semifinales. El problema era que ese partido lo tenía que disputar contra Brasil.
El “cóctel Pertini”
Ya ha quedado dicho que, para muchos, aquel Brasil del 82 solo podía compararse en la historia con el Brasil del 70, el último de Pelé. Era un equipo con un talento descomunal, lleno de medias puntas capaces de desequilibrar por sí mismos y que acabaron acudiendo en masa años después a la liga italiana cuando por fin abrió sus fronteras. Para algunos, era el equipo de Zico; para otros, era el equipo del revolucionario Sócrates y para otros era el equipo del maravilloso Falcao. Parecía imposible ganar a un equipo así… pero al poco de iniciarse el partido, Paolo Rossi salió de su letargo y marcó el 1-0. Empató Brasil pero Rossi volvió a poner el 2-1. Tras un nuevo empate, ya en la segunda parte, el propio Rossi culminó su exhibición con un tercer gol que metía a Italia en semifinales.
Aquello se conoció en medio mundo como “la tragedia de Sarriá”, la constatación de que el talento no lo era todo en el deporte y que, en ocasiones, el orden, la constancia, la capacidad para no rendirte en los malos momentos podía hacer milagros. De alguna manera, se trataba de la venganza de la derrota de la final de 1970 y, de repente, a Italia se le empezó a poner cara de campeona del mundo, mucho más cuando en semifinales pasó por encima de la Polonia de Lato, Smolariek y Boniek con otros dos goles de Rossi.
Doce años después, Italia volvía a estar en la final de un campeonato del mundo. Sin grandes estrellas, sin un gran fútbol, sin demasiado a lo que agarrarse, pero con una fe irredenta, la fe del hombre que ha trepado durante años para salir del pozo y no va a rendirse hasta que no se vea con los dos pies fuera del agujero. Quedaba, sin embargo, el último paso: el viaje a Madrid, la liturgia del Bernabéu y el conocido obstáculo de la todopoderosa República Federal de Alemania vigente campeona de Europa apenas dos años atrás.
Y así llegamos al principio, es decir, llegamos a Pertini bailando y señalando a la grada. Llegamos a Schultz impertérrito y a los goles de Rossi y Tardelli. Llegamos a la catarsis de un equipo que en realidad era un país y que se negaba a seguir instalado en el drama. Ni siquiera el postrero gol de Breitner pudo poner emoción al asunto y al final del partido, las imágenes de Pertini se mezclaron para siempre en el imaginario colectivo italiano con el icónico “Campioni del mondo” repetido tres veces en la RAI por un Nando Martellini al borde del llanto. Sin haber marcado un solo gol, sin haber pisado apenas el vestuario, aquel triunfo se convirtió en el triunfo de Pertini, que consiguió unir a todo un país en torno a su figura y aumentar su leyenda. Joaquín Sabina, el cantautor español, le incluyó en una canción. En los bares de la época se empezó a poner de moda el llamado “cóctel Pertini”, una mezcla de vodka con miel.
Ser italiano dejaba de ser motivo de vergüenza. Zoff levantaba la copa a sus 40 años y el país se olvidaba de salarios y peleas para celebrar juntos al menos una noche. Norte y sur. Este y oeste. El mérito imposible de poner de acuerdo a un país que en rigor no existe.
Al final del partido, los medios rodearon a Pertini, como no podía ser de otra manera. Uno de los reporteros le preguntó: “¿Es momento de volver a sentirse orgulloso de ser italiano?”. La pregunta tenía sentido porque ya hemos visto que ser italiano, durante demasiado tiempo, no había sido lo más fácil del mundo, pero la respuesta fue demoledora: “Yo siempre me he sentido orgulloso de ser italiano. No porque Italia sea mejor que ningún país del mundo, sino porque tampoco es peor. Simplemente es Italia”. Y es de suponer que incluso a Andreotti le pareció que aquel viejo tenía razón.
(Madrid, 1977) es escritor y licenciado en filosofía. Autor de varios libros sobre deporte, lleva años colaborando en diversos medios culturales intentando darle al juego una dimensión narrativa que vaya más allá del exabrupto apasionado.