Escena de Game of Thrones.

Ficciones que se reproducen a sí mismas

Algunas películas, series, novelas y obras de teatro relatan primero una escena y luego la recrean, en una ficción dentro de la ficción. Son experimentos muy interesantes: ficciones que se reproducen a sí mismas, esquemas fractales, muñecas rusas narrativas.
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Para muchos niños, el primer contacto con el infinito –con cierta sensación de infinito– tiene un carácter consumista. Se produce al observar algún producto en cuyo paquete o envase hay un personaje que sostiene en sus manos ese mismo producto, en cuyo paquete, por supuesto, el mismo personaje sostiene el mismo producto, en cuyo paquete, etc. Cada país y cada época tienen sus propios instrumentos. Para quienes crecimos en Argentina entre los setenta y los ochenta, el chupetín Topolín fue la golosina que nos llevó por primera vez a tales cavilaciones. 

Existen narraciones que repiten, de alguna manera, ese esquema fractal. Son ficciones que se reproducen a sí mismas. Películas, series, novelas y obras de teatro que, en una primera instancia, relatan una escena, y luego, en una ficción dentro de la ficción, reiteran la historia que ya hemos visto antes. Una historia que suele repetirse, como diría Marx, primero como tragedia y después como farsa. A continuación, un brevísimo catálogo de matrioshkas narrativas (incluye algunos intrascendentes spoilers).

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A mediados de la sexta temporada de Game of Thrones, Arya asiste a una obra teatral en Braavos en la que se recrean muchos de los principales acontecimientos de las temporadas anteriores de la propia la serie. Como toda recreación, no es inocente: ennoblece a Cersei Lannister y Joffrey Baratheon, ridiculiza a Tyrion y a Ned Stark. El público ríe y aplaude, mientras los telespectadores, en el mejor de los casos, nos preguntamos cuántas veces actuamos igual, cuántas veces hemos creído que las figuras históricas fueron como se les ve a través del cristal de Hollywood.

En la película alemana Ha vuelto, de 2015, que imagina la aparición de Adolf Hitler en el Berlín actual tras permanecer en una suerte de limbo desde 1945, el juego metaficcional es múltiple. Por un lado, muchas escenas son resultado de la interacción entre el protagonista y transeúntes desprevenidos, como si la ficción “invadiera” la realidad. Por otro, Hitler escribe una segunda parte de Mi lucha: el libro se publica y se titula Ha vuelto, y su tapa es igual que la de la novela de Timur Vermes en que se basa la película (pero en la trama de la novela Hitler no llega a publicar ese segundo libro). En la película, el libro tiene tanto éxito que es llevado al cine. Es entonces cuando vemos el rodaje de la película dentro de la película, las primeras escenas del film recreadas dentro del mismo film.

La película que llevó esta idea tal vez hasta el extremo es Synecdoche, New York, de 2008, dirigida por Charlie Kauffman. Un director de teatro llamado Caden Cotard (Philip Seymour Hoffman) se propone realizar una obra maestra: recrear su propia vida y la de quienes lo rodean. Para ello contrata actores y actrices, a quienes vemos ensayar las escenas que ya hemos visto en la película. Pero llega un punto en que el actor que interpreta a Cotard debe reproducir las escenas en que contrata a otros actores y actrices. La historia ya no se repite dos veces, sino muchas. Al mismo tiempo, el escenario se agiganta, amenazando con dejar de ser la sinécdoque del título y acaparar la ciudad entera. “El mundo entero es un teatro”, anotó Shakespeare.

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Mientras preparaba este texto, les pregunté a algunos amigos si recordaban otros ejemplos. Muchos me hablaron de Hamlet, pero allí no sucede exactamente lo mismo. La función teatral dentro de la obra recrea lo que, gracias a la versión del fantasma de su padre, Hamlet y nosotros sabemos que ha sucedido, pero que ni él ni nosotros hemos visto. Algo parecido, pero al revés, ocurre en la segunda parte del Quijote: hay una obra (nada menos que el primer tomo del Quijote) que cuenta lo que nosotros hemos leído. Pero no tenemos acceso al contenido de esa obra en esa segunda parte: solo sabemos de su existencia.

Alguien me habló de La invención de Morel, la novela de Adolfo Bioy Casares. Tampoco responde de forma precisa al esquema: como en Hamlet, la “obra” –la ficción dentro de la ficción– representa algo que, en efecto, ha sucedido, pero no lo hemos visto. Lo interesante es que el narrador de Bioy carece de un deus ex machina que lo informe sobre eso que ha sucedido, y sobre esta ignorancia se apoya la trama (esa que Borges no creía “una imprecisión o una hipérbole calificar de perfecta”).

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Hay otro ámbito –además del teatro, el cine y la televisión– en que un grupo de personas pone el cuerpo para recrear una escena ya conocida: el juego de los niños. La novela Siempre es difícil volver a casa, de Antonio Dal Masetto, cuenta la historia del atraco a un banco en un pueblo de la provincia de Buenos Aires. Todo sale mal y los ladrones terminan ocultándose donde y como pueden. Desde su escondite, uno de ellos ver a un grupo de niños que quieren jugar a algo. “¿Por qué no jugamos al asalto al banco?”, propone uno de ellos.

El ladrón que miraba “se puso alerta para disfrutar de esa representación […] esa historia que de alguna manera era su propia historia. Y se encontró observando y escuchando con una atención extrema, como si de las palabras y desplazamientos de aquel grupo pudiese aflorar la solución de su propio problema”.

Los niños se reparten los roles e imaginan el banco en ese terreno baldío, hasta que el que hacía de ladrón, en su huida lúdica, se da de bruces con el adulto que los observaba. “Permanecieron quietos, frente a frente, mirándose, el fugitivo real y el fugitivo de ficción”, dice el narrador. Enseguida el hechizo se rompe. El chico huye, presa del pánico, y conmina a sus compañeros a hacer lo mismo. El juego se ha terminado.

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En un sentido, la escena de la novela de Dal Masetto, publicada en 1985, es una versión de la noche 491 de Las mil y una noches. Ali Cojia, mercader de Bagdad –le cuenta Sherezade al sultán–, se va de viaje y deja un tonel con mil monedas de oro ocultas por aceitunas al cuidado de un amigo. Cuando vuelve, siete años después, descubre que las monedas no están. El amigo niega haberlas robado. La discusión deriva en escándalo callejero. Acuden al cadí, la autoridad inmediata, quien, ante la falta de pruebas y el juramento de inocencia del amigo, le da la razón.

Ali Cojia decide entonces recurrir al califa, quien tendrá la última palabra: su veredicto se conocerá el día siguiente. Esa misma noche, el califa sale a dar un paseo por la calle, disfrazado de ciudadano común, y ve a un grupo de niños bajo la luz de la luna. “Juguemos al cadí –sugiere uno de ellos–; yo lo seré, tráiganme a Ali Cojia y al mercader que le robó las mil monedas de oro”.

Bajo la mirada atenta y oculta del califa, los niños reproducen los sucesos del día. Pero el cadí de ficción es mucho más sagaz que el cadí real: a través de un razonamiento que a este último no se le había ocurrido, descubre que el amigo es culpable. El califa encuentra lo que el personaje de Dal Masetto anhelaba: una solución para su propio problema. Al día siguiente, durante el juicio definitivo, usará el razonamiento del niño para llegar a su misma conclusión.

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Por eso la mejor forma de enseñar a los niños es a través del ejemplo: les encanta imitar a los adultos. También a los adultos nos encanta imitar, recrear escenas, y de ahí el teatro y el cine y las ficciones televisivas. Pero hay una diferencia crucial. Mientras estas producciones tienen como fin último ser vistas, ser percibidas, con el juego de los niños sucede lo contrario: para verlo hace falta ocultarse. La presencia del observador modifica lo observado. Muchas veces lo rompe. El encanto desaparece.

Los niños “juegan tanto que juegan a jugar”, escribió Borges en un texto de juventud. Y se explica: “Juegan a emprender juegos que se van en puros preparativos y que nunca se cumplen, porque una nueva felicidad los distrae”. Me quedo pensando en esa expresión inicial: juegan a jugar. Me imagino un grupo de niños en el que uno, así como podría proponer jugar al asalto al banco o jugar al cadí, planteara “jugar a jugar”. Se repartirían los roles: uno sería el que propone posibles juegos, otro el que los rechaza todos, otro el que juega solo a un costado mientras los demás deciden a qué jugarán… Parece demasiado complicado, es cierto. Esos dislates son propios de los adultos. Aunque tampoco hay que descartarlo. Hay niños que empiezan por descubrir el infinito en los paquetes de Topolín y nunca se sabe donde irán a terminar.

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(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.


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