Entrevista con François-Henri Désérable: “Romain Gary era un encantador, trataba de elevar lo real a través de la ficción”

Aloma Rodríguez
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François-Henri Désérable (Amiens, 1987) leyó La promesa del alba, la autobiografía de Romain Gary, a los diecisiete años. Fue el único de los libros obligatorios que leyó y lo atrapó. Diez años después, el azar lo plantó frente a una placa que conmemoraba que en ese edificio había vivido Gary, de nacimiento Roman Kacew. La búsqueda de un personaje que nombra Gary en La promesa del alba se convierte en la historia de los judíos de Vilna, y también la del novelista Gary y la de un joven escritor, Déserable, que estudia derecho por obligación y es jugador profesional de hockey sobre hielo. Un tal señor Piekielny (Cabaret Voltaire, traducción de Lola Bermúdez) es también una novela sobre el poder de la literatura.

En Un tal señor Piekielny sigue las huellas del personaje citado por Gary, cuyo nombre recuerda usted por azar en Vilna. ¿Qué tenía de misterioso ese nombre para usted?

Leí ese nombre por primera vez cuando tenía dieciséis años, cuando leí La promesa del alba, la autobiografía de Romain Gary, estaba en el instituto y es un libro que me marcó. Diez años después estaba en Vilna y acabé por azar en la placa conmemorativa que indica que Romain Gary había vivido en ese edificio, y ese nombre, que creía haber olvidado, salió a la superficie en mi memoria. Digamos que en los azares que me llevaron al número 16 de la calle Grande-Pohulanka vi una especie de mandato y decidí ir en busca de ese señor Pielielny, ese misterioso vecino que habría tenido Romain Gary en los años veinte en Vilna. Ese fue el punto de salida del proyecto.

Buscando a este señor Piekielny da con Romain Gary, el escritor mentiroso y de las mil vidas…

En el libro escribo que a veces la mentira es una variación subjetiva de la verdad, y es el caso de Gary, que quiso construirse una leyenda. Al leer sus entrevistas nos damos cuenta de que miente: hizo creer que había nacido en Moscú, que había nacido en un tren –en realidad, nació en Vilna, se sabe porque se encontró su partida de nacimiento–, hizo creer que su padre era un actor ruso de cine mudo; hizo creer que había recibido una carta en la que le comunicaban la muerte de su padre en un campo de concentración –su padre murió asesinado de un tiro en la nuca y nunca recibió una carta–. Hizo creer a sus lectores en La promesa del alba que su madre le mandaba cartas y que él supo de su muerte años después por carta cuando lo supo por un telegrama… podríamos decir que era un mentiroso, pero yo prefiero decir que era un encantador. Gary era un encantador, trataba de elevar lo real a través de la ficción, y es lo que hizo en toda su obra, y en especial en La promesa del alba.

El señor Piekielny, real o inventado, funciona también como representante de todos los judíos y del Holocausto.

Cuando empecé la búsqueda de ese señor Piekielny encontré muy pocas huellas. Por ejemplo, no figuraba en el registro de los habitantes del número 16 de la calle Grande-Pohulanka que consulté en los archivos nacionales lituanos y en el que encontré el nombre de Roman Kacew, nombre de nacimiento de Romain Gary, y encontré también el de su madre, es decir, que tenía la prueba de que era ese edificio, pero no encontré el del señor Piekielny. Y a partir de ahí, empecé a dudar de su existencia, me pregunté si no lo habría inventado Gary. ¿Y si esa persona que yo creía de carne y hueso fuera un personaje de tinta y papel? Y al final de esta investigación, cuando acabé de escribir el libro, me di cuenta de que daba igual si había existido o no, si había vivido de verdad o no, puesto que en los dos casos la literatura triunfa. Si realmente vivió, la literatura triunfa porque setenta años después estamos pronunciando su nombre, que podría haber desaparecido, no fue engullido por el pasado: Gary consiguió rescatarlo del olvido escribiendo su nombre en el libro. Por otro lado, si Piekielny hubiera sido un invento de Gary, si solo era fruto de su imaginación, se encarnan en él todos los judíos de Vilna. A través de la imagen pobre de ese ratón triste, de ese hombre con la barba chamuscada por el tabaco se encarnan los miles y miles de judíos cuyos nombres no sabemos. Nunca se sabe qué se va a encontrar. Cuando consulté ese registro creí haber encontrado a Piekielny porque vi a alguien cuyo nombre empezaba por P-i-e; pero no era Piekielny. Era una chica que se llamaba Helena Pietkiewicz, que era judía, y que sin duda corrió la misma suerte que la mayoría de los judíos de Vilna. No sé qué fue de ella, pero probablemente murió a los 25 años de un tiro en la nuca. Incluso aunque Piekielny no existiera, estamos hoy pronunciando el nombre de Helena Pietkiewicz.

¿Por qué le parece importante que pronunciemos ese nombre?

Es esencial. Cuando se mira la Shoah desde un punto de vista estadístico no nos conmueve mucho: si decimos seis millones de judíos fueron asesinados durante la Segunda Guerra Mundial, es una estadística. Pero si tomas una sola de esas personas, dale un nombre, cuenta su historia, busca una foto suya, di dónde nació, cómo vivió, cuál era su oficio y ahí, de pronto, la emoción puede aflorar. Hay esa necesidad de encarnación, las estadísticas son muy frías. Está la frase de Stalin: la muerte de un hombre es una tragedia, la muerte de un millón es una estadística. Y la tragedia viene a encarnarse en la muerte de un hombre o de una mujer; las estadísticas son demasiado frías para encarnar la tragedia.

En esta novela hay tres historias: la de Piekielny, la de Gary y la suya. Y hay algunos paralelismos entre algunos detalles de la vida de Gary y la suya: las madres, los estudios de derecho y también usted, como Gary, inventa algunas cosas.

Desgraciadamente las comparaciones acaban ahí, porque yo no puedo presumir de haber sido un héroe de guerra, he corrido muchos menos riesgos en la vida y Gary es autor de una obra literaria mucho más consecuente que la mía. Las comparaciones llegan a nuestras madres, las dos alimentaban grandes ambiciones en sus hijos, los estudios de derecho abandonados, y al deseo de hacer literatura, una creencia fundamental en la novela, en el imaginario. Hay una frase en Las cometas, la última novela que Gary publicó en vida, que dice: “Nada merece la pena ser vivido que no sea antes que nada una obra de la imaginación, si no, el mar solo sería agua salada”.

La novela contiene diferentes tonos: hay tragedia cuando habla de los judíos de Vilna, pero también comedia, sobre todo cuando cuenta sus peripecias.

Para algunos escritores parece que la risa sea algo malo; lo veo en mis contemporáneos que a veces cargan sus libros de una cierta gravedad, en cambio yo… No siempre, pero la mayoría de los escritores que admiro sabe ser gracioso o hay siempre un poco de ironía en sus textos –no es el caso de Pierre Michon, Annie Ernaux o Patrick Modiano, a los que admiro mucho y que no son escritores muy divertidos–. Es algo natural en mi caso, y también creo que hay algo de influencia de Gary, que es un escritor muy gracioso. La promesa del alba o La vida por delante son libros muy divertidos.

Hay un consejo que da un escritor, dice que empieza todos sus libros con cincuenta páginas aburridas para desanimar a los idiotas.

Eso se lo dijo un académico a uno de mis amigos escritores, y yo trato de no seguir su consejo.

¿Cómo se relaciona este libro con los anteriores?

Me gustaría poder encontrar una cierta coherencia en mis libros, no sé si tengo el recorrido suficiente. Mi primer libro se llama Muestra mi cabeza al pueblo, y transcurre durante la Revolución francesa; el segundo, Evariste, sucede durante las Tres gloriosas, y es la biografía novelada de un genio de las matemáticas. Y Un tal señor Piekielny transcurre en los años veinte, treinta, cuarenta. No sé qué une esos libros… puede que lo que me interese sea ver la creación. En Evariste lo que quería era contar su última noche, en la que escribe su testamento matemático y es una noche en la que las ecuaciones parecen caer directamente del cielo a la página. De Romain Gary lo que me interesaba era soñar con ese momento en el que escribe el capítulo siete de La promesa del alba y todo la existencia de ese misterioso vecino, ese señor Pikielny está contenida en la punta de su pluma. Y en ese momento, solo Gary tiene el poder de hacer revivir a Piekielny, y creo que solo la literatura tiene ese poder. Las líneas directrices de mis libros giran en torno al poder de la literatura. En mi siguiente libro, que saldrá en septiembre, el protagonista es un conservador de la Biblioteca Nacional de Francia y está a cargo de grandes tesoros, de manuscritos, etc. La razón por la que se hizo conservador es porque vio un poema de Victor Hugo –“Demain, dès l’aube, à l’heure où blanchit la campagne”–, y al ver el manuscrito corregido por Hugo, en los últimos versos dice: “Et quand j’arriverai, je mettrai sur ta tombe / Un bouquet de houx vert et de bruyère en fleur”; y su primera idea era escribir: “Et quand j’arriverai, je mettrai sur ta tombe / Une branche de la houx et de la sauge en fleur”. Y al ver esa reescritura mi personaje tiene la impresión de ver el pensamiento en acción, y es eso lo que me interesa: ver el pensamiento en acción.

Un tal señor Piekienly es un homenaje a la literatura y a su poder. El libro está lleno de escritores, no solo Gary, también Gogol es importante, Modiano tiene un pequeño cameo, se cita a Michon… Pero es más profundo, porque para usted hay algo mágico en la literatura, ese poder del que hablaba.

Cuando escribo trato de creer de verdad en la literatura. La última carta que Romain Gary escribió, antes de suicidarse en 1980, es en la que anunciaba que iba a suicidarse, pero unos días antes había recibido una carta de Raymond Aron que le reenviaba otra carta que Gary había escrito en 1945. Y Romain Gary le responde, cuatro días antes de su suicidio, “Gracias, Raymond, por recordarme esa época en la que todavía creía en la literatura, los honores, etc., etc.”. Y creo que una de las razones por las que Gary se suicida es porque estaba en un momento de su vida en el que no creía ya en la literatura. La llama de la literatura había dejado de arder, y en mi caso, de momento, esa llama sigue ardiendo y espero que no se apague, pero entiendo que uno deje de creer. Una de las razones por las que Rimbaud dejó de escribir es porque ya no creía: quizá hay un momento en el que hasta los grandes escritores dejan de creer en la literatura.

 

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(Zaragoza, 1983) es escritora, miembro de la redacción de Letras Libres y colaboradora de Radio 3. En 2023 publicó 'Puro Glamour' (La Navaja Suiza).


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