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Fruslerías olímpicas

Una lista larga de importantes acontecimientos, ideas y publicaciones se dieron y crearon en 1896, al tiempo que ocurrían eventos soberbiamente irrelevantes en Atenas, tal como en estos días nos llegará desde Tokio una similar plétora de fruslerías.
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Allá en 1896, cuando se reanudaron los juegos olímpicos en Atenas, Pierre de Coubertin escribió que estos eran “modernos en su carácter, no solo por sus programas, que sustituyeron la bicicleta por las carreras de cuadrigas, y la esgrima por las brutalidades del pugilismo, sino porque su origen y reglamento eran internacionales y universales”. Además eran modernos porque para medir las distancias se utilizaba el metro, que en aquel entonces se definía como la diezmillonésima parte del cuadrante de un meridiano terrestre.

También fueron modernos porque los atletas ya no competían desnudos, y no se inauguraron con alguna oda de Píndaro, sino con un himno escrito por el poeta Kostis Palamas –Antiguo espíritu inmortal, padre puro de lo bello, grande y verdadero– y música de Espiridión Samaras; muy estrepitoso pero con poca alma. Tony Britten aprendió la lección y, cuando le solicitaron un himno de la Champions League, eligió plagiar a Handel, y le empalmó la letra menos creativa desde Get up and boogie.

La competencia de barra horizontal fue como la elección de López Portillo en 1976, pues nadie quiso enfrentarse al equipo Alemán. La gimnasia incluía la prueba de “subir la cuerda”, cuyo ganador sería quien trepara los catorce metros de la cuerda en menor tiempo y con mejor estilo. Ganó un griego. En su ciudad natal le organizaron muchos homenajes por hacer lo que cualquier simio hace mejor. Yo no lo sé de cierto, pero quizá fue la única presencia de México en esos juegos, ya que en aquellos años porfirianos mucho henequén se exportaba desde Yucatán. Desconozco por qué eran precisamente catorce metros.

La extenuante prueba de la maratón o del maratón se realizó con trece corredores griegos y cuatro de otros países. El balazo de salida, con armas que sí tenían balas, lo dio el coronel Papadiamantopoulos. El ganador, además de la fama inmortal, recibió de una barbería la oferta de afeitarlo de por vida. Una dama se había ofrecido en matrimonio para el ganador, pero el buen maratonista dijo “patas pa qué son”. El competidor que llegó en tercer sitio fue descalificado cuando se supo que durante un buen tramo de la carrera había trepado a un carruaje alla Roberto Madrazo.

Se celebró una prueba aún más extenuante, de doce horas en bicicleta, que solo dos competidores completaron. La carretera para las pruebas ciclistas era pésima. El ganador de la competencia de 87 kilómetros cayó tres veces del velocípedo; el aparejo se le descuajeringó y hubo de pedir prestado otro a un colega que había abandonado la carrera.

Desde aquel entonces se estrenó el pintoresco deporte del salto triple, que en México llamaríamos “bebeleche olímpica”.

Las pruebas de natación se realizaron en el mar, en la bahía de Zea. El agua estaba tan fría que el competidor gringo dijo: “¡Jesucristo, me congelo!”, y de inmediato se dirigió a la playa. Caso contrario ocurrió con los competidores mexicanos en 1924, que no salieron del hotel para correr el maratón porque hacía mucho calor. Sea como fuere, cuentan las crónicas que el público no se interesó en las pruebas de natación, pues nada excitante había en mirar cabecitas que avanzan esforzada y lentamente sobre las olas.

Ni en el levantamiento de pesas ni en la lucha había categorías: el fortius era el fortius.

Cada evento tenía dos fechas, pues los griegos, como buenos ortodoxos, aún no adoptaban el calendario gregoriano.

Las reglas que puso Pierre de Coubertin para esos juegos olímpicos exportaron un galicismo a muchas lenguas: amateur. En portugués se traduce a esporte amador, mientras que los italianos dicen sport dilettantistico. Eso se hubiese ajustado bien al español: deporte diletante, haciendo que al igual que en amateur el adjetivo del deportista pase a ser el del deporte. Salvo que diletante ingresó al diccionario de la RAE apenas en 1927 como un italianismo; mismo año en que ingresó amateur, definida como “aficionado o apasionado”. De estas, acogimos la primera.

Rusia había inscrito apenas a un deportista que al final no participó, así es que Chéjov estaría más interesado en la producción de La gaviota, al tiempo que ponía punto final a su Tío Vania. Supongo que, desde la prisión, a Oscar Wilde le habrán interesado poco estos juegos. Nietzsche nostalgiaba el mundo del Olimpo, pero para entonces ya tenía algunos años alienado, quizá viviendo en el Olimpo. Los polacos no participaron porque Polonia no existía, pero más interesados que en unos muchachos sudorosos estarían en leer la recién terminada Quo vadis. En ese año Bertrand Russell publicó su primer libro y Santayana dio a la imprenta el más ambicioso ensayo para comprender la belleza.

Einstein se mudó a Suiza, y cuatro días antes de la inauguración de las Olimpiadas, Porfirio Díaz anunció los resultados del censo recién realizado, e informó que México tenía doce millones y medio de habitantes.

Puedo hacer una lista larga de importantes acontecimientos, ideas y publicaciones que se dieron y crearon en 1896, al tiempo que ocurrían eventos soberbiamente irrelevantes en Atenas, como que el norteamericano Robert Garret arrojara una bola metálica a una distancia de 11.22 metros o que el francés Léon Flameng diera trescientas órbitas al velódromo en tres horas, ocho minutos, diecinueve segundos y dos décimas, tal como en estos días nos llegará desde Tokio una similar plétora de fruslerías.

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(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.


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