Conté la anécdota en otro lugar, pero creo que vale la pena recordarla. Ese domingo llegué a marchas forzadas a Televisa, donde trabajo desde hace años. Acababa de morir Juan Gabriel, y se me requería para sumarme a un programa especial que conducían Paola Rojas y Carlos Loret de Mola. Apenas tuve tiempo de ponerme un saco y una camisa mientras me maquillaban, y me senté a la mesa. Me recibió Carlos.
–Se suma a esta transmisión Julio Patán. Julio, buenas noches.
Y me arranqué. Caray, había que decir algo. Lo que dije fue que Juan Gabriel había pertenecido a una generación particularmente talentosa, esa de Napoleón, Camilo Sesto, pero que, a diferencia de otros contemporáneos suyos, caso de José José, Juan Gabriel había tenido, aparte de talento, una ética de trabajo a toda prueba, esa que le había permitido componer nosécuántascanciones y mantenerse activo y dar conciertos y etc. Y entonces todo se me vino encima: la cara de pasmo de Paola y la risa contenida, nerviosa, de Carlos, junto con esas palabras que me van a acompañar a la tumba:
–Justamente está con nosotros, vía telefónica, José José. Maestro, muy buenas noches.
Recuerdo la anécdota porque me parece que retrata cabalmente, en una instantánea, a nuestro personaje. No encontré tierra que me tragara. Pero me salvó la persona que menos razones tenía para salvarme. Me salvó él:
–Como dice el señor Patán –dejó caer de entrada sin un atisbo de reproche–, Juan Gabriel tenía una gran ética de trabajo.
¿Es correcto usar un término como “principesco” en la era de Fernández Noroña y Félix Salgado? Supongo que no, pero me gusta pensar que con José José puede hacerse una excepción. Era un príncipe, si los príncipes son en efecto sujetos de una educación impecable. Me parece que José José lo era, y que en el escenario esa condición vaya, la irradiaba.
Sí, José José era mexicanérrimo. Es cierto que te pones un tapón cubero de viernes y, salvo que se te atraviese Juanga, puedes acabar estropeando a gritos, por suerte generalmente a coro –esa democratización del ridículo–, “Gavilán o paloma”, con sus tantas capas de lectura que incluyen –no lo digo yo, lo dice un amigo que es gay y punk– la del “macho probado” de vieja escuela, los aplausos para el amor con aplausos grabados incluidos que a propósito eran nada menos que de Juanga, o “Lo que no fue no será” que tiene el mérito incontestable de usar con eficacia la palabra “alpiste” en una canción de despecho. Pero en el Príncipe con esa mexicanidad convivía, fidedignamente, algo gringo. José José también era un Sinatra que los whiskies no los exhibía en el escenario, un Tony Bennett, un Dean Martin sin sorna. Tenía algo bien aprendido de los crooners, con esa elegancia, esa cortesía que, sí, le atenuaba el kitsch. El bastante kitsch.
La mezcla es rara, pero funciona más allá de la reivindicación hipster de su figura (tan dudosa como todas las reivindicaciones hipsters, desde la bicicleta como arma contra los peatones que va a salvar al mundo, hasta el reciclamiento de la barba decimonónica). Es decir, sí hay que pasar por alto esas flores que llueven en el escenario en el remoto año 70, cuando el Festival de la Canción Latina, o ese pañuelo con un beso de pintalabios, acomodados sin ironía alguna (les digo que no, no era Dean Martin). O, mejor: no pasarlos por alto sino abrazarlos con mezcla de posmodernidad mamona –perdonen la redundancia– y gusto culposo, como se hizo con Juan Gabriel. Pero, repito, funciona: ese coctel de crooner adaptado al gusto local con cantante popular de a de veras, cantante de voz educada, amable, potente, bien modulada, un tanto operática, funciona: pega, se queda, emociona fidedignamente, al margen de niveles educativos, clases sociales, género o procedencia, siempre que pertenezcas a esta nación hipersensible. Sí, José José le gusta al funcionario que abre barra el viernes a las 2 de la tarde, a mi prima de Villa Coapa, a mi amigo punk que tiene la teoría ya mencionada sobre “Gavilán…” y a mi tía comunista que llegó con el exilio español. Lo traemos en el disco duro.
A propósito, lo de la ética de trabajo merece discutirse. Con más de José Alfredo Jiménez que de crooner (los crooners suelen ser criaturas pragmáticas que amasan fortunas y cantan hasta los 80 años, ajenos a la autodestrucción profunda), José José se hizo leyenda a fuerza de tragos, drogas, promiscuidad y un descuido de veras notable de esa voz que terminó por extinguirse. Pero trabajó y mucho, desde el arranque de los 70 hasta los 90: conciertos multitudinarios, películas, entrevistas televisivas, shows carísimos para públicos reducidos, firmas de discos. Así que lo dije antes y lo repito: mis disculpas, maestro. Gracias por la elegancia kitsch: por el smoking y el alpiste. Y por todo.
(ciudad de México, 1968) es editor y periodista. Es autor de El libro negro de la izquierda mexicana (Planeta, 2012).