La melodía de Daniel Catán

A diez años de su muerte, el compositor mexicano recibirá un homenaje que permitirá al público mexicano conocer y apreciar su original obra.
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Celebro enormemente el homenaje que Bellas Artes hará esta semana al gran músico mexicano Daniel Catán. Sé que su obra ha alcanzado un éxito mundial. Me emociona y me entristece, porque no está aquí para verlo, pero me consuela saber que el público mexicano lo conocerá y apreciará. Este renacimiento de Catán, a los diez años de su muerte, se debe a la calidad y originalidad de su obra pero también a la incansable labor de Andrea Puente, su esposa, que ha luchado por mantener su memoria y ahora comienza a ver los frutos de su amorosa devoción. 

Hace diez años, al enterarme de la intempestiva muerte de Daniel, escribí esta pequeña nota.

Escucho mientras escribo una obra de mi amigo Daniel Catán. Muchos mexicanos la tararearon hace años. Es el tema principal de la telenovela histórica El vuelo del águila, un vals que aún me conmueve. Catán era un músico filosófico y literario. El elogioso obituario que publicó The New York Times lo presentó como el compositor de exuberantes orquestaciones y líricas melodías que llevó la ópera en idioma español al repertorio internacional. Entre esas óperas está, por ejemplo, La hija de Rappaccini de Octavio Paz. Sobre el proceso creativo de esa obra, Catán publicó en Vuelta 173 (abril de 1991) sus cartas a Paz, testimonio fascinante que años atrás había resumido a Fabienne Bradu: antes de poner notas en el pentagrama, buscaba impregnarse del sentido interno de cada verso, el sentimiento preciso que denotaba, y en torno a él preparaba el complejo argumento musical. Decepcionado del ambiente burocrático de México, Daniel se mudó a Estados Unidos, donde tuvo gran éxito, al grado de llevar a escena, con Plácido Domingo, la ópera Il Postino, basada en la obra del chileno Antonio Skármeta. Alguien le ha llamado el Debussy mexicano.

Escuchando aquella melodía de El vuelo del águila (inspirada, según parece, en una canción de Eugenio Elorduy), siento que Daniel se compenetró, como un nuevo López Velarde, de aquella “íntima tristeza reaccionaria” y expresó admirablemente la nostalgia crepuscular del porfiriato. Hijo de padres judíos –él turco, ella rusa–, fue una floración del romanticismo en México y un exponente de la última vanguardia. Tenía la sonrisa más cálida imaginable, era caballeroso y gentil en extremo. Me parecía entrañable y frágil. Se fue de México para retenerlo y expresarlo mejor. Murió en el sueño, a los 62 años. Se fue antes de irse, pero se fue sin irse: nos queda la melodía de su amistad y el amor a su música.

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Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.


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