Lo woke y la trampa autobiográfica

La razón de la mediocridad de la cultura woke está en la fetichización de lo autobiográfico, ya sea de individuos o de grupos.
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La crítica habitual a la literatura y el arte identitarios y comunitarios de hoy es que son conformistas. “En Estados Unidos todo el mundo habla de diversidad, pero todo el mundo dice lo mismo”, decía Baudrillard en una entrevista tras la publicación de su libro América, esa extraña mezcla de Nathanael West, Guy Debord, Roland Barthes y Reyner Banham, y de McLuhan y Foucault. Baudrillard murió antes de que la cultura de la cancelación agarrase por el cuello al complejo académico-cultural-filantrópico, pero ya entendía que lo que ahora llamamos cultura de la cancelación es solo una estación de paso en el camino hacia la simple cancelación. Como dijo en América –hablaba concretamente de California, pero California siempre ha sido el campo de pruebas culturales de Estados Unidos–: “La cultura misma es allí un desierto”. Pero rápidamente añadió: “La cultura tiene que ser un desierto para que todo sea igual”.

Por muy seductor que pueda ser el gélido voyeurismo de Baudrillard, ni la nivelación estadounidense –la convicción de que todo debe ser igual, que él anatomizó tan brillantemente– ni el conformismo ideológico y moral, ni el repudio de cualquier autopercepción “no constructiva”, léase no progresista, como artefacto de la opresión, que ha sido la interpretación que esta generación ha hecho del excepcionalismo estadounidense, en forma de excepcionalismo estadounidense antiamericano –Fosa séptica en la colina o Ciudad en la colina, pero siempre en lo alto de la colina–, ofrece una explicación satisfactoria de por qué la cultura estadounidense se encuentra en un momento tan bajo.

Es cierto, tal y como alegan los liberales y los conservadores antiwoke, que las posturas que son una mezcla de puntos de vista de la izquierda identitaria y de la Teoría Crítica de la Raza kendi-ita dominan en gran medida la agenda del arte y la literatura estadounidenses a través de la hegemonía ideológica que los que abrazan esta visión del mundo ejercen sobre los dos grandes financiadores de la cultura en Estados Unidos: la academia y la filantropía. Donde se equivocan los críticos liberales y conservadores es en su convicción injustificable de que el conformismo político, moral y social es incompatible con la producción de buen arte y literatura. Semejante visión es sencillamente insostenible desde el punto de vista histórico. Andrei Sinyavsky planteó esta cuestión en su brillante Sobre el realismo socialista. “El arte”, escribió en ese libro, “no teme la dictadura, la severidad, las represiones, ni siquiera el conservadurismo y los clichés. Cuando es necesario, el arte puede ser fielmente religioso, tontamente gubernamental, carente de originalidad, y sin embargo bueno. Nos extasiamos estéticamente ante los estereotipos del arte egipcio, los iconos rusos y el folclore. El arte es lo bastante elástico como para encajar en cualquier lecho de Procusto que le presente la historia”.

Como en el caso del Realismo Socialista, el arte y la literatura de la nueva dispensación cultural son basura. Pero, al igual que en el caso del realismo socialista, no se debe a que la cultura en la era de lo woke, del “antirracismo”, de la “descolonización” y de la “indigenización” sea represiva e intolerante, aunque por supuesto lo es sin ningún pudor. Los ejemplos de Sinyavksy demuestran ampliamente que se ha hecho todo tipo de buen arte y se ha producido buena literatura que tuvo que pasar el examen de la policía del pensamiento de la época. Si el realismo socialista fue un fracaso artístico, sostenía Sinyavsky, era porque el término realismo socialista era una contradicción de términos. En palabras de Sinyavsky: “Un arte socialista, es decir, con propósito, religioso, no puede producirse con el método literario del siglo XIX llamado ‘realismo’”. Al mismo tiempo, argumentaba que “no puede lograrse una representación realmente fiel de la vida con un lenguaje basado en conceptos teleológicos”.

Sin embargo, aunque dudaba de que llegara a ocurrir, Sinyavsky no decía que fuera imposible que el arte oficialmente sancionado produjera sus propias obras maestras, una “Comuniada” que presumiblemente estuviera a la altura de La Ilíada, como señaló en irónica taquigrafía. Pero lo consideraba improbable porque para hacerlo tendría que renunciar a la parte del “realismo”, privándose de lo que él llamaba “los lamentables e infructuosos intentos de escribir una Anna Karenina socialista o un Jardín de los cerezos socialista”.  Pero si abandonara su esfuerzo por alcanzar la verosimilitud, aún podría encontrar el lenguaje para expresar lo que, por muy archidisidente que fuera, llamaba –y esta vez sin ironía– “el grandioso e inverosímil sentido de nuestra época”.

La cultura y el arte woke también fracasan, pero por razones diferentes. Si el eclecticismo fue la roca contra la que se estrelló el proyecto del realismo socialista, es la fetichización de lo autobiográfico, ya sea de los individuos o de los grupos, las comunidades, en cuyos nombres se cree que hablan, lo que al menos hasta ahora ha garantizado la mediocridad de la cultura woke. Hay que ser prudente en las predicciones y, a diferencia de los críticos liberales de lo woke, tener los ojos bien abiertos y no adoptar una actitud sentimental hacia la cultura a la que está sustituyendo. Con o sin lo woke, esa cultura agonizaba. No creo que la cultura woke tenga muchas más posibilidades de trascender las contradicciones que la lastran de las que según Sinyavsky tenía el realismo socialista de superar las suyas, aunque también sospecho que lo woke podría no sobrevivir al ataque de la Inteligencia Artificial. Pero eso no significa que sea imposible. Después de todo, la transformación woke de la cultura es muy nueva y es ciertamente posible que pueda ir en direcciones hasta ahora inimaginadas. 

Para ello, sin embargo, la nueva cultura tendrá que encontrar la manera de resolver dos dificultades. La primera se deriva de la triste verdad de que casi ninguno de nosotros es tan interesante: no lo suficiente como para que nuestras autobiografías lo sean. Y, sin embargo, la inmensa mayoría de la ficción y la poesía woke es autobiográfica. El aburrimiento, por tanto, es el primer obstáculo. La segunda dificultad tiene que ver con la centralidad de la representación en la cultura del trabajo, con lo que quiero decir que el fin supremo de las obras de arte es representar las experiencias y las luchas de las comunidades. El problema en este caso no es principalmente el aburrimiento, aunque a medida que se produzcan más y más obras de este tipo, y se conviertan cada vez menos en un vehículo de reparación y cada vez más en la moneda común de la cultura, el aburrimiento se convertirá casi con toda seguridad en un factor. La dificultad central es que incluso según la definición más democrática de cultura tiene que haber algún principio de diferenciación, es decir, criterios de juicio. Y si el punto principal es a quién representan las personas que hacen cultura, de dónde vienen, por así decirlo, cada obra será más o menos como cualquier otra obra. En lugar de que todo el arte aspire a la condición de música, en la frase de Walter Pater, todo el arte woke aspirará a la condición de folclore y música pop. Y en ese caso, ¿por qué no tener simplemente folclore y música pop, y abandonar la cultura?

Pero si hay una forma de que la cultura woke supere con éxito la Escila de la cursilería –qué virtuoso soy por leer este libro virtuoso o mirar este cuadro virtuoso– y el Caribdis de convertir la cultura en una subsidiaria de propiedad exclusiva de la política de inclusión, y siga siendo cultura en cualquier sentido reconocible (y de nuevo, la AI puede hacer que toda esta guerra cultural y las cuestiones que plantea no interesen a las generaciones futuras) mi corazonada es que tendrá que alejarse de la verosimilitud autobiográfica del mismo modo que Sinyavsky dijo que un realismo socialista de calidad debía deshacerse de las formas de la novela realista del siglo XIX. La dirección más lógica que podría tomar ese “alejamiento” tanto de la autobiografía como de la representación sería la ciencia ficción y la fantasía, y es una dirección que algunos escritores woke ya están tomando; en otras palabras, alejarse de lo testimonial y acercarse a lo maravilloso. 

Para ser claro, no creo que esto vaya a ocurrir. Lo que parece mucho más probable es, en cambio, que se produzca una mezcla poco exigente y tranquilizadora de folclore y cultura de masas, apuntalada por la IA. A menos que, por el contrario, sea engullida por ella.

Publicado originalmente en el Substack del autor.

Traducción del inglés de Daniel Gascón.

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David Rieff es escritor. En 2022 Debate reeditó su libro 'Un mar de muerte: recuerdos de un hijo'.


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