Foto: Wikimedia Commons

Malas feministas malas

Hay una noción nociva y bastante extendida según la cual una mujer que se autodenomine feminista está obligada a comportarse con una ejemplaridad inalcanzable, desigual y no exigida a los hombres.
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Hay una noción un tanto extraña, pero bastante extendida, según la cual una mujer que se autodenomine feminista no tiene permitido hablar mal de otras mujeres. Tampoco puede bailar reguetón, ponerse minifalda, usar tonos encendidos de lápiz labial ni preocuparse demasiado por su apariencia. Si decide dedicarse al hogar en vez de desarrollar una carrera profesional, es mala feminista; lo mismo si se toma muchas selfies o le da por leer revistas de chismes. Decir mentiras, coger con quien quiera o poner el cuerno es todavía peor, pues rompe con la idea de que para tener admisión al club de activistas del feminismo hay que ser una blanca paloma y vivir alejada de cualquier tipo de acción que pueda ser considerada incongruente con dicha causa.

Pero sucede que no es así, que las mujeres feministas también somos hijas del patriarcado y vivimos en el mismo mundo que todos los demás, uno lleno de cosas que nos dan ganas de hacer, aunque parezcan ir en contra de nuestros principios. Pero disfrutar ciertas canciones no dejamos de ser conscientes de los clichés sexistas que contienen, por ejemplo, y ver chick-flicks los domingos en la noche no nos convierte en aspirantes a una vida romántica al estilo Bridget Jones. A veces, ante el abuso sexual o de poder, nos callamos o hasta seguimos siendo amigas de nuestro abusador, por miedo, por debilidad o por hacernos la vida menos complicada. También nos equivocamos abiertamente y mentimos, somos malas amigas o parejas infieles. Como escribió Javier Marías en su columna de la semana pasada (nunca pensé citar al señor, francamente): somos “envidiosas, despechadas, malvadas, misándricas y simplemente se la estamos guardando a alguien”. O al menos podemos serlo.

La filósofa española Amelia Valcárcel se ha referido a esto como el derecho a la maldad, señalando que el problema es que ser una “buena mujer”, bajo los estándares de la sociedad patriarcal en la que vivimos, por lo general no quiere decir ser una buena persona. No es ningún secreto que, en casi cualquier ámbito, las mujeres tenemos que demostrar el doble (de talento, de compasión, de inteligencia)  para obtener la mitad. Ejemplos de ese doble estándar están presentes todos los días, cuando la misma conducta que se le celebra un hombre es condenada en una mujer: tener muchas parejas sexuales, ser ambicioso, malhablado, astuto, aguerrido. Recientemente, Roxane Gay retomó el tema en su libro Mala feminista, en el que se admite incapaz, desde el título mismo, de cumplir con los requisitos de perfección que el movimiento parece imponer. En sus ensayos, Gay se dedica a enumerar sus supuestos pecados (le encanta el color rosa y el hip-hop, por ejemplo), dejando en claro que no pretende ser un ejemplo para nadie ni pregonar la unificación artificial de una causa cuya fuerza está en su diversidad. De cualquier manera, cuando eres una feminista que incomoda, los afectados encontrarán el modo de señalarte y juzgarte hagas lo que hagas. Y no me refiero al troll de las redes sociales o al macho empedernido, sino a personas comunes y corrientes que parecen creer que estamos obligadas a rendirles cuentas.

Para que el feminismo avance debe renovarse constantemente y partir del reconocimiento de la pluralidad de opiniones que en él conviven. Lo dijo bien Virginie Despentes en una entrevista hace poco: “Es imposible señalar un solo feminismo. Sería mucho más preciso separar a las mujeres por su horóscopo”. Como feministas, lo único que nos une son las ganas de seguir vivas y tener libertad para hacer lo que nos venga en gana (nosotras y el resto de las mujeres del mundo). Los altísimos estándares morales que se nos imponen son harina de otro costal, porque no tenemos obligación alguna de ser intachables, pasar con honores los exámenes a los que somos sujetas ni mucho menos a responderles a los que creen que pueden ponernos bajo la lupa. No ser absolutamente puras y congruentes no nos quita el derecho a estar inconformes ni menoscaba la validez de nuestras demandas.

El feminismo es un movimiento de seres humanos y por lo tanto imperfecto, un proceso constante de prueba y error al que, si bien le sienta bien el cuestionamiento, no le sirve el juego de sacar trapitos al sol con el único fin de descalificar protestas. “No quiero ser excelente, ni especial. Sólo reclamo mi derecho a no ser excelente. En ese sentido reivindico el derecho al mal”, dice Valcárcel. El derecho a equivocarnos es también el derecho a ser personas.

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(Ciudad de México, 1984). Estudió Ciencia Política en el ITAM y Filosofía en la New School for Social Research, en Nueva York. Es cofundadora de Ediciones Antílope y autora de los libros Las noches son así (Broken English, 2018), Alberca vacía (Argonáutica, 2019) y Una ballena es un país (Almadía, 2019).


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