A principios de 1996, mi amigo Heriberto Murrieta, a quien había conocido redactando algunas piezas para televisión, me invitó a participar en su programa de radio, al que llamaría Deportes y Toros. La intención de Murrieta era juntar voces de distintas generaciones. Tuve la fortuna de que me eligiera como representante, junto con otros compañeros, de los periodistas que apenas comenzaban. Y digo la suerte porque Beto había conseguido el milagro, gracias a la colaboración de Radio Fórmula, de reunir alrededor de una mesa a tres leyendas incomparables de la historia del fútbol mexicano.
Ha pasado ya casi un cuarto de siglo, pero me acuerdo del primer programa como si fuera ayer. Sentados frente a mí, en una cabina de radio en un edificio cualquiera en una pequeña calle de Polanco, estaban el propio Murrieta, figura querida y respetada desde hacía años, y un trío al que apenas una semana antes me habría parecido imposible conocer, ya no se diga compartir con ellos jornadas enteras de debate y discusión.
A mi derecha, vestido con un traje marrón, estaba Ángel Fernández, la mayor leyenda de la locución y la narración futbolera de la historia. Ángel era estridente y divertidísimo. No habrá sabido mucho de técnica, pero sabía más que nadie del espíritu festivo que implica rodar una pelota. Lo más lejos posible de Ángel se sentaba Fernando Marcos, testigo mayor del fútbol mexicano. Árbitro, jugador, entrenador, comentarista, cineasta y muchas cosas más, para entonces Marcos ya tenía 83 años, pero mantenía el sentido del humor mordaz e implacable de siempre. Y también la impaciencia. Mientras fumaba en la cabina y colocaba cada colilla consumida en una fila sobre la mesa, miraba la pirotecnia de Ángel Fernández con cierto hartazgo. Rara vez podía contener las ganas de aclarar algo o poner a Ángel en su sitio. Lo hacía apenas levantando esos ojos de párpados caídos, que revelaban una inteligencia de verdad prodigiosa. Ángel le contestaba con una nueva pirueta verbal que no hacía más que exasperar todavía más al viejo Marcos, decano entre decanos.
Entre ellos dos se sentaba don Nacho Trelles. Para mí, que prácticamente nací fanático de Cruz Azul, escuchar a Trelles era una experiencia casi mística. Me fascinaban su claridad y su capacidad de síntesis, que a veces podría confundirse con cortedad de palabras. Nadie veía el fútbol como don Nacho, ni siquiera Marcos. Podía explicar un juego con la misma elocuencia del mago Septién, el gran narrador beisbolero de la historia mexicana, y todo el conocimiento táctico de quien había pasado la vida entera en la cancha. Aunque podía ser duro en sus juicios, Trelles era un hombre sencillo. A la radio iba siempre vestido con la misma combinación de ropa deportiva, pants y sudadera de Cruz Azul, de la vieja marca Azul Sport. Llevaba sobre la cabeza una gorra que apenas y descansaba sobre su pelo blanco. Siempre así, todos los días. No cambiaba el atuendo, la gorra no descendía hasta seguirle el cráneo. Era el mismo don Nacho una y otra vez.
Con los años, cuando iba a entrevistar jugadores para algún reportaje, me acostumbré a verlo caminar por la Noria, el complejo deportivo de Cruz Azul al sur de la ciudad de México. Ahí, Trelles era una suerte de Autoridad máxima, una leyenda viviente: historia viva.
Y con razón. Había visto crecer a todos los jugadores y le había enseñado a prácticamente todos los técnicos de casa. Era, en muchos sentidos, el padre de todos. Si mal no recuerdo, el club le había encomendado entonces recorrer las distintas escuelas de fuerzas básicas para tratar de encontrar nuevos talentos. Trelles lo hizo sin chistar y con gusto, a pesar de sus ochenta años. Recuerdo que me platicaba de sus hallazgos: algún mediocampista particularmente virtuoso en Oaxaca o un muchacho alto y fornido que pintaba para buen central. Trelles quería ver triunfar al Cruz Azul, por su historia, su directiva (que siempre lo trató como lo que era, una eminencia) y su afición. Aunque sus años de gloria pertenecieron también al Toluca y al Zacatepec, don Nacho vivió y murió siendo azul.
Su pasión por el fútbol, la selección mexicana y el Cruz Azul en particular no conocía límites. Y, al menos en mi experiencia, tampoco conocía de otros intereses. En eso no se parecía a Fernando Marcos, un hombre enormemente culto que lo mismo pudo haber sido escritor, político o abogado. Me queda la impresión de que don Nacho Trelles solamente pudo haber sido don Nacho Trelles. Las historias de su largo colmillo en la banca, su interpretación singular del fútbol y su don de mando son legendarias.
Fue sinónimo del futbol. Podía ser marrullero, interrumpiendo partidos, haciendo un berrinche o reclamándole al árbitro. Pero también tenía la inteligencia como para llevar poco a poco al fútbol mexicano a escenarios distintos y crear escuela. Trelles guió a la selección mexicana a sus primeras experiencias de verdad memorables en el futbol mundial. Se trajo a casa derrotas dolorosas, pero también momentos que prometían mejores cosas. Desde la banda, con su clásica boina y su fino bigote, soñaba con un mejor equipo mexicano.
Me duele que se haya ido sin haber visto campeón de nuevo al equipo de sus (nuestros) amores. Quizá, cuando el coronavirus nos deje en paz y la pelota vuelva a rodar, los muchachos de azul y blanco salten a la cancha del Estadio Azteca y le regalen a Trelles la novena estrella. Vestido de pants azules y cachucha inmóvil, don Nacho tendrá asiento de primera fila.
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.