Desde que Pelé debutara con la selección brasileña que se llevó el Mundial de 1958 en Suecia, ninguna selección americana ha conseguido levantar la copa en territorio europeo. Sesenta años más tarde, la historia se repite con contundencia: los cuatro semifinalistas serán “locales”, algo que ya sucedió la última vez que la Copa se celebró en Europa, en Alemania 2006. Por primera vez en la historia, el próximo 15 de julio, los países europeos habrán ganado cuatro ediciones consecutivas: nadie les tose desde el Brasil de Ronaldo y Rivaldo en 2002.
Y es que los mundiales se están reduciendo peligrosamente a eurocopas con algún invitado especial, que normalmente suele ser Brasil. ¿Cuál es la razón de esta europeización absoluta del fútbol global? De entrada, hay que atender a razones puramente demográficas: como continente de acogida, muchos talentos que habrían nacido y se habrían desarrollado en otros países ahora representan los colores de sus países de acogida: los Hazard, Lukaku, Pogba, Kanté y un largo etcétera.
En cualquier caso, y aunque este sea un factor a tener en cuenta, el problema que tiene el fútbol no europeo es su incapacidad de proponer algo nuevo. La única selección que lo ha intentado y que ha estado a punto de conseguirlo ha sido Japón, pero faltó talento donde al menos había una propuesta valiente de toque y orden táctico ofensivo. México sigue con su maldición de octavos a cuestas, Uruguay siempre encuentra alguna desgracia por el camino como la lesión de Cavani, Argentina abusa del psicoanálisis y opciones como Chile, Colombia o Perú, con grandes jugadores, acaban normalmente pecando de poca competitividad en la gran cita. Panamá y Costa Rica suficiente hacen con clasificarse y competir dignamente.
Puesto que el fútbol africano no acaba de dar el salto –y en esto sí que tiene mucho que ver la constante emigración a Europa– todo queda reducido a lo que pueda hacer Brasil y sus estrellas, muchas de ellas reducidas en realidad a jugadores de la liga china. Con este, ya son cuatro mundiales en los que los brasileños llegan como máximos favoritos y no llegan ni a la final. En 2006, en pleno apogeo de Ronaldinho, se cruzó la Francia de un apoteósico Zidane; en 2010, Kaká y Robinho se estrellaron contra el orden holandés… y todos recordamos la debacle de Belo Horizonte en 2014, cuando Alemania se impuso 7-1 después de irse 5-0 al descanso.
Hubo momentos del partido de este viernes contra Bélgica que recordaron al de cuatro años atrás. Brasil lleva años y años luchando por ser un equipo ordenado que recibe pocos goles, y no lo acaba de conseguir. La deriva empezó en 1990 y como en medio cayeron dos mundiales (1994 y 2002), nadie ha querido discutir el método. Cada entrenador brasileño es aún más pulcro y ordenado que el anterior, sus centrocampistas más insulsos y sus delanteros más inoperantes, todo reservado al genio de un jugador que no puede hacerlo todo: Neymar Jr.
Hay en Neymar demasiado de artificio como para tomárselo en serio, y eso es una desgracia además de una injusticia. Incluso en el peor partido de todo el campeonato no dejó de ofrecerse, de intentarlo y de acechar la portería contraria. Suyo fue el disparo que se colaba por la escuadra en el minuto 94 antes de que Courtois metiera una nueva mano salvadora.
Ahora bien, Neymar no basta, como no basta Coutinho, un jugador que siempre parece que puede hacer algo más que empeñarse en sobar la bola, ralentizar el juego y tirar desde cualquier posición. Tampoco bastan veinticinco minutos de desborde del Douglas Costa o del Willian de turno. Hace falta un esquema de juego que Brasil no tiene y que no parece preocuparse en buscar. En cuanto se ausentó Casemiro, cayó todo el andamiaje.
En una primera parte espléndida, Bélgica pudo haberse ido con tres o cuatro goles de ventaja solo descolgando a sus tres mejores jugadores para organizar un contraataque tras otro. Eso bastaba para sembrar el pánico en la defensa brasileña. Cada balón que perdía Brasil era una oportunidad del rival. Solo la excesiva conducción de De Bruyne o Hazard, incapaces de encontrar los desmarques de Lukaku, impidieron la goleada. Eso, y el excelente partido de Miranda, que se fajó con bravura en el uno contra uno y evitó la debacle.
En la segunda parte, con De Bruyne y Lukaku mucho más cansados, Hazard se encargó de todo y lo hizo, casi siempre, a la perfección. El belga está siendo, de lejos, el mejor jugador del campeonato hasta la fecha y es complicado entender que a sus 27 años no acabe de ser tan decisivo en su club. En cualquier caso, el bajón físico de los belgas coincidió con la llamada a la heroica de Brasil, las diagonales de Douglas Costa, el ajetreo continuo de Neymar y un pase mágico de Coutinho a Renato Augusto que culminó en un gol sacado de la nada.
Pero la épica llega hasta donde llega y Brasil no pudo culminar la remontada, entre otras cosas por su absoluta falta de ideas en ataque, donde a menudo los jugadores se estorbaban entre sí. Podrán quejarse los pentacampeones de alguna jugada polémica en el área belga, pero nadie llorará por ellos: llevan todo el campeonato exagerando las faltas, cuando no directamente fingiéndolas. Más que de los goles de Neymar o sus asistencias o sus regates, llevamos tres semanas hablando de sus vueltas de campana y sus gritos desde el suelo al más mínimo contacto. El del PSG llegó a Rusia como candidato al Balón de Oro y sale como carne de meme y escarnio público.
No deja de ser curioso que en tan poco tiempo Brasil haya conseguido perderlo prácticamente todo: de ser el adalid del “jogo bonito” a ser una selección dependiente de Casemiro, de ser el mejor equipo del mundo a ser uno más que lucha por los cuartos o las semis, y de ser la selección favorita de todo aficionado neutral a ser un conjunto que cae mal, condenado por sus excesos. En otro momento, la eliminación de Brasil se habría vivido como una catástrofe, igual que la pérdida de una de las mayores estrellas del campeonato. Si ni el árbitro de campo ni sus asistentes en la sala del VAR apreciaron como penalti ninguno de los contactos discutidos, fue en buena parte por la mala reputación ganada en los partidos anteriores.
Como resumen, si Brasil quiere seguir jugando a ser Italia, puede intentarlo pero no es probable que le salga bien. No le sale bien ni a los propios italianos, así que imagínense. Para acabar con la dictadura europea, haría falta otra cosa: un juego distinto, explosivo, sin Fernandinhos ni Paulinhos ni Firminos ni el Gabriel Jesús de turno. Talento. Nos enamoramos de Brasil por su talento y le perdonamos incluso a Dunga. Pero la broma empieza a durar demasiado tiempo y ya no queda a quien le haga gracia.
(Madrid, 1977) es escritor y licenciado en filosofía. Autor de varios libros sobre deporte, lleva años colaborando en diversos medios culturales intentando darle al juego una dimensión narrativa que vaya más allá del exabrupto apasionado.