Pantalla y despiste

Me topo con cada vez más malentendidos, citas frustradas, planes que no se llevan a cabo, mensajes a los que nadie contesta, trabajos mal enfocados, que quizá salgan de esa manera porque en todo el proceso nadie ha cruzado una palabra.
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Me manda una amiga un artículo de una profesora universitaria estadounidense sobre cómo el uso de las pantallas está afectando al aprendizaje de los alumnos, que apenas son capaces de recordar lo que leen al poco tiempo de haberlo leído. Explica cómo se da cuenta de que durante las clases los estudiantes, que usan un ordenador para ir tomando apuntes, están en realidad consultando otras cosas en internet, manteniendo conversaciones con gente que está en otras facultades o donde sea o saltando de enlace en enlace, muy lejos de allí en cualquier caso. No diría que los estudiantes del pasado analógico estuviesen prestando toda la atención del mundo todo el rato, pero quizá las antiguas maneras de distraerse no se llevaban la mente en volandas tan violentas.

Incluso quienes ahora están siguiendo las clases están algo perdidos debido al uso de la pantalla, porque el escribir a mano nos ayudaba a fijar lo que nos estaban contando, así como también el pasar las páginas, al leer un libro, tiene un efecto fotográfico que colabora con la memoria. Todos estos efectos, que padecemos también fuera de las universidades, ya los conocemos y hemos leído sobre ellos en mil pantallas. Pero encuentro otra cosa desalentadora en el artículo: que es de 2016. Por un lado ya entonces era así y por otro el artículo sigue estando al día. Parece imposible que, aunque nos lo propusiésemos en serio, pudiésemos desandar el camino de esos al menos siete años de despiste generalizado. 

En mitad de la ristra de desastres la profesora se fija en un detalle lateral, que aparentemente no tiene que ver con el rendimiento académico: en el intervalo entre clase y clase los alumnos no hablan entre ellos, sino que se zambullen en sus dispositivos. Está desapareciendo en consecuencia la charla casual que ayuda a trabar amistades, por lo menos desde hace siete años. Los primeros días de clase, cuando mucha gente nueva se incorpora a un lugar que acabará convirtiéndose en familiar, todo el mundo podría reconocerse en el despiste general. El recurso de volverse al móvil, por timidez o por adicción, retrasa o arranca de cuajo esa posibilidad. Resulta un mundo mucho más aislado, y eso que no habían llegado las clases a distancia impuestas a la fuerza. Donde se decía que antes los niños jugaban en la calle, ahora se dirá que antes los alumnos hablaban entre clase y clase. Ahora me pregunto si no será todo este lamento una exageración, o si solo se puede aplicar al reducido mundo de los campus norteamericanos, cuando vemos que sigue habiendo niños que juegan en los parques a la salida del colegio y que los estudiantes se quedan en grupos al acabar las clases. 

Pero cuando más tarde venga el trabajo, quizá no sea lo más adecuado para quienes se incorporan por primera vez a una oficina que puedan o se vean obligados a desarrollar todo el trabajo a distancia, a solas, a una edad en que aún la vida social es tan porosa y cambiante, está por montar, y cuando nos hemos formado solo en contacto con nuestra familia y nuestros amigos. Parece imprescindible también vérselas, durante un tiempo al menos, con compañeros de trabajo con los que no se tiene nada que ver, para aprender unas habilidades sociales que tarde o temprano probarán su utilidad, para acostumbrarse a los círculos sociales intermedios, entre los íntimos y los completos desconocidos. La brecha generacional, que no se da solo entre padres e hijos, se hará cada más profunda si no hay lugares en los que las distintas generaciones se vean obligadas a convivir.

Yo ya no voy a clase ni estoy empezando mi carrera laboral, así que todas estas cosas de las que estoy hablando no las padezco a diario, pero por otro lado me topo con cada vez más malentendidos, citas frustradas, planes que no se llevan a cabo, mensajes a los que nadie contesta, trabajos mal enfocados, que quizá salgan de esa manera porque en todo el proceso nadie ha cruzado una palabra, y quizá son ya demasiados los años acumulados delegando en la tecnología la transmisión de toda la información, cuando el contenido material necesita envolverse en unas formas, y si no lo hace no lo entendemos, igual que pasar las páginas nos hacía recordar las escenas recién leídas. También, nos bastaría con dejar de mirar la pantalla durante un rato, de buscarlo todo inmediatamente, para entrar en el estado que nos proporcionaría una hora de meditación.

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Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).


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