Una de las propiedades que más me divierten de nuestro cerebro de Sapiens es nuestra capacidad de encontrar y aplicar patrones. Es un recurso fabuloso para luchar contra el caos que nos rodea y crear, aunque sea de forma ilusoria, una cierta sensación de orden y de control. Esta facultad está detrás, obviamente, del espíritu científico que nos ha llevado a dominar el planeta en el que vivimos. Es una de las responsables de que seamos capaces de formular leyes que predicen el comportamiento de la naturaleza. Lamentablemente, esta misma capacidad es la que explica otros comportamientos mucho menos racionales, como el espíritu supersticioso que todos, en mayor o menor medida, poseemos. En el lenguaje, esta disposición nuestra de encontrar y usar patrones también está muy presente. Otro día hablaré de cómo la aplicamos en las construcciones (en la sintaxis) o en las situaciones comunicativas (en la pragmática), pero hoy quería centrarme en las palabras. Porque en ellas también reconocemos ciertos moldes que reproducimos a placer.
Comenzaré por el principio. Cuando nos topamos con algunas palabras, reconocemos en ellas cierto aire familiar. Una especie de impronta de linaje, como cuando te presentan a alguien y reconoces en esa persona a un conocido, que termina siendo su hermano o su primo: la misma sonrisa, la nariz inconfundible, ese tono al hablar o los gestos que hace. Pensamos: “no conozco a esa persona, pero imagino a qué familia pertenece”. Cómo son los genes, decimos entonces. En las palabras, a la genética la sustituye la morfología derivativa, pero el efecto, en el fondo, es el mismo. No conozco esta palabra (zurcidura), pero sé a qué familia pertenece (a la de zurcir) y el modo en el que se ha creado (el mismo que en mordedura), es decir, reconozco el patrón.
Y gracias a esta capacidad, somos capaces de predecir un significado (si mordedura es la acción de morder, zurcidura será la acción de zurcir). A veces tenemos razón y gracias a este don de reconocer patrones, entendemos los mensajes sin necesidad de diccionario. Otras veces no. Porque algunas palabras, de puro vivir solas en la vida, han fijado un significado propio que nada (o bien poco) tiene que ver con la familia de la que viene. Como expedición, cuyo significado principal (‘excursión’) poco tiene que ver con expedir. Ya lo decíamos al principio, nuestra facultad de encontrar patrones a veces es útil (como en las leyes científicas) y a veces no (como en las supersticiones), pero nadie renunciaría a usarla porque cuando funciona, lo hace muy bien.
Pero esta capacidad nuestra no solo sirve para entender los mensajes. También la usamos para crear nuevas palabras cuando no tenemos más remedio. Uno de los afásicos a los que entrevistó mi doctoranda Sara Rodríguez hace unos años llamaba sujetador al botón (y no le faltaba razón). Más allá de entornos patológicos, cualquiera de nosotros podemos crear una palabra como estudiador para bromear sobre el amigo que lleva toda la vida estudiando o usar la morfología derivativa para crear un nuevo nombre de marca, como nos enseñó Cristina Aranda en su tesis doctoral. Y, por supuesto, tal y como advierte David Serrano-Dolader en su obra Formación de palabras y enseñanza del español, lo pueden usar los aprendientes de segundas lenguas, si les ayudamos desde el aula, para cubrir los huecos léxicos que inevitablemente tienen. El resultado puede que no sea normativo, pero será comunicativo. Las aplicaciones de nuestra competencia morfológica son, como vemos, variadas y numerosas.
Y si alguien nos iluminó en estos procesos de formación de palabras fue, desde luego, el profesor Jesús Pena. Con la sensibilidad lingüística de un morfólogo de raza, el profesor Pena nos enseñó la importancia de aunar el conocimiento histórico de la vida de las palabras con una perspectiva sincrónica. Los procesos derivativos nos dan pistas no solo sobre qué significan las palabras, sino también sobre el origen geográfico del hablante, su clase sociolingüística o el tipo de relación que mantiene con nosotros. Si tenéis vocación lingüística, leedle. Jesús era un sabio y un buen amigo al que no dejamos de echar de menos.
Mamen Horno (Madrid, 1973) es profesora de lingüística en la Universidad de Zaragoza y miembro del grupo de investigación de referencia de la DGA
Psylex. En 2024 ha publicado el ensayo "Un cerebro lleno de palabras. Descubre cómo influye tu diccionario mental en lo que piensas y sientes" (Plataforma Editorial).