Imagen: Éramos Tantos

México 70: El último de los románticos, el primero de los modernos

La temporada mundialista es una de nostalgia, de episodios memorables, de escenas, objetos que condensan años. Esta serie repasa los mundiales más recientes y los sucesos cautivadores de cada uno.
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La IX Copa del Mundo fue un parte aguas y su emblema es la televisión analógica. Suele pensarse como el torneo que inicia la época moderna, la cual culminó en Estados Unidos 94. En el clímax del comercialismo gestado precisamente en México 70, año en que se disparó la venta de aparatos televisores, algo cambió no sólo en lo estrictamente deportivo, sino en los gustos y forma de vida de la humanidad. En aquel entonces nadie salía a comprar su nuevo televisor, al súper o a desayunar con sus amigos en pants y chamarra deportiva, tenis y gorra de su equipo favorito. Los uniformes y toda la parafernalia alrededor del juego apenas empezaban a convertirse en marquesinas comerciales, como sucedió de manera acelerada en las siguientes décadas.

El balón cayó del cielo

Hasta el Mundial de Inglaterra 66 se había jugado con balones de cuero cuya elaboración corría a cargo de la federación organizadora. Su diseño era a base de rectángulos más o menos alargados, con una mayor superficie lisa para que los jugadores tuvieran mejor control. Pero en México 70 se introdujo un esférico de 32 gajos poligonales (20 hexágonos blancos y 12 pentágonos negros), cosidos a mano y, por primera vez, su fabricación fue comisionada a una empresa privada. Ahora sucede así, si bien han cambiado los materiales: cuero sintético a partir de México 86, en lugar de cuero natural, y ya no se cosen a mano sino que se ensamblan mediante calor. Además, tenía que notarse claramente el movimiento del balón a través de las aún diminutas pantallas de televisión. Según cuenta la leyenda, mientras los diseñadores e ingenieros encontraban la esfera perfecta que rodaría en los pastos mexicanos, cayeron cerca de su oficina en Alemania desechos del satélite Telstar. Decidieron llamarlo así, inaugurando una dinastía de balones con nombre.

Los árbitros contaron con novedosas tarjetas para sancionar a los jugadores infractores, sin tener que gritarles, como antes, cuando el público en las tribunas apenas se enteraba de lo que el hombre de negro había marcado. Icono de la vida moderna, el semáforo, se decidió emplear dos de sus colores: el amarillo para calmar los ánimos y el rojo para expulsar a los impresentables. Ironías de la vida, ningún árbitro consideró necesario sacar la roja en todo el torneo, aunque hubo amarillas desde el partido inaugural URSS vs. México, la primera de ellas mostrada al soviético Anatoli Byshovets al minuto 35 del primer tiempo. Otra innovación consistió en que los equipos pudieron sustituir dos jugadores con el fin de refrescar algunas piernas que ya se veían arrastrándose en la cancha, lo cual agilizó los encuentros, muchos de ellos dramáticamente soporíferos. Este mundial nos tenía deparada una sorpresa, sobre todo a partir de los cuartos de final.

Technicolor Blues

Aspecto inédito hasta México 70 fue la transmisión intercontinental vía satélite y en formato technicolor de la Copa entera. Si bien desde Suiza 54 alrededor de cuatro millones de europeos pudieron ver en vivo por televisores en blanco y negro siete partidos, y en Suecia 58 se difundió la señal a docenas de países más, en Chile 62 esto no fue posible debido a la escasa infraestructura que poseía entonces el país andino. Por ello los juegos se filmaron en película o se grabaron en cintas de video, las cuales se enviaron por avión y, al menos en México, días más tarde la gente pudo mirar el partido que había escuchado por radio, todavía en blanco y negro, en la comodidad de sus hogares y en un horario especial, pues en ese entonces no había emisiones televisivas todo el día, ni mucho menos durante la noche. En Inglaterra 66 se llevaron a cabo algunas transmisiones intercontinentales en color, aunque la mayoría pudo sintonizarse en blanco y negro y sólo en Europa. Fue hasta México 70 que dio inicio la era dorada de las telecomunicaciones.

Sin embargo, también asistimos al último campeonato mundial de la época arcádica, un torneo salpicado de arcaísmo romántico. El salto tecnológico maravilló al público, aunque un poco de desencanto llegó pronto. La rudimentaria forma de ver los partidos a través de pequeñas pantallas analógicas con pobre definición y colores erráticos, a veces chillones, en ocasiones pálidos, hizo que los locutores prefirieran narrar las incidencias de los encuentros a la vieja usanza, más cercana a la radio. El nuevo televidente, embelesado por el magno evento, no podía abandonar tan rápido su gusto por las dotes histriónicas del locutor fogueado frente a los micrófonos radiofónicos.

Sinfónicos vs monótonos 

El 3 de enero de 1971, el cineasta y jugador aficionado, Pier Paolo Pasolini, publicó un artículo en el diario italiano Il Giorno. Ahí ofrece una interpretación lúcida, irónica y profunda a la vez de la derrota que había sufrido la escuadra azurra ante la selección brasileña en la final del año anterior, creando de esa forma un género híbrido entre el periodismo, la filosofía, la lingüística, la parodia literaria y, desde luego, el futbol, al que define como un sistema de signos mímico que el resto del equipo debe descifrar si quieren alzarse con la victoria.

En sus términos, escuadras que practicaban una escritura previsible, sin agudezas que dejaran marcas en la cancha y en el fondo de las redes, como la Unión Soviética, Bulgaria, Checoslovaquia y Rumania, o bien autores de recitales monótonos, como suecos, uruguayos, salvadoreños y belgas, fueron aplastados por la poesía pura, vibrante, de Perú y Brasil. También sucumbió la prosa pulcra e intensa de alemanes e italianos. Esforzados y heroicos, sin decidirse por una narrativa sublime o una poesía contundente, y a pesar de contar con Gordon Banks, un arquero tan seguro como el oro, los campeones ingleses cayeron en el camino. Algo similar aconteció a los anfitriones mexicanos, quienes, siendo poetas, sudaron la camiseta para escribir prosa. Al menos Marruecos e Israel aportaron esporádicos versos mediterráneos.

Maestros del contragolpe, los italianos tuvieron en Luigi Riva un ariete temible. Los famosos besos de este hijo dilecto de Cerdeña a sus compañeros eran consecuencia de un dardo venenoso, por lo general, un tiro de zurda tan cruzado que resultaba imposible de detener por el portero rival. Si no, que le pregunten a Nacho Calderón, guardameta de la selección mexicana, quien en el partido de los cuartos de final tuvo que tragarse cuatro píldoras amargas en Toluca, dos de ellas del propio Riva. Se creía que la altura de la región debería afectar a los visitantes, no así a los anfitriones. La suposición pareció convertirse en realidad, pues al minuto 12 José Luis “Calaca” González hizo de las suyas en la meta italiana. Sin embargo, en el minuto 25 un tiro sesgado se convirtió en autogol y el marcador se empató. Durante el segundo tiempo los mexicanos perdieron el aliento, apareció el primer beso mortífero de Gigi y los italianos impusieron su prosa impacable, sin piedad por el adversario.

El cabestrillo de Franz

Afuera del colosal estadio Azteca existe una placa que conmemora el encuentro de semifinales entre Alemania Occidental e Italia, celebrado por la tarde del miércoles 17 de junio de 1970, buena parte bajo una lluvia pertinaz. Fue calificado el mejor partido del siglo XX. Lo recuerdo como si fuera ayer. Llegué al estadio un par de horas antes, con la extraña e inédita sensación de estar acompañado por millones más alrededor del globo terráqueo. El motor de Italia, Sandro Boninsegna, anotó el primer gol a los ocho minutos de juego, por lo que el espectáculo quedó en suspenso. Los tozudos germanos no lograban hacer mella en el cerrojo italiano.

El partido transcurría tan gris, como la tarde misma, que, al filo del minuto 90, algunos asistentes comenzaron a buscar las salidas del estadio. De pronto, los que quedábamos adentro nos levantamos, incrédulos, en medio del alarido. Al escuchar el clamor, decenas de impacientes arrepentidos regresaron en tropel a sus butacas. El defensa alemán Schnellinger se había colado en el área rival, anotando el gol del empate, de manera que habría tiempo extra. Entonces comenzó el drama, la magia, los besos y el llanto. Nuestra admiración se la ganó el capitán alemán, Franz Beckenbauer. Derribado por el defensor Mazzola, aquél cayó mal y se luxó un brazo. Puesto que su selección había agotado los cambios, Beckenbauer regresó al campo con el brazo inmovilizado mediante un cabestrillo, en un gesto de valentía y pundonor que, no obstante, no pudo evitar los dardos envenenados de Gigi Riva, el bambino Rivera y el arquitecto Boninsegna.

Perlas fugaces

Brasil estaba destinado a pasar por este mundial sin pena ni gloria, como había sucedido en el certamen anterior. Después de haberse consagrado en Suecia 58 y Chile 62, comandados por Pelé y Garrincha, la selección verde-amarilla fue detrozada a patadas en Inglaterra 66. Para colmo, el entrenador Saldanha era de vista corta y timorato. En un partido de preparación dos meses antes del mundial contra Bulgaria dejó en la banca a Pelé, con el pretexto de que la Perla Negra era miope. El encuentro terminó 0-0. Entonces los federativos tuvieron el tino de sustituirlo por Mario “Lobo” Zagallo, quien de inmediato convocó a una quinta infernal, formada por un extremo portentoso, Jairzinho, tres finos volantes: el creador puro, Gérson; el habilidoso delantero y, al mismo tiempo, feroz recuperador de balones, Tostao, y Rivelino, ala izquierda con un obús en cada pierna. Y, desde luego, al mejor jugador de la historia, Pelé. Todos ellos apuntalados por defensas recios y con gran toque de balón como Carlos Alberto y Wilson Piazza.

Considerada la selección más espectacular de los mundiales a la fecha, consiguió que Brasil se convirtiera en el primer tricampeón. Sus integrantes nunca volvieron a ejecutar sus numerosos actos de magia, de los cuales 19 terminaron en el fondo de las redes, excepto en los seis partidos que disputaron en México 70, donde se entregó por última vez una pequeña representación de Niké, la diosa griega de la victoria, hecha de plata esterlina enchapada en oro e incrustaciones de lapislázuli: la Copa Jules Rimet, símbolo de una época que terminó con este campeonato y no regresará.

(Ilustración: @EramosTantos)




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escritor y divulgador científico. Su libro más reciente es Nuevas ventanas al cosmos (loqueleo, 2020).


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