Hubo un tiempo en que los antiguos romanos consultaban a los pollos para tomar la decisión de entrar en batalla. Los soltaban delante del alimento. Si no comían, había que posponer la batalla. Cicerón cita en su texto sobre la adivinación a Gayo Flaminio, desesperado por entrar en acción. “¡Pues brillantes auspicios, si puede darse batalla cuando están hambrientos unos pollos, y no se puede en modo alguno cuando están ahítos!”
En Suetonio leemos que “Claudio Pulcro, en Sicilia, en vista de que, al tomar los auspicios, los pollos sagrados se negaban a comer, los echó al mar con desprecio de la religión, so pretexto de que bebieran ya que no querían comer, y a continuación entabló un combate naval”. La versión más coloquial dice que lanzó los pollos al mar y exclamó: “Pues si no quieren comer, que beban.”
Qu’ils mangent de la brioche, les hubiese dicho María Antonieta.
Por supuesto, por no hacerle caso a los pollos, Claudio Pulcro sufrió una derrota. A Flaminio le ocurrió algo peor, pues su “ejército fue abatido y el propio Flaminio aniquilado”.
Una feliz nota al pie me informa que “aunque cualquier ave podía propiciar los auspicia ex tripudiis, los pollos, al cuidado del pullarius, eran las aves de más fácil disposición, sobre todo en situaciones prebélicas”, y sugiere consultar a Tito Livio, pues este historiador menciona la primera consulta bélica a dichos pollos, en 325 a.C.
Así es que bendigo una vez más la Biblioteca Clásica Gredos y voy a Tito Livio.
“En efecto, como el dictador Papirio, prevenido por el pullarius, se marchaba a Roma para renovar los auspicios, dio orden al jefe de la caballería de que se mantuviese en su posición y no trabase combate con el enemigo.”
Varios pueblos antiguos, incluyendo los griegos, buscaban augurios en los hígados. En Electra, de Eurípides, leemos que Orestes toma un ternero y le “desolló el cuero con más rapidez que un corredor completa a caballo la doble carrera y cortó los lomos”. Entonces Egisto examina las entrañas y “las fisuras y receptáculos del hígado anunciaban la llegada cercana de algún mal”.
Se suponía que los dioses grababan mensajes enigmáticos en las entrañas de los animales, especialmente en el hígado. Porque siempre se ha supuesto que los dioses no saben hablar de manera directa.
En Heródoto aparece un lector de hígados llamado Megistias. Él le vaticina a los defensores de las Termópilas que habrán de morir a manos de los persas. Nos cuenta que Leónidas lo autorizó a retirarse, pero Megistias decidió quedarse a combatir. Por eso le dedicaron estos versos en su lápida:
Éste es el sepulcro del célebre Megistias, a quien cierto día
mataron los medos después de atravesar el río Esperqueo,
un adivino que, aunque bien sabía el destino que le esperaba,
se negó a abandonar a los adalides de Esparta
Algunos hígados humanos sirven también para augurios personales. Pero ese mensaje no lo descifran los descendientes de Megistias, sino de Hipócrates.
La idea de que los animales cargaran en sus entrañas mensajes divinos no los volvía sacrosantos, así es que se podían comer sin culpa y con gusto.
En casa soy pollófilo. Fuera no. Nunca pido pollo en los restaurantes. Hasta en el avión, a la eterna pregunta de “¿pasta o pollo?”, respondo “pasta”, pese a que los gourmets dicen que no se debe comer pasta en los aviones; pero no deja de ser mejor la pasta de Aeroméxico que la de cualquier restaurante en España. En las bodas suelen dar pollo.
La génesis de este artículo se dio porque estamos preparando satsivi, un pollo a la georgiana, receta emparentada con el pollo en mole. Es plato famoso por tatarse del favorito de Stalin. Pero eso no quiere decir nada, pues ha de ser el plato favorito de media Georgia. Entonces pensé en los pollos que Claudio Pulcro lanzó al mar. Si en tal embarcación hubiesen utilizado patos como vaticinadores, la escena no sería dramática. Pero los pollos son muy malos nadadores. Tuvieron que estar aleteando en el agua por algunos minutos, quizás horas, pero al final se ahogaron. Dos pollos muertos en las aguas sicilianas hace más de dos mil años y acá pensando en ellos.
Aquellos griegos disfrutaban comiéndose el hígado, sirviera o no para buenos o malos agüeros. En El banquete de los eruditos, parecen tener predilección por el de jabalí. Muy apreciado es el hígado envuelto en omento. Y es bueno tener un lenguaje culinario con poca anatomía, de lo contrario, preguntamos “¿Qué es esto?” y la respuesta es poco apetitosa: “Es víscera voluminosa, propia de los animales vertebrados, que en los mamíferos tiene forma irregular y color rojo oscuro, está situada en la parte anterior y derecha del abdomen y desempeña varias funciones importantes, entre ellas la secreción de la bilis envuelta con el repliegue del peritoneo, formado principalmente por tejido conjuntivo que contiene numerosos vasos sanguíneos y linfáticos y que une el estómago y el intestino con las paredes abdominales, y en el que se acumula a veces una enorme cantidad de células adiposas, frito y con sal al gusto”.
El hígado más famoso de la historia, leyenda y literatura es el de Prometeo. Sabemos que Zeus lo mandó encadenar a una peña en castigo por haberle dado el fuego a los humanos. Ahí llegaba un águila todos los días a comerle el hígado y éste volvía a crecer para servir de alimento al día siguiente. En palabras traducidas de Esquilo: “Entonces, el perro alado de Zeus, águila sanguinaria, con voracidad hará de tu cuerpo un enorme jirón; y día tras día vendrá, comensal no invitado, a devorar tu negro hígado”.
El hígado es muy protagónico en la literatura rusa. Pero pocas veces aparece en la mesa. Más bien suele ser el órgano que lleva a los personajes a la tumba. Como médico, Chéjov sabía de hígados y aparecen mucho a lo largo de su obra. En su cuento “En Moscú”, habla de un “Hamlet moscovita” que tiene “un hígado hinchado, amarillento, grisáceo”, enseguida nos dice que el “hígado continúa creciendo más y más”. Si es de veras un Hamlet, su to be or no to be, lo lleva a esta última línea: “Coge un trozo de cable del teléfono y cuélgate del primer poste de telégrafos que encuentres. No hay nada más que puedas hacer”.
También médico Bulgákov, dictamina para uno de sus personajes: “Morirá dentro de nueve meses, en febrero del año que viene, de cáncer de hígado, en la habitación número 4 del hospital clínico”.
Dostoyevski trata el hígado con otro tipo de experiencia, y con mirada poco científica: “Es la sangre lo que te ha trastornado”, le dice Nastasia a Raskólnikov. “Cuando la sangre no circula bien, se cuaja en el hígado y uno delira”. Y su protagonista de Memorias del subsuelo: “Estoy enfermo del hígado. ¡Me alegro! Y si me pongo peor, me alegraré más todavía”.
Del otro “médico”, el doctor Zhivago, no recuerdo hígados, pero sí que un cazador le regala un pato “envuelto en un trozo de un viejo cartel de propaganda política” cuando va en tren a Moscú.
Tengo un pato en el refrigerador. Pero hoy toca pollo. Cuando le llegue el momento al pato veré si puedo escribir sobre los patos antes de Cristo. ~