Los días y los años tapatíos
Martes
No ha sido fácil adaptarse a las clases virtuales que les doy a mis estudiantes del ITESO, donde enseño desde hace siete años. No hay nada como hablar, escucharlos y mirar sus rostros en el salón, a veces atentos, otras distraídos. Aprendo con ellos y me gusta creer que eventualmente se sorprenden con las anécdotas que pueblan el vasto mundo de la literatura. Echo de menos sus preguntas y su voz cuando leen sus primeros relatos. Algunos han llorado al contarnos de su abuela muerta, de la hermana que falleció en un trágico accidente —la voz entrecortada— o del primer rompimiento amoroso —con un susurro apenas—. Estoy seguro de que al menos una docena publicará textos que valdrá la pena leer; algunos de ellos han publicado cuentos en revistas —Mariana incluso ganó un concurso local.
Hoy están desconcertados, desesperados. Hablamos por medio de la computadora y sí, un poco sobre los clásicos del encierro. Una chica desertó y regresó a la casa de sus padres, en Guanajuato, pues no podría haber soportado sola el confinamiento, y menos con un insidioso trastorno bipolar.
Hoy les hablé de Marcel Proust y su obra portentosa, En busca del tiempo perdido, en siete tomos y casi tres mil páginas, según la edición, escrita completamente en su recámara, donde decidió encerrarse a causa del asma que padecía. Les pedí que vieran un par de cortos —el tráiler de la película del mismo nombre que Nina Companeez hizo para la TV francesa en 2011 y la semblanza de Rafael Pérez Gay para el programa La otra aventura— y que después, en parejas, se hicieran mutuamente el célebre cuestionario de Proust. Con las respuestas de sus compañeros deberán escribir un relato de ficción. En otros cursos se han gestado buenas historias, ya veremos qué sale en estos días de angustiosa cuarentena.
Miércoles
Guadalajara es una ciudad entrañable que me hizo olvidar a la Ciudad de México, aunque no a mis viejos amigos de toda la vida, ni, por supuesto, a mi madre, a la que visitaba con alguna frecuencia e invitaba a pasar unos días en esta ciudad soleada… ¡Ah, cómo disfrutaba la comida! Unas semanas antes de que el cáncer la minara fuimos a Chapala, donde conoció el restaurante en el que cantaba el gran Mike Laure.
Decía Bocaccio que los lazos de amistad son más estrechos que los de sangre. Es cierto, aunque no hay nada más difícil de explicar que las razones por las cuales nace esa rara mezcla de amor y complicidad. Cuando llegué a esta ciudad me hice de un heterogéneo grupo de amigos en la alberca a la que iba todos los días.
Álvaro, un argentino locuaz, nadaba con elegancia y en los descansos pedía a gritos un café, como si estuviera en la piscina de un hotel. “Qué mal servicio hay aquí, ¿no?”, me decía con una sonrisa. Se enamoró de una tapatía en Buenos Aires y vino acá a vivir con ella y, a sus cincuenta años, empezar de cero. Vendedor nato, encontró acomodo en una agencia de viajes. Vivió feliz en esta ciudad donde, al igual que en su lugar de origen, viven las mujeres más bellas del mundo, “Y mirá que conozco el mundo, ¿eh?”, decía. Hasta que rompieron y él regresó a su país.
Al ingeniero Bistraín le fascinaban los libros de la Segunda Guerra y estaba convencido de que el hombre nunca llegó a la Luna. “Eso es un engaño de los gringos”, decía, seguro de que ésa era la verdad. Le conté de una película de 1978, Operación Capricornio Uno, que presenta el alunizaje como un fraude que fue filmado en secreto. “Debe ser buena”, decía. Guillermo estaba a favor de la pena de muerte y creía que en este planeta ya somos demasiados: “Ya no hay espacio para todos”. Una vez me confió su admiración por Hitler: “Ese cabrón sí tenía huevos”. Le respondí que ese cabrón era un enfermo cobarde que se rascaba la piel hasta sangrar. Bistraín también creía en las patrañas del periodista y escritor Salvador Borrego, ese nazi mexicano autor de Derrota mundial y de otros 52 libros, que murió hace dos años. Guillermo murió de las complicaciones que tuvo después de una caída.
Hasta hace unas semanas, Nachito, a sus ochenta años, nadaba 1,500 metros con la parsimonia de una morsa. Por las tardes disfruta aún de un par de tequilas. Es un devoto católico que visitaba todos los sábados el penal de Puente Grande para escuchar a los presos y ofrecerles consuelo. Intimó con criminales de cuidado y con inocentes que tardarán mucho tiempo en salir a hollar las sucias calles de Guadalajara —o de otra ciudad. Ahí conoció al “Chapo” Guzmán, un cabrón muy inteligente, me confió. “Una vez le conté que fui a Israel en 1979, en Semana Santa”, me dijo Nachito, “Pos qué crees que me dijo: Por esas fechas yo andaba por allá, Nachito, y también fui a Líbano…”.
Antes del encierro, Nachito iba los domingos por la tarde al casino a apostar a los caballos, con lo que se ha embolsado unos pocos miles de pesos. Todavía se sorprende de mi ateísmo y me aconseja al teléfono, como un padre a su hijo descarriado: “Deberías creer en Dios”. Recuerda sus antiguos viajes a Sayulita, donde se solazaba posando su vista arruinada en los senos desnudos de las rubias bañistas gringas. “¿Me dejas verlas, vieja?”, le preguntaba a la señora, quien asentía con una sonrisa benevolente.
Jueves
El gobernador de Jalisco ya empieza a hacer campaña para la presidencia. Enfermeras y médicos son agredidos en la calle. Me cuesta trabajo creerlo… en este país la vileza tiene permiso.
Viernes
Cuando nos reunimos —perdón, reuníamos— los amigos que frecuentábamos a Luis González de Alba nos preguntamos, ahora por el Whatsapp, qué diría sobre lo que está pasando en estos días extraños. La de Luis era una voz única por su franca rudeza, sin temor a ofender a nadie.
Luis había dejó la Ciudad de México porque añoraba Guadalajara. Vivía en la calle 12 de Diciembre, en la señorial y muy católica colonia Chapalita, con su pareja, un DJ de nombre Carlos. Quería visitarlo para llevarle un libro de ensayos que me publicó José María Espinasa. Cuando me animé a llamarlo, no sin ciertos nervios, me respondió una voz afable que me invitó a su casa.
Me recibió con una sonrisa, acompañado de un hermoso dálmata que se llamaba Yanco.
Empezamos a frecuentarnos. A él le gustaba el restaurante de la Alianza Francesa, ya desaparecido, que estaba en la calle de López Cotilla, pues había un pianista que tocaba viejas canciones románticas y además era atendido por meseros muy corteses. Cuando lo cerraron nos cambiamos al italiano Recco, en la colonia Americana. Al restaurante de don Luigi Capurro también iban a comer políticos y funcionarios de la Universidad de Guadalajara, quienes saludaban cordialmente a Luis. Poco después invité a René, a David, a Alberto y nos movimos al Salón del Bosque, una sobria cantina en una casona de la misma colonia, donde los meseros lo trataban con deferencia; uno de ellos, Federico Landeros, le dijo que era asiduo lector suyo, lo que Luis agradecía con una amplia sonrisa.
Todas las tardes que nos reunimos Luis siempre tenía algo que contar. Anécdotas del 68, de la cárcel, del exilio, de sus viajes y amores, de libros y descubrimientos… También del placer que le producía el conocimiento, la ciencia, la historia. Comentábamos sus columnas y las reacciones que provocaba entre sus numerosos malquerientes —sí, era un provocador, y no faltaban los insultos, las amenazas de muerte y hasta de violación, lo que lo hacía reír mucho.
Un par de semanas antes de su inesperado suicidio vimos a Luis, alegre y platicador, como siempre. Estoy casi seguro de que sabía, el 2 de octubre de 2016, el peligroso rumbo por el que se encaminaba el país.
Luis estuvo preso dos años y medio en Lecumberri, sabía lo que era el encierro. ¿Qué diría hoy? Posiblemente una frase del Macbeth de Shakespeare que citaba de vez en vez: “Podría ser la vida un cuento narrado por un idiota, un cuento sin sentido lleno de furia y ruido…”, justo como ahora se vive en esta ciudad, en este país, en el mundo entero.
(Torreón, 1956) es periodista, escritor, editor de la revista cultural Replicante y profesor del ITESO. Actualmente está enfrascado en la redacción de su primera novela.