Foto: Didaskalia edu, CC BY-SA 4.0 , via Wikimedia Commons

Una muy buena noticia

Lo que era un grito inocente en los estadios de futbol se volvió delito deportivo. Un grano de libertad se pierde a nombre de causas justas, mientras otros pecados se olvidan gracias al dinero.
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Juan Villoro tiene razón cuando dice que Dios es redondo. Por suerte, yo soy ateo. Mas no deja de interesarme este deporte por sus efectos sociales, políticos, económicos y religiosos. El último partido que intenté ver fue el México-Brasil en el mundial de Rusia. Cuando Neymar comenzó a hacer unas estrafalarias cabriolas de dolor, apagué el televisor. “No más”, me dije, y me fui a la plaza de toros.

Ayer leí una nota que me sorprendió. Un famoso comentarista deportivo celebraba como “una muy buena noticia” la creación del Fan ID. Pensé que había ironía en sus palabras, pero no.

Según la nota: “Al comprar un boleto, se tendrá que registrar el aficionado, meter sus datos e incluso una selfie, con el objetivo de no hacer un INE y encontrar fotografías de mesas, sillas, escritorio, etc.; después, vendrá el proceso para registrarse y poder entrar a los partidos. El sistema arrojará un QR que se  presentará junto con una identificación en la puerta de acceso del Estadio Azteca, donde deben respetarse los números de asiento que fueron adquiridos”.

No entendí eso de las mesas y sillas, pero veo que entre el orden y la libertad, cada vez más se está optando por el orden, la sumisión y el castigo. “Con este control”, dice la nota, “a quien grite se le sacará del estadio.” Espero que no se refiera a gritar ¡gol!

Precisamente en aquel mundial de Rusia, a la podrida Fifa le dio por censurar a los aficionados mexicanos por el famoso grito de “eh puto” y comenzó a llamársele “grito homófobo”, cuando en su origen nada tenía de homofobia. Las redes sociales y memes apoyaron abrumadoramente el grito. La actitud mayoritaria de deportistas, columnistas, directivos e intelectuales en aquel entonces fue defender el grito. El estadio era un espacio de libertad, y el grito, una travesura pueril.

Muy sabiamente, Héctor de Mauleón escribió: “Doble moral: la Fifa quiere prohibir un grito que le parece homofóbico pero da sede del mundial a Qatar, donde ser gay es ilegal”.

El grito lo defendió Miguel Herrera, que entonces era el entrenador nacional, así como Héctor González Iñárritu, al decir que se trata “de una expresión normal que se ha hecho costumbre. Cada futbol tiene sus costumbres y esa es una de las nuestras”.

Varios escritores recurrieron a la máxima de Terencio, “Homo sum, humani nihil a me alienum puto”. Yo escribí que era preferible el grito de marras que las vuvuzelas del mundial de Sudáfrica. Y siempre podía recurrirse a tal palabra en femenino o masculino como mera expresión. Cuando Sancho Panza dice “y la cabeza cortada es la puta que me parió, y llévelo todo Satanás”, ni siquiera está pensando en su madre. Tal como en la misma novela explica el escudero del Bosque que esa palabra no ha de ser a fuerza ofensiva, pues: “Cuando alguna persona hace alguna cosa bien hecha, suele decir el vulgo: «¡oh hideputa puto, y qué bien que lo ha hecho!»”.

Molotov tiene una canción con ese título y varias veces explicaron por qué la letra no es homófoba. Pero igual los fueron reprobando cada vez más en ese su primer disco con portada que también se volvió incorrecta, aunque hay que decir que “Gimme tha power” se ha vuelto más actual.

Hoy no puedo defender el famoso grito, puesto que se perdieron a golpe de fifazos todas las posibles acepciones y excusas para tal bisílabo, y se le condenó a bailar irremisiblemente con el adjetivo “homófobo”. Bien se conoce la máxima goebbeliana de la repetición. Simplemente quiero hacer notar eso mismo: lo que era un grito inocente se volvió pecado, luego delito deportivo. La propaganda funciona; por algo se invierte millonadas en ella. Los aficionados están ahora dispuestos a ceder su libertad y anonimato. Regalarán a la Federación de Futbol datos personales que terminarán vendidos a empresas comerciales.

Es un grano de libertad que se pierde a nombre de causas justas. Tal como perdemos otros granos de independencia por muchas otras causas nobles, correctas e indiscutibles.

Mi alejamiento del futbol es tal, que no sé si aún se permita insultar al árbitro.

En Qatar no usan el grito, pero sí el yugo de la ley. Los migrantes que han ido a trabajar allá en condiciones vejatorias para construir los templos de la Fifa han tenido que pasar por ciertas pruebas físicas y médicas también vejatorias para demostrar que no son homosexuales. Tal experiencia puede narrarse con las palabras de Ibargüengoitia:

Me vestí y salí tambaleándome. En el pasillo me encontré a Sarita ataviada con una especie de mandil, que al verme (supongo que yo estaba muy mal) me preguntó qué me pasaba.
–Me metieron el dedo. Dos dedos.
–¿Por dónde?
–¿Por dónde crees, tonta?

Se sabe que en Qatar no hay democracia ni libertad de expresión ni de pensamiento ni de culto. Que las mujeres no son enteramente libres. Menos aún los homosexuales. El adulterio puede llevar a la pena de muerte, tal como desencantarse de Allah. Los poetas van a prisión. Una noche de copas se castiga con al menos cuarenta latigazos. Campea el tráfico de mujeres. Existe la esclavitud y el amo tiene derecho de golpear a sus esclavos. Los obreros migrantes trabajan en condiciones semejantes a la tortura. Tan malas son sus condiciones que hace un año ya habían muerto 6,500 de los peones que construyen las instalaciones para el mundial. Falta ver cuántos se suman. Por si fuera poco, en ese mundialucho estarán prohibidas las Chiquitibum y las Larissas Riquelme.

Pero ya Qatar repartió suficiente dinero para que esto no le importe a Infantino & Co. Y no ha de importarle a nadie mientras se callen los mexicanos y ruede el omnipotente dios redondo.

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(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.


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