Definitivamente parece que ya podemos decir que la desglobalización está tomando forma. Muchos han sido los análisis que han planteado el inicio del fin de la globalización desde 2016 y antes de la llegada de Trump al gobierno. O, al menos, que anticipaban un cambio de época dentro del mayor proceso de integración económica internacional que ha vivido el mundo.
Por aquel entonces, estos augurios venían de la mano de un menor nivel de comercio internacional. A lo largo de la primera mitad de 2016 incluso China mostraba tasas de crecimiento del comercio llamativamente bajas, que ponían de manifiesto que el motor del crecimiento chino se estaba apagando. Si el gran beneficiado de la integración comercial ya no podía seguir tirando de ella, ¿qué cabría esperar del resto de economías? Sin embargo, China volvió a sorprender y respondió con otro arsenal de políticas económicas que le permitieron reactivar buena parte de la actividad económica y comercial perdidas. Lo que pudo haber sido el comienzo de la desglobalización al final no tuvo lugar.
Tras este episodio llegarían las tensiones proteccionistas y la guerra comercial de Trump. Su agenda política se entendió como un freno y marcha atrás en la liberalización comercial que había liderado EE.UU. desde la década de los setenta. Que la economía líder de la apertura internacional optase unilateralmente por encerrarse sobre sí misma, erosionando con ello no solo sus relaciones comerciales sino políticas con otros socios comerciales, realmente se entendió como un antes y un después en una globalización empujada precisamente por esta potencia económica.
Tal era la paradoja que, en el discurso inaugural del World Economic Forum de 2017 en Davos, el otro líder de la economía mundial, Xi Jinping, el jefe del Partido Comunista chino, defendió a ultranza la globalización como mecanismo de generación de riqueza y de cooperación multilateral entre países. Es decir, en un mismo año teníamos al líder de la potencia capitalista pujando por el proteccionismo comercial, mientras su homólogo chino pujaba por una mayor integración económica.
Aunque Trump ha conseguido torpedear buena parte del multilateralismo, sus pretensiones de apostar por las políticas proteccionistas como instrumento para forzar negociaciones bilaterales con sus socios comerciales, especialmente China y Alemania, parecen haber tenido pocos frutos. La realidad ha resultado ser mucho más tozuda. En ese momento Trump no tuvo en cuenta las semillas que se habían implantado a lo largo del mundo y que habían transformado para siempre el propio concepto de las relaciones comerciales.
Unas semillas, por cierto, bien diseñadas por sus propias empresas estadounidenses. Se convirtieron en cadenas de producción globales que se extendían a lo largo y ancho del planeta. Con ellas, la administración estadounidense ha tenido que entender que doblegar a sus socios comerciales no iba a ser posible sin dañar su propia economía nacional. Lo que en los años 30 del siglo XX era posible si un país actuaba antes que el resto de socios, en la actualidad ya no resulta tan sencillo, pues las propias empresas han tomado el liderazgo en la deslocalización de los procesos productivos en varios países. Las medidas proteccionistas tomadas unilateralmente por un gobierno han acabado dañando la competitividad de sus propias empresas. En otras palabras, en la globalización del siglo XXI resulta más difícil arruinar a otros socios comerciales sin llevarse por delante las propias empresas nacionales.
La desglobalización no sería posible sin dañar a las economías que lideraban el proteccionismo. Esto no quiere decir que los niveles de integración no se hubiesen visto alterados. Desde 2007 se aprecia en los indicadores una menor integración de las cadenas de producción globales, pero se debe al estancamiento secular y a la baja demanda internacional que padece la economía internacional desde el estallido de la Gran Recesión, y no tanto a un cambio estructural en el propio proceso globalizador. Una vez más, el inicio de la desglobalización tuvo que esperar.
En 2020 llegó el mayor impacto económico y sanitario de la historia reciente. Es difícil pensar qué cabe esperar y qué escenarios tendremos según se vaya resolviendo la crisis actual, pero hay varios elementos que pueden sugerirnos que el colapso internacional será mayor al padecido entre 2008 y 2009. La caída simultánea y brusca de la producción y la demanda internacionales no tiene parangón. En la anterior crisis, la demanda internacional pudo amortiguar parte de la caída de la demanda interna que enfrentaron los distintos países, pero puede que en el escenario actual no existan estos resortes puesto que el parón se ha dado en todas las principales economías.
Por su parte, la crisis sanitaria ha sacado a la luz el talón de Aquiles de las cadenas de producción globales, evidenciando la fragilidad inherente que sufren las economías que no disponen de ciertos inputs y productos básicos en momentos críticos. No solo eso, sino que la elevada dependencia industrial entre las economías se ha vuelto patente.
Con la crisis financiera de 2008, vimos que la interdependencia entre los países tenía lugar dentro de los circuitos de capitales. Sin embargo, la Covid-19 ha demostrado que existe una carestía de bienes básicos y necesarios para afrontar una crisis sanitaria, como consecuencia de la excesiva especialización de los países en la producción de ciertos bienes.
En esta ocasión las fallas de las cadenas de producción globales han puesto sobre la mesa argumentos a favor de la seguridad nacional y de la reorientación de parte de la industria nacional. La paradoja está servida. Si las cadenas de producción sirvieron para mermar la guerra comercial de Trump, en la crisis de la Covid-19 pueden acabar convirtiéndose en el germen de posturas proteccionistas. Esas posturas no solo las defienden fuerzas políticas populistas y nacionalistas, también otros partidos de tradición socialdemócrata, liberal o conservadora, que en estos momentos están haciendo una apuesta decidida por mantener los cauces comerciales y diplomáticos abiertos para garantizar el abastecimiento de estos productos.
Pero no sabemos cuánto durará esta apuesta o si la mantendrán a lo largo de la crisis económica una vez la sanitaria se resuelva. En caso de que la política de seguridad nacional adquiera mayor fuerza, podemos esperar reversiones en las cadenas de producción globales. Por un lado, esta reversión puede venir incentivada políticamente a través decisiones de abastecimiento nacional. Por otro lado, si las empresas matrices empiezan a ver que los costes de coordinar sus filiales localizadas en otros países superan a los beneficios de tal deslocalización, pueden verse tentadas a devolver parte de la producción a los países de origen. De hecho, el entorno actual de inestabilidad económica y política ha intensificado estos costes, lo que supondría un parón en el proceso globalizador si las empresas empiezan a ver que la reversión de la producción es una estrategia empresarial atractiva.
Este parón en la integración, aunque será negativo para la economía mundial, también puede conllevar efectos positivos para ciertos territorios. Así, si hay fases del proceso productivo que anteriormente se deslocalizaron a otros países aprovechando sus menores costes laborales, estas mismas fases se podrían reorientar hacia los territorios nacionales que tienen ventaja comparativa en costes de producción. De darse un resurgimiento internacional del proteccionismo, una estrategia industrial coherente y articulada entre los niveles nacional y regional podría explotar las ventajas que brinda el nuevo entorno.
Durante las reuniones del G20 en 2008 surgieron fuertes liderazgos políticos (Obama, Gordon Brown, Merkel) que evitaron una escalada proteccionista como respuesta a la crisis económica. En el momento actual, claramente carecemos de estos liderazgos, incluso en el seno de la propia Unión Europea. Ante fallos evidentes en la organización de la producción mundial, es esperable una vuelta de tuerca sobre un nacionalismo económico que está en sus horas más altas. En su mano está el ser capaz de atraer adeptos a su causa. Si lo consigue, entonces podremos realmente hablar de desglobalización.
Jorge Díaz Lanchas es economista investigador y profesor asociado de la Universidad Loyola Andalucía.