El caso a discutir es cuál debería ser el objetivo de un gobierno en términos de vivienda: asegurarse de que todas las familias vivan en una casa propia, o mejor cerciorarse de que habiten en una vivienda digna y no paguen una proporción excesiva de su ingreso en ella.
El crecimiento en la habitación en casas propias ha restado movilidad a la tradicionalmente móvil familia estadounidense. Estas tendían a moverse eficientemente hacia estados o regiones donde había mejores empleos, y eso –aunado a una política de seguro de desempleo finita– contribuyó por décadas a reducir el desempleo. Ahora, la enorme proporción de familias que debe más del valor de mercado de sus casas, esperanzados de que algún día recuperen su valor, los mantiene en ellas. Aunque hay un inventario de más de siete millones de propiedades que han sido embargadas por los bancos, se trata de una imagen poco realista. Más aún, la única razón por la que muchos bancos no han podido deshacerse de propiedades en su inventario es porque no tienen el capital para reservar lo que correspondería a las pérdidas que asumirían.
Se dice que los bancos están sentados en más de dos billones de dólares de cash. Lo están no porque sean masoquistas y se rehúsen a ganar dinero, sino porque saben que el empleo no se recuperará pronto y que su cartera vencida –particularmente por crédito al consumo, como tarjetas de crédito– seguirá creciendo. Dado que no pueden asumir que habrá más rescates gubernamentales en el futuro, sobrevivirán en la medida en que tengan con qué hacer reservas, así de sencillo.
Considerando que el mes pasado solo una de cada diez propiedades vendidas era una casa “nueva”, la industria de la construcción también tiene que estar de capa caída. Se estima que la construcción de una vivienda emplea, en promedio, a diez personas. Conforme se reduzca este sector, crecerá el número de desempleados que de él provengan. En siete de las últimas ocho recesiones estadounidenses, el sector inmobiliario fue fundamental como catalizador de la recuperación. En este caso, todo apunta a que será el lastre que la evite.
Quizá el gobierno podría haber dedicado los cuantiosos recursos que ha desperdiciado “rescatando” lo irrescatable, apoyando a las familias más necesitadas. Si el mercado inmobiliario se hubiera ajustado sin las distorsiones que impuso el gobierno, seguramente el precio de las rentas reflejaría la caída en los precios de los inmuebles, y muchas de las familias (cuyas casas han sido embargadas) podrían mudarse a aquellos estados donde hay más empleos, pagando una menor parte de su ingreso para rentar vivienda y aceptando, incluso, salarios menores.
Las transferencias de recursos fiscales a Fannie Mae y Freddie Mac se convirtieron en un grotesco subsidio a los bancos que, una vez más, premia más a aquellos que fueron más voraces e irresponsables. La factura ha sido enorme, y crecerá exponencialmente si hay un “double dip” (es decir, que la economía estadounidense viva una segunda recesión), o si las tasas de interés aumentan –particularmente considerando el alto porcentaje de hipotecas que se hicieron con base a tasas variables en los últimos cinco años. Aun en ese sentido es cuestionable si el apoyo a los bancos se justifica porque se materializará en mayor oferta de crédito, pues la gran mayoría del financiamiento a las empresas desde hace tiempo no proviene de fuentes bancarias.
En mi opinión, es altamente cuestionable si soportar al mercado inmobiliario es un buen uso de recursos fiscales (que tendrían mejores usos alternativos). Si ponderamos que el alza en el precio de los inmuebles se aceleró como respuesta a la expansiva política monetaria impuesta por Alan Greenspan como medida para compensar la fortísima caída en el mercado accionario por el estallido de la burbuja de internet, el repentino abaratamiento del crédito propició que cuantiosos recursos fueran destinados a desarrollar proyectos inmobiliarios, a elefantes blancos que hoy están vacíos y deteriorándose. Las señales del mercado fueron sesgadas artificialmente y provocaron que grandes cantidades de recursos no fueran a parar a actividades productivas, sino a especulación con bienes raíces.
Han quedado atrás los días en los que el hacerse de un inmueble era una forma de ahorro para las familias. El enorme acervo de propiedades vacías se volverá un pesado obstáculo que limitará la rentabilidad de inversiones en proyectos inmobiliarios nuevos. Y eso es, quizá, una buena noticia, pues esos recursos pueden ir a parar a inversiones infinitamente más productivas.
La intervención de los gobiernos en los mercados, gastando cuantiosos recursos, no solo es un absurdo despilfarro que pronto tendrá que ser financiado con deuda o recaudación de impuestos, sino que además contribuye a mandar señales confusas que impiden que el capital vaya a donde generará en forma óptima. ¿Más estímulos? No, gracias.
Es columnista en el periódico Reforma.