Son alrededor de las seis de la tarde cuando toco la puerta de casa de Adolfo Castañón. Me indica dónde recargar mi bicicleta y nos detenemos para ver el jardín y los árboles: “Este espacio es una especie de cementerio. Aquí están enterrados perros, gatos, tortugas, pericos…”, recuerda con voz queda, pero firme. Mascotas que han habitado esa casa a lo largo de más de 60 años. Pasamos luego a un estudio al fondo. Estamos en la Colonia Educación, al sur de la Ciudad de México. Bibliófilo, ensayista, poeta y editor heroico. La mirada inquieta. Camina encorvado y con las manos tras la espalda. Paseamos por los cuartos del estudio para conocer la biblioteca. Como si fueran familias distintas, las obras apiladas por secciones. Primeras ediciones de Alejandro Rossi junto a José Gaos y Ricardo Garibay. Las revistas Ábside y la Colección Archivos en otro librero. En una mesa separada resalta un viejo retrato de sus abuelos paternos. Nos sentamos en sillones desde donde se puede ver todavía la luz del cielo.
¿Cómo fue que empezaste a leer?
Soy hijo de Jesús Castañón Rodríguez, que fue redactor del Boletín Bibliográfico de la Secretaría de Hacienda, y de Estela Morán Núñez de Castañón. En el departamento vivíamos con mis padres mi hermana Margarita y yo. Rodeados de libros que no sabíamos que eran libros. En realidad, para mí, los libros y las revistas eran una presencia familiar, cotidiana. Nací en un ambiente envuelto, por así decirlo, en papel. Yo veía que mi papá leía todo el tiempo. Cuando digo que leía todo el tiempo es literal. Es decir, no leía mientras estaba manejando, pero si leía mientras estaba comiendo, mientras descansaba, mientras preparaba sus clases. Y de alguna manera mi mamá también leía lo que podía, como en un juego de vasos comunicantes. Nosotros leímos desde muy temprana edad. Quise escribir para que algún día mi papá me leyera en un libro. Cosa que sí sucedió, porque mi papá murió hasta 1991.
¿Cómo era el ambiente en la UNAM? En la época en que estuviste también andaban por ahí Coral Bracho, Marcelo Uribe, David Huerta, Paloma Villegas…
Éramos muy amigos. Todo era muy tranquilo, ameno. No había violencia. Íbamos, daban clases, había fraternidad. Tuvimos maestros muy dignos. Uno de ellos fue definitivo, mencionado por muchos: Huberto Batis. Otro fue Juan García Ponce. Con Huberto Batis íbamos a una clase, a un taller de revistas y él nos daba ciertas tareas. Una tarea que nos dio fue escribir una autobiografía. Otra tarea fue leer lo que él nos encargaba de la clase anterior. Había que seguirle el paso a Huberto. No todos podíamos seguirle el paso. Entonces, Coral Bracho, Marcelo Uribe, Luis Chumacero –hijo de Alí–, yo y algunos otros –Bernardo Ruiz creo que también– éramos los que le seguíamos el paso a Huberto. Gracias a Huberto también conocí a Guillermo Sheridan y Alberto Ruy Sánchez. Eso nos condujo a la amistad entre nosotros; íbamos los unos a las casas de los otros. Leímos juntos y a partir de ahí podemos decir que hemos sido amigos a lo largo de la vida. La facultad era un ámbito libérrimo. Estaba Revueltas, pero también estaba Carlos Félix, que era un filósofo. Había una gran libertad, una gran efervescencia de ideas, una gran convivencia. Juan García Ponce, Ramón Xirau, Alejandro Rossi –al que yo no vi ahí como maestro, sino muchos años después–, Juan M. Lope Blanch y Margarita Peña –que también fue mi maestra, esposa de Federico Campbell–. Otro de mis maestros fue Ernesto Mejía Sánchez, quien fue muy importante y por eso le dediqué el libro Alfonso Reyes: caballero de la voz errante. Gracias a él entré en el camino del conocimiento de Alfonso Reyes. Él había sido secretario de Reyes.
¿Cómo entraste en contacto con Octavio Paz y con Plural?
Cuando Marie, mi esposa, llega a México en 1974, cambia mucho toda la dinámica de mi vida y, también, paralelamente, empieza un ciclo nuevo de trabajo porque empiezo a trabajar en Mundo Médico. También comencé a trabajar para La Cultura en México con Carlos Monsiváis gracias a David Huerta. En Plural había un corrector que era mi compañero de la Facultad, un escritor que todavía vive y se llama Armando Pereira. Armando, que había sido corrector durante mucho tiempo en Plural, decidió ya no seguir colaborando con ellos. Me recomendó con Ana María Cama, la coordinadora editorial. Fui una tarde, creo que a finales de 1974, al edificio de la avenida Reforma a entrevistarme. Yo pensaba que con Ana María Cama, pero no. Me entrevistó Octavio Paz. Tuve una conversación con él. Hubo buena química. En ese momento, el secretario de redacción era Danubio Torres Fierro, del que también me hice amigo. Entré a trabajar como redactor, es decir, para ayudar a redactar cosas que iban a ser anónimas; a revisar correspondencia y traducir. En la revista Plural había una gran necesidad de traducir cosas de los disidentes de Europa oriental. Nos tocaba a Danubio, a mí y a José de la Colina traducirlas. Fue interesante. Era un trabajo esporádico, es decir, solo había fechas de cierre y el resto del tiempo no había oficina. Cuando era la fecha de cierre había que estar ahí. Eso me permitió conocer la revista por dentro. Conocer a Kazuya Sakai, a Danubio Torres Fierro, a José de la Colina, a Alejandro Rossi, a Gabriel Zaid, a Tomás Segovia, a Juan García Ponce, a Salvador Elizondo –quien también había sido mi maestro en el taller de ensayo del décimo piso de la torre de rectoría–.
En Plural me sentí como en familia porque no me era ajeno el paisaje, ni las personas. y tenía suficiente conocimiento de ciertas cosas como para poder navegar ahí. Fue para mí muy afortunado. Fui desarrollando mi empatía con el proyecto de la revista hasta que fue objeto del golpe a Excélsior. Me permitió hacer reseñas sobre Eduardo Lizalde, Marco Antonio Montes de Oca y la última, sobre Carlos Fuentes y la novela Terra Nostra, que también reseñó el escritor y poeta español Pere Gimferrer. Fue un momento interesante, importante, significativo. Tan significativo que parte de las personas que estaban en ese proyecto, como Ana María Cama y Federico Campbell, fueron mis testigos de boda. Tengo todos los números de la revista Plural y lo que vino después. Yo sigo trabajando, he seguido trabajando con la obra de todos.
Octavio Paz fue, sin duda, una persona tutelar en tu vida, pero, ¿qué fue lo que más le aprendiste? ¿Qué te dejó?
No lo sabría decir. Todavía no puedo hablar de Paz en pasado. En este momento estoy haciendo el índice de nombres propios, títulos y obras, de las Obras completas de Octavio Paz. Siento que es una persona que tuvo acceso a momentos muy particulares de la política, de las ideas, de la poesía, de la filosofía, y su experiencia es muy rica. No soy capaz de calibrar hasta qué punto ha influido en mi persona. Por supuesto que ha sido influyente, tanto que sigo cautivo en la red de sus referencias. Creo que la cultura mexicana –toda– todavía sigue cautiva de eso. No hemos salido todavía de la gran sombra intelectual que dejó el pensamiento y la obra poética de Octavio Paz. Impronta moral, estética, filosófica, crítica, que se desarrolla en distintos ámbitos. Y en ese sentido, esa obra, igual que la de Alfonso Reyes, es una obra que está todavía en proceso de fermentación, de creación. Por mucho que haya voces críticas, pienso que es una figura que a nivel nacional e internacional tiene una gran vigencia.
Quisiera preguntarte por algunas figuras que han sido importantes en tu vida y me gustaría que hicieras una pequeña estampa de tu relación con ellos. Comencemos con Salvador Elizondo.
Salvador Elizondo fue mi maestro en el taller de ensayo en la torre de Rectoría. Estuve muy cerca de él y sigo estando cerca por una afinidad en su forma de escritura, su inteligencia, por su simpatía y actitud ante la literatura y la vida. Eso justifica que yo sea el autor del prólogo a su primer volumen en el Colegio Nacional. Yo no me lo esperaba. Él vio un texto mío y lo puso como prólogo a sus obras. Es un autor que le sigue dando a la literatura cosas que tienen que ver con puntos de vista. Elizondo es el autor de unos Diarios y también es el autor de una obra literaria: de Farabeuf, de los cuentos, de los ensayos. Es también el creador de mundos como El grafógrafo y Camera lucida. Enormemente interesantes e importantes. Uno de los que están cerca de Elizondo, más joven que yo, es Javier García-Galiano, autor al que le tengo mucha simpatía.
Háblame ahora sobre Alejandro Rossi.
Conocí a Alejandro Rossi en el espacio de la revista Plural, en Paseo de la Reforma. Un lugar que estaba cerca del edificio de Excélsior. Hubo buena química con la persona y paralelamente con sus textos, porque yo había también leído sus textos como corrector de Plural;de hecho, tengo el orgullo, o la conciencia, de haber sido el primero que reseñó El manual del distraído. A partir de ahí, hubo una relación importante para mí, de conversación periódica. Nos reuníamos largamente, dos veces al mes, para conversar de temas abiertos. Sin agenda ni nada. La conversación estaba nutrida por dos vertientes, aparte de la simpatía mutua, que era, por una parte, los intereses relacionados con la revista Vuelta y después con el Fondo de Cultura Económica.
A eso se fueron añadiendo lecturas, amistades, afinidades, lo cual fue suficientemente importante como para que yo haya hecho memoria de esas conversaciones en el prólogo al libro Materiales para una autobiografía filosófica de José Gaos. Ahí dejé constancia de que yo no hubiese podido hacer ese libro sin las conversaciones con Rossi. Fue gracias a Rossi que también descubrí muchas cosas: en parte, a la figura de su maestro José Gaos y también a la cultura mexicana; a Emilio Uranga; a Octavio Paz en otro sentido; a Ricardo Garibay. Fue una relación muy rica y también importante porque Alejandro me ayudó a corregir y a sentir mis textos. En tres o cuatro ocasiones –tengo particularmente presente una– me ayudó a escribir y reescribir una reseña dedicada a Arturo Azuela. Él quería que la revista tuviera un punto de vista articulado sobre Arturo Azuela y él se encargó de ser el tutor de esa articulación. Me ayudó a releerme, a ver cómo sonaba un texto, cómo no sonaba otro. Eso también llevó a que, en algún momento dado, él me leyera sus textos de creación; de hecho yo tengo un texto que me dedicó en uno de sus libros que tiene que ver con Gorrondona. Todas esas fantasías de la crítica literaria llevan a esa interacción con Alejandro Rossi, cuyo elogio fúnebre yo pronuncié. Lo quise mucho. Tuvimos muchos encuentros a lo largo de la vida y sigo teniendo una cercanía con su obra y con su punto de vista; un punto de vista muy importante, donde conviven la literatura y la filosofía, la política y la vida cotidiana. El libro de Emilio Uranga, Años de Alemania, yo no lo hubiera podido hacer si no hubiese tenido como una especie de diálogo con Alejandro Rossi, porque era también un diálogo con Luis Villoro, y con todo ese grupo al que estaba asociado Alejandro. Gracias a Alejandro Rossi también descubrí, yo no diría que América Latina, pero descubrí Venezuela. Descubrí a Guillermo Sucre, Eugenio Montejo, Rafael Cadenas. Y antes a Rómulo Gallegos, a Ramos Sucre, a Mariano Picón Salas, a José Balza.
¿Cuál es la relevancia de Alejandro Rossi para la literatura en español? ¿Por qué un joven debería de leerlo?
Alejandro Rossi es un heredero de la prosa de Borges. Decir que es un heredero de Borges es decir muchas cosas porque Borges, a su vez, es el heredero de una forma concisa de escribir y captar a los personajes, y de captar la historia y el mundo. En ese sentido, yo diría que Borges es un estilista y Alejandro Rossi también. Alejandro tiene otro lado que tiene Borges, que es poco conocido en Borges o poco trabajado, que es el de que Alejandro supo ver lo que era América Latina o lo que es Hispanoamérica en un libro que se llama La fábula de las regiones. En él nos hace asomarnos, de manera muy cruda a veces, a la política hispanoamericana. Aparte está su propio ejercicio de autobservación como escritor. Yo creo que Alejandro Rossi es un escritor que no tiene una sola línea, sino que tiene una línea literario-estilística, una línea histórica, una línea de filosofía aplicada en El manual del distraído. Creo que es un escritor que puede enseñar a un joven escritor a escribir. Creo que los jóvenes ensayistas harían muy bien en leer a Alejandro Rossi.
¿Qué me puedes decir de José Luis Martínez?
Escribí un libro que se llama Fuga a tres voces, donde hay varios ensayos sobre él. José Luis Martínez es para mí una figura importante, ineludible, esencial. Él es uno de los arquitectos de la literatura mexicana, uno de los albañiles y guías porque pocas personas como él fueron capaces de leer de forma sistemática, uno por uno, página por página, todo el corpus de la literatura mexicana. Ordenarlo, organizarlo. Él tuvo la enorme fortuna de conocer a los autores, por ejemplo, a Villaurrutia, Gorostiza, Barreda, Usigli. Y a los contemporáneos suyos como Chumacero, Arreola. Después tuvo la fortuna de juntar sus revistas y sus publicaciones. Él es una pieza clave de la literatura, de las letras de México. Esa pieza clave tiene que ver con la concentración, con el trabajo de las obras de Ramón López Velarde, de muchos autores del siglo XIX, de Villaurrutia, Altamirano. Yo le tengo una gran devoción a José Luís Martínez Rodríguez y por eso le dediqué todas las páginas de Fuga a tres voces. José Luis Martínez no está disociado de Arreola ni de Chumacero. Integran una especie de vasos comunicantes. Ellos, de alguna manera, encarnan una manera de literatura, de conversación, que tiene que ver con la amistad y con el desinterés, porque los tres fueron capaces de hacer cosas para los otros y al mismo tiempo, hacer cosas para sí mismos.
¿Y Louis Panabière?
Panabière está relacionado con Jorge Cuesta, por un lado, y con Jean Meyer, por el otro. Una de las presencias importantes en mi vida fue Louis Panabière, quien me dio mucha confianza en mi vocación como escritor. También me dio, a lo largo del tiempo, un camino que todavía está por ahí, que es la amistad con Jean Meyer. ¿Por qué es importante Panabière? Panabière hizo el libro de Jorge Cuesta, Itinerario de una disidencia, que para mí fue muy importante hacer y creo que es muy importante para la literatura mexicana. También estudió la revista Ábside y otras revistas y autores. Fue amigo de autores como Tomás Segovia.
Y Augusto Monterroso…
Yo iba a dos talleres de literatura en el décimo piso de la torre de Rectoría y uno de ellos era el de Tito Monterroso. Cuando conocí a Tito estaba empezando a salir con Bárbara. Yo había conocido a Tito antes y nos hicimos amigos. Desde entonces me tocó ser su editor y tuve la fortuna de tener sus libros y de heredar sus corbatas, igual que las de José Luis Martínez. Tengo en mi guardarropa tres galardones, tres insignias que son: uno, las corbatas que me heredó José Luis Martínez; las corbatas que me heredó Tito Monterroso en presencia de Bárbara; y una corbata que me heredó Cristina Pacheco de José Emilio Pacheco. Para mí esas son casi órdenes nobiliarias, el traer una corbata de Martínez o una corbata de Monterroso o una corbata de Pacheco.
Adolfo, ¿cómo ves ahora que se han reducido los suplementos culturales? No tienen la misma importancia que tenían en los años setenta u ochenta. Las revistas literarias también han cambiado. Platícame un poco del contraste que ves entre ayer y hoy.
Sí, ha cambiado. Creo que en los setenta el flujo literario pasaba por el pulso de la literatura impresa en revistas y periódicos. A partir del 2000, el pulso literario empieza a encausarse también por la vía electrónica. Empieza a haber también una especie de descentramiento en el sentido de que la página de cultura deja de estar como una sección aparte, y se convierte en una subsección. Por otra parte, la plana cultural también deja de ser una plana que se dedica nada más a lo cultural para convertirse en una especie de nota roja de lo cultural. Por otra parte, el tema de la violencia, no solo de la violencia callejera, sino también de la violencia partidista, de la polarización. En ese sentido, todo ha ido modificando las pautas de convivencia, las pautas de interacción, las pautas de sociabilidad y las formas de comunicación. Twitter ha venido a modificar radicalmente las cosas, pero yo no sería, digamos pesimista, sino simplemente estaría atento a ver cómo se han modificado las cosas sin flagelarnos pensando en que hubo un tiempo mejor. Tenemos el tiempo que tenemos. Yo, de hecho, no me doy abasto. El periódico Milenio publica un suplemento los sábados. La Razón publica un suplemento los sábados. La Jornada publica un suplemento los domingos. El Universal publica un suplemento. Proceso tiene una sección cultural. Hay otra cantidad de revistas, como antes no había, interesantísimas, como la revista Historias, como la revista Nexos –dirigida por Héctor Aguilar Camín–, como la revista Letras Libres –dirigida por Enrique Krauze–. Entonces, hay una gran efervescencia; de hecho, yo tengo ahí un montón de periódicos y de revistas y no me da tiempo de leerlas todas. Diría que no soy para nada pesimista, pero sí llamaría la atención al hecho de que puede haber una disminución del rigor, de la calidad y de los estándares intelectuales, pero eso es otro tema.
Se decía hace unos años que el libro electrónico cambiaria la forma de leer. Se pensó que podría desplazar la venta del libro físico, cosa que no sucedió. ¿Tú como ves ese asunto? La nueva forma de leer, los Kindles, el teléfono, los aparatos electrónicos…
Es cierto que el aparato electrónico te obliga a una lectura muchísimo más fragmentada. Y es cierto también que los libros siguen teniendo su espacio. Ojalá que hubiera, en todas partes, la posibilidad de la convivencia de ambas formas, pero también señalaría que vivimos en un país en el cual hay muchas desigualdades. En el cual no siempre todos tienen acceso a la red ni al Kindle. No todos tienen acceso a la televisión parabólica. No todo mundo tiene acceso a las librerías. Entonces, creo que estamos en una realidad asimétrica, diferenciada. Y en ese sentido tenemos que estar muy alertas a las formas de la asimetría. También diría que hay que tomar lo mejor de cada cosa para poder seguir adelante.
Acercándonos al final, platícame ahora de tu poesía, de tu trabajo como poeta. Ahora, por ejemplo, se va a reeditar La campana y el tiempo…
Se va a publicar ampliado, La campana y el tiempo, que es una reedición de todos mis libros de poesía. Yo, curiosamente, aunque empecé a escribir poesía desde muy temprano, no he sido muy ostentoso con esa vertiente de mi quehacer intelectual. Pero no he dejado de ser laborioso y de eso dan constancia los varios cientos de páginas de La campana y el tiempo, donde hay un repaso de todo mi quehacer lírico. Ese rincón, digamos, de la creación, yo lo asocio a un rincón que curiosamente está asociado al silencio. Y me detengo en el silencio porque estamos en el cuarto más silencioso de la casa. Donde no hay teléfono, no hay nada. Y creo que la poesía es una puerta al silencio, a la contemplación y al autoconocimiento. Al conocimiento del lenguaje y al juego que, en cierto modo, rompe o alterna o combina con los otros ejercicios. Creo que ahí hay una faceta distinta. Hace rato nos paseamos por el jardín y ese jardín está presente en mi creación, en mis poemas. En ese jardín hay una fuente, en esa fuente yo pongo agua todos los días, varias veces al día, para que los pájaros beban. Y yo pienso que la labor del poeta es poner agua en la fuente para que los lectores calmen su sed. Por otro lado, tuve la fortuna de ser incluido como poeta en la Asamblea de poetas jóvenes de México de Gabriel Zaid. Y desde entonces supe que Gabriel Zaid me estaba observando. Nunca dejé de llevarle todos mis libros y en particular los de poesía. Y, en algún momento dado, con Octavio Paz al final de su vida. Octavio me dijo: “Usted nunca deje la poesía. El hilo conductor de su vida es la poesía. No deje de atender ese llamado”. Entonces he sido fiel a eso en este ejercicio de no descuidar esa parte esencial de mi quehacer. En este momento en el cual yo estoy haciendo como una especie de recorrido, de cierre.
Si pudieras regresar, Adolfo, a hablar con aquel joven que andaba por los pasillos de la UNAM y le pudieras dar un consejo ¿cuál sería?
Nada. Que siga su camino. No lo distraería con mi voz de ultratumba, sino que le diría “sigue tu camino”. Eso es lo que les diría a los jóvenes, que sigan su camino, que no se distraigan con las voces de los supuestamente mayores y con experiencia. Y a mí mismo, yo me diría, –aquí y ahora– que nos tenemos que dar tiempo. Nos tenemos que dar espacio y nos tenemos que dar una pausa para que haya serenidad, armonía, capacidad de convivencia, gusto por la vida y atención al grillo que está cantando, al pájaro que está cantando en la mañana y al viento que pasa. ~
(Ciudad de México, 1992) es escritor y editor. Es autor del libro de cuentos Perfil del viento (Ediciones Sin Nombre, 2021), editor en Ediciones Piedra del Río y jefe de redacción de la revista Punto de Partida.