“No sé vivir sin imaginar”. Entrevista a Eduard Márquez

Una conversación con el autor de poesía, narrativa infantil y juvenil, relatos cortos y novelas, a propósito de su libro más reciente.
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En su libro de cuentos más reciente, La elocuencia del francotirador (Firmamento, 2023), Eduard Márquez da cuenta de su gratitud hacia el lenguaje, de su búsqueda de la palabra precisa y la narración inquietante. Márquez (Barcelona, 1960) escribe y lee en soledad, persiguiendo la comunión con el individuo, pero también explorando los alcances y los límites de su propia identidad. Este volumen, inédito hasta ahora en castellano, encierra una de las prosas más logradas del panorama literario catalán y es, a la vez, una declaración de principios y una apasionada defensa de la literatura.

Me gustaría comenzar preguntándote por la historia editorial de La elocuencia del francotirador: el presente volumen reúne relatos publicados en catalán en dos libros anteriores, Zugzwang y L’eloqüència del franctirador. ¿Qué te lleva a revisitarlos, ahora en castellano?

Los presupuestos formales y estilísticos de estos dos libros de cuentos fueron como dos bancos de pruebas. Yo venía de escribir y publicar poesía. Hice un cambio de género y lo que más cerca quedaba de la poesía eran los cuentos. El trabajo con estos fue para mí muy interesante, porque me abrió dos caminos de exploración. Primero, a partir de la síntesis, muy relacionada con la escritura de la poesía ­­–ese es el caso de Zugzwang, por ejemplo, mi primer libro, de 1995–. Y segundo, que para mí el interés era continuar trabajando en esa línea de contención formal y estilística, pero empezar a desarrollar estructuras narrativas. En la edición original de La elocuencia del francotirador, que era como se llamaba el segundo libro, el del 98, eran 17 estructuras diferentes. Para mí la idea era: “¿cómo se pueden construir historias?” A partir de aquí publico los dos libros y empiezo a aprovechar lo que he aprendido con ellos para tratar de ampliar la longitud.

Eso me lleva a escribir en los siguientes 13 años cuatro novelas, todas traducidas al castellano. Por orden cronológico: Cinco noches de febrero (2000), El silencio de los árboles (2003), La decisión de Brandes (2005) y El último día antes de mañana, que publiqué en el año 2011. Al llegar al año 2011 me di cuenta de que el camino que había empezado en el 95 y el 98 estaba agotado. No tenía ningún sentido continuar trabajando con aquellos planteamientos estilísticos, formales, narrativos. Me daba cuenta de que si yo continuaba escribiendo caería en lo que no soporto, que es repetirme. Yo tenía muy claro que después de El último día antes de mañana, lo que tenía que hacer era apagarme. Tenía que dejar de publicar y dedicarme fundamentalmente a reflexionar sobre qué era lo que quería hacer en el futuro. Y es lo que hice.

Este rigor estilístico, esta condensación tan puntillosa que muchas veces se parece al aforismo o al epigrama, ¿ya estaba presente en las primeras versiones de los cuentos?

Los cuentos salen así y luego los trabajo mucho para que funcionen como un poema. Por lo tanto, para mí la oralidad es muy importante. La lectura en voz alta: que no haya ripios, que no haya rimas, que no haya ruidos, que la prosa sea nítida. Para mí es crucial que la literatura sea limpia, que no haya ruido de fondo. Me gusta mucho la expresión que leí una vez en una novela de Siri Hustvedt, cuando ella hablaba de la prosa de alguien y decía: “es que tiene una prosa llena de grumos”. A mí la prosa con grumos me irrita mucho como lector y como escritor. Por lo tanto, los cuentos son la herencia de ese trabajo que aprendí escribiendo poesía: la austeridad narrativa, conseguir la palabra justa, la musicalidad del verso trasladada luego a la musicalidad de la frase.

Da la impresión de que todo el libro está fríamente calculado, de que todo está en el sitio preciso: el ritmo, la cadencia…

Cuando comencé a escribir cuentos, e incluso novelas ­­­–que las novelas son igualmente contenidas con ese rigor formal, musical–, la gente me decía: “¿ya no escribes poesía?” Y yo siempre les contestaba lo mismo, aunque parezca una broma: “sí, pero con las líneas largas”. Mucha gente se piensa que la poesía es el vehículo de expresión para determinados sentimientos, y que se escribe con líneas cortas. La poesía para mí no es una cuestión de forma, no es una cuestión de temas, sino una cuestión de cómo se trabaja la lengua. Por lo tanto, al llegar al 2011, yo lo que decido es detenerme, reflexionar, pensar. Y en el año 2014, con mi editora, resolvemos que la mejor manera de cerrar ese periodo, desde Zugzwang hasta L’últim dia abans de demà, es con Vint-i-nou contes menys. Cogí Zugzwang y L’eloqüència y empecé a corregir y luego a eliminar. Es entonces cuando yo preparo la edición catalana de los dos libros de cuentos. Reescribí cuentos enteros, cambié títulos, moví personajes, limpié la prosa y para mí fue como un libro testamentario: “aquí, hasta aquí he llegado. Esto es lo que he hecho hasta ahora”. Además, así conseguía la redondez que yo quería. Allá donde todo empezó, todo acabó, en el 2014. Yo empiezo a trabajar en mi nueva novela, 1969, y hace cuestión de un año y medio o dos aparece Javier Vela, el editor de Firmamento. Da inicio el proceso de edición y de traducción y decidimos que para el lector castellano el título de Veintinueve cuentos menos no tenía ningún significado, obviamente. Con lo cual él me propone mantener el título de La elocuencia del francotirador. A partir de ahí, en el proceso de traducción lo que he hecho es otra fase de corrección. Es decir, he cambiado títulos y he pulido cuentos, los he movido, he eliminado fragmentos.

Has llevado a su máxima expresión el aforismo del colombiano Nicolás Gómez Dávila, “Hay que escribir en voz baja”. Esa discreción, esa escritura concentrada y solitaria, es una constante en tu obra, y entiendo que te ha traído penas y glorias. ¿Cómo ha afectado esto a la recepción de tu literatura?

Yo pienso que hay un conjunto de parámetros que, por el motivo que sea, no son mayoritarios en el mercado literario. Es una cuestión formal, pero también una cuestión temática, narrativa, una cuestión de cómo tratas la narración. Para mí son muy importantes las estructuras narrativas. Es indispensable el trabajo que supone encontrar la mejor manera de explicar una historia. A partir del planteamiento estilístico, narrativo y conceptual –temas a tratar, cuestiones que a mí me preocupan–, si todo esto lo metemos en una coctelera, probablemente salen unos libros que no son mayoritarios. A mí no me ha generado nunca problemas aceptar que mi literatura es minoritaria. Pienso que lo sabía desde el principio, porque además venía de escribir poesía, que creo que puede llegar a ser aún más minoritaria.

Me costó mucho trabajo asumir que a partir de año 2011, yo prácticamente tuve que desprofesionalizarme como escritor. Durante un periodo de mi vida pude funcionar como escritor, es decir, a través de los royalties, de las traducciones, de los bolos, de las charlas. Yo era escritor en el sentido de que la gran mayoría de mis ingresos venían de lo que directa o indirectamente estaba vinculado a mi escritura. Ese año da inicio lo que yo llamo el periodo oscuro de mi vida: tengo que dejar de ser escritor a tiempo completo. Tengo que empezar a dar clases de escritura creativa, reemprendo traducciones, etc. Fue un momento muy duro, que me costó superar, pero esa especie de fracaso se convirtió en una oportunidad. Porque en cierta manera, el hecho de poder prescindir absolutamente del contexto literario, ser un escritor absolutamente apartado del ruido editorial, me permitía, por otro lado, escribir lo que me diera la gana. Eso fue, en cierta manera, no diré que un regalo, pero sí una oportunidad para volver a ser alguien que escribe.

Es como dice Vila-Matas: “Escribir es dejar de ser escritor”.

Exacto. Me dio un margen de libertad muy grande el hecho de no estar sometido al contexto literario. Me dio un margen de movimiento interior no tener que depender de nada ni de nadie, que ha acabado siendo positivo –por ejemplo, al publicar recientemente la novela en la que he estado ocho años trabajando: 1969–. Yo quería ser escritor desde niño. Soy un escritor vocacional. Me recuerdo a los 7 u 8 años diciendo: “yo quiero hacer esto”, cada vez que terminaba de leer un libro.

Hay una especie de “épica de la derrota” en ese sentido, y es algo que está presente también en los cuentos: una negación a capitular.  

Sí, yo soy muy tenaz, pero en este caso no es una cuestión de tozudez: es una cuestión de amor a la palabra. A lo que para mí fue fundacional en mi vida. Para mí la literatura no es un hobby, no es un pasatiempo. Para mí la literatura es inherente a mi manera de estar en el mundo, pero desde que era niño. Con lo cual no es una cuestión de no capitular, es una cuestión de mantenerme fiel a lo que es un propósito de vida. Si yo cediera, en el fondo estaría traicionando a ese niño. Yo no puedo ser otra cosa: mi existencia está condicionada por la lectura, primero, y por la escritura, después. Llevo toda la vida haciendo esto: no sé vivir sin imaginar, sin plantearme historias. No sé vivir sin reflexionar sobre la creación y no sé vivir sin la lengua. Por lo tanto, no es una cuestión de capitulación: es una cuestión de que si no escribo ni leo todo carece de sentido.

Al leer La elocuencia del francotirador, el lector adivina una especie de eclecticismo en tu familia espiritual literaria. ¿De qué tradición bebe este libro?

En la base de mis cuentos está fundamentalmente la poesía y, en el caso de La elocuencia del francotirador, los llamados “posmodernos norteamericanos”. Yo lo que estaba leyendo enloquecidamente en aquella época era Brautigan, Vonnegut, John Barth, Pynchon, entre otros. Esa gente me abrió un montón de posibilidades narrativas. Y, curiosamente, otro elemento fundamental en mi panorama literario de aquellos años fue Massimo Bontempelli, sobre todo un libro determinante, La vida intensa, que son micronovelas. A partir de esas lecturas empecé a pensar en la búsqueda de nuevas posibilidades narrativas.

¿Y qué hay de la cuentística catalana? Porque este libro pareciera tener algo de Pere Calders, por ejemplo.

Pasa algo muy curioso. Llega un momento en que yo leo a Massimo Bontempelli, traducido al catalán, y me doy cuenta de que de allí era de donde bebía Calders. Y fue entonces cuando comencé a leerlo a él también, y a Quim Monzó, y a los grandes cuentistas catalanes. Pero al momento de plantearme la escritura de Zugzwang y L’eloqüència mi panorama literario no era catalán ni castellano, sino americano e italiano.

¿Y por qué elegiste escribir en catalán?

Yo empecé a escribir y publicar en castellano. Cuando escribía poesía, lo hacía en castellano. No obstante, me bailaba por la cabeza la idea de cambiar de género. Tenía muchas ganas de probar, pero no sabía cómo hacerlo. Recuerdo perfectamente el día: fui a ver una exposición antológica de Willem de Kooning. Visité la exposición prácticamente solo y entré en una sala, donde me encontré con Dos mujeres en el campo. Se trata de un cuadro relativamente pequeño, pero alrededor de él había unas mujeres de dos metros, enormes. Y en aquel momento yo miraba Dos mujeres en el campo y luego a esas mujeres: expresionismo americano, muy salvaje. Recuerdo que pensé –no lo olvidaré nunca–: “¿Qué pasaría si ahora una de estas mujeres se descolgara del cuadro y viniera a por mí?” Me vino como un relámpago. Llegué a mi hogar, encendí el ordenador y me puse a escribir un cuento. Cuando lo acabé de escribir, me di cuenta de que lo había escrito en catalán. No fue a propósito. Fue darme cuenta de que el cambio de género comportó el cambio de lengua y eso para mí fue extraordinario. ¿Por qué? Porque fue volver a casa. Es decir, en el fondo me di cuenta de que todo lo que yo había escrito en castellano estaba escrito en una lengua que no era mi casa, porque mi lengua es el catalán, es la lengua de mi familia, la de mi infancia. Con lo cual para mí fue un doble descubrimiento: primero, darme cuenta de que podía empezar a trabajar otro género, y segundo, que lo podía hacer en mi lengua materna.

Como en el Wakefield de Nathaniel Hawthorne, los personajes de estos cuentos a menudo anhelan mudar de cuerpo, de pareja, de vida, y para ello se valen muchas veces de la ficción (o, más bien, la ficción se vale de ellos). ¿Cuál dirías que es el vínculo entre el doble y la ficción?

Pienso que todo gira alrededor de una de mis obsesiones fundamentales: la identidad. En uno de los cuentos se explica lo que a mí me ocurría de niño, que era el dolor, la rabia, la insatisfacción, la pena, como quieras llamarle, que me generaba tener que elegir, ser algo. Tener que elegir y renunciar a todo lo demás. Incluso en los juegos infantiles, yo no quería ser solo una cosa. Creo que todo viene de una enorme incomodidad hacia una realidad que nos exige decisiones unívocas. El gran drama no es ser cosas sucesivas, eso es fácil. A mí lo que me hubiera gustado es serlo todo al mismo tiempo. Por eso todos los cuentos giran alrededor de ser algo más.

Realizas muchos juegos metaficcionales y haces que la ficción anide en la ficción; incorporas elementos de la literatura fantástica y del absurdo; propicias que tengamos la sensación de entrometernos en vidas privadas, ajenas, prohibidas; das pie a desdoblamientos entre los personajes; haces que desconfiemos de la identidad de aquellos a quienes leemos. Uno diría que estructuralmente es una escritura muy lúdica, pero temáticamente muy desdichada, pues los protagonistas terminan inevitablemente enfrentándose a fatalidades y desencuentros. ¿A qué se debe esta discordancia entre el fondo y la forma?

Viene de ese carácter lúdico, de la provocación de las vanguardias. Yo necesitaba conseguir esa dislocación. Es un poco como Kafka, ¿no? En Kafka hay una aparente contradicción entre cómo narra y lo que narra. Sé que alguien se tomó la molestia de analizar los textos laborales de Kafka en la compañía de seguros y descubrió algo insólito: que él utiliza ese mismo lenguaje para describir que a alguien le han cortado los dedos en el aserradero, para explicarte algo absolutamente desquiciante. Ese contraste a mí me interesaba mucho: forzar las oposiciones, buscar al máximo la tensión entre fondo y forma, porque eso le da una enorme potencia narrativa al texto.

Tu interés se funda en lo que Perec denominaba “lo infraordinario”, aquello que escapa al lente de lo cotidiano. De hecho, en el relato “Pigmalión”, hablas de la “estética de los hallazgos”. ¿Es esa una búsqueda constante en tu literatura?

Sí. Hay que continuar rompiendo todo esto: tomar en brazos la ficción, la realidad, e ir más allá. Es imposible buscar sin arriesgarse, con lo cual volvemos al mismo punto: la búsqueda, para hallar o para no hallar. De cualquier modo, el camino habrá valido más la pena que no estarse repitiendo. Y también está la idea de la sorpresa, como en el cuadro de Willem de Kooning: “estoy solo frente a estas mujeres. ¿Qué podría pasar?” ~

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es crítica literaria y colaboradora de la revista Criticismo.


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